Sin santidad no hay familia
Hebreos 12.14
Después de la relación con Dios no hay relación más importante y trascendente que la relación familiar. Esta comparte características con la primera que nos permiten proponer que las relaciones familiares se sustentan bajo los mismos principios que la relación con Dios. Ambas clases de relaciones necesitan de la paz y, sobre todo, de la santidad. Además, en ambos casos se hace manifiesta la incapacidad humana para establecer, mantener y fortalecer tales relaciones unilateralmente. Ante ello, de manera similar, opera la gracia divina. Misma que hace posible ambos tipos de relación y las sostiene, fortalece y perfecciona hasta su total realización.
Como la relación con Dios, para el creyente sus relaciones familiares resultan fundamentales tanto en el aquí y ahora como en la eternidad. El todo de la persona está afectado, tanto positiva como negativamente, por la calidad de sus relaciones familiares. De ahí la importancia del llamado con que inicia nuestro pasaje: Esfuércense por vivir en paz con todos. El término que se traduce como esfuércense, significa literalmente: corran tras, persigan. Podemos ver que tal exhortación recupera un sentido de urgencia y dedicación que, lamentablemente, cada vez menos caracteriza a las relaciones humanas. Lo que se nos pide es que nos ocupemos con un sentido de urgente importancia del éxito de nuestras relaciones.
El autor sagrado tiene el buen cuidado de definir, señalar de manera objetiva, qué es aquello que debemos perseguir: la paz con todos. En particular las relaciones familiares demandan de un equilibrio constante, voluntario y hasta sacrificial de sus participantes. Quien procura la paz, busca mantener una proporción conveniente en el ejercicio de sus obligaciones y derechos respecto de las otras personas. No ve sólo su propio interés -se ocupa de él-, cuestión que es de por sí legítima, pero también se ocupa del interés del otro. Por ello actúa de manera convenientemente proporcional, estando dispuesto a favor del otro y de la relación misma, hace sólo y aquello que resulta conveniente para la relación. Además, aprovecha todas las oportunidades para abundar en el bien de la relación y de quienes la componen.
Una persona así está en armonía consigo misma, en equilibrio y, por lo tanto, no le afecta ir adelante o ceder cuando así conviene. El resultado es que anima y provoca la armonía con el otro, aun cuando la otredad del otro siga siendo una realidad permanente. Porque armonía no es invalidar la identidad del otro, sino aprender a convivir, adaptarse y a complementar lo que el otro es y hace. Desde luego, esta resulta una tarea difícil y es por ello por lo que debemos considerar la segunda parte de la mancuerna paz y santidad.
En efecto, el equilibrio personal y, por lo tanto, el familiar resulta y es una expresión de la santidad de la persona y de la familia. Santidad es, literalmente, separación para Dios y el estado que de ella resulta. Quien se santifica, vive para Dios y esta disposición-compromiso le capacita para ver la vida de otra manera. De ahí la declaración: Los que no son santos no verán al Señor. Optomai se refiere a mirar fijamente, por lo que podemos considerar que quien no vive en santidad no puede ni entender, ni comprender, ni seguir a Dios. Vive en tinieblas y sus ojos están ciegos. Es decir, no puede saber lo que necesita para hacer la vida correctamente.
Vivir consagrado para Dios significa comprometerse en el propósito de honrar a Dios en todo lo que se hace. Cuando este propósito se refiere al cómo de nuestras relaciones, significa que vemos y nos relacionamos con los otros al través del filtro de Dios. Es decir, que nuestra intención de agradar y, por lo tanto, adorar a Dios, es la que permite el paso de aquello que es propio de Dios, al igual que impide lo que no corresponde.
Antes he dicho que somos llamar a recuperar un sentido de urgente importancia del éxito de nuestras relaciones. Lamentablemente, influenciados por una sociedad decadente nos vemos en la tentación de aceptar como normal el deterioro y hasta el fracaso de nuestras relaciones familiares. Y, asumimos que, si ello es normal, la norma, entonces sólo queda el aceptarlo y aprender a sobrellevar y superar emocionalmente tales fracasos. Pero, nosotros somos diferentes, somos iglesia. Por ello, lo que es normal, la regla, para los que no conocen a Dios no lo es para nosotros.
A los filipenses (2.12,13), el Apóstol Pablo los exhorta: Esfuércense por demostrar los resultados de su salvación obedeciendo a Dios con profunda reverencia y temor. Pues Dios trabaja en ustedes y les da el deseo y el poder para que hagan lo que a él le agrada. La primera parte de tal exhortación resalta nuestra condición de diferentes dada la salvación que hemos recibido. La segunda parte nos recuerda que al ser salvos ya no estamos solos ni dependemos de nuestros recursos personales. Dios trabaja en ustedes, asegura Pablo.
La traducción Reina Valera nos ayuda a entender mejor tal declaración: Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer… Todos sabemos que en el proceso de nuestras relaciones familiares hay, siempre, algo que nos está animando a vivir en paz, a recuperar el equilibrio de nuestras dinámicas familiares. Inquietud, deseo, motivación, etc., son expresiones de ese llamado interno, animado por Dios, para que nos esforcemos y hagamos lo que conviene para recuperar lo perdido. También sabemos que cuando no lo hacemos queda en nosotros el testimonio, la convicción, de que pudimos haber hecho algo más y mucho de manera diferente.
Ahora bien, si Dios produce el querer, asegura Pablo, Dios también produce el hacer. Desde luego, mientras más tardemos en responder al querer que Dios inspira en nosotros, más difícil y doloroso resultará el hacer. Pero, si perseguimos la paz y nos consagramos a Dios, al mismo tiempo que le consagramos nuestro quehacer familiar, podemos confiar en la victoria. En la victoria familiar, cuando sus integrantes siguen la paz y la santidad; o la victoria personal, aun cuando el proyecto familiar se debilite o hasta fracase.
Si, Dios trabaja en nosotros y nos da el deseo y el poder para que hagamos lo que a él le agrada, entonces podemos desarrollar relaciones familiares sanas, complementarias y exitosas. Que duren hasta que la muerte nos separe. Confiando en Dios podemos unirnos a lo que él está haciendo en y al través nuestro. Consagrados a él podemos consagrarnos a nuestra familia. Así, abundaremos en la paz y daremos honra a Dios en el día a día de nuestras relaciones familiares.
A esto los animo, a esto los convoco.
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