Hebreos 12.14
Después de la relación con Dios no hay relación más importante y trascendente que la relación familiar. Esta comparte características con la primera que nos permiten proponer que las relaciones familiares se sustentan bajo los mismos principios que la relación con Dios. Ambas clases de relaciones necesitan de la paz y, sobre todo, de la santidad. Además, en ambos casos se hace manifiesta la incapacidad humana para establecer, mantener y fortalecer tales relaciones unilateralmente. Ante ello, de manera similar, opera la gracia divina. Misma que hace posible ambos tipos de relación y las sostiene, fortalece y perfecciona hasta su total realización.
Amor y respeto es una combinación de por sí difícil y rara. Sobre todo, cuando se trata de las relaciones de pareja, de la relación matrimonial. Amor, desde luego, es quizá la palabra que más se asocia con el matrimonio, pero pocas veces se la coloca en el mismo casillero con la palabra respeto. Sin embargo, desde la perspectiva bíblica y en lo que se refiere a la relación matrimonial que representa -y quizá hasta reproduce- el misterio de la relación de Cristo con su Iglesia, amor y respeto no son uno sin el otro y ambos resultan mutuamente condicionantes.
Cada vez más crece el número de mujeres que no aman a sus maridos, que no son amadoras de sus maridos. Les son fieles, pero no los aman. Viven con ellos, pero no los aman. Los apoyan y toleran, pero no los aman. Los ayudan y defienden, pero no los aman. Ciertamente es difícil amar a los maridos y puede haber muchas razones para no hacerlo. Pero si estamos interesados en preservar la salud del sistema familiar al que pertenecemos, debemos saber que este requiere del que las esposas sean amadoras de sus maridos. En las versiones inglesas de la Biblia, a la indicación de ser “amadoras de sus maridos”, se antepone la expresión “que sean sabias
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