Sabias, amadoras de sus esposos

Tito 2.4,5

FlyerMaker_05102019_201003Cada vez más crece el número de mujeres que no aman a sus maridos, que no son amadoras de sus maridos. Les son fieles, pero no los aman. Viven con ellos, pero no los aman. Los apoyan y toleran, pero no los aman. Los ayudan y defienden, pero no los aman. Ciertamente es difícil amar a los maridos y puede haber muchas razones para no hacerlo. Pero si estamos interesados en preservar la salud del sistema familiar al que pertenecemos, debemos saber que este requiere del que las esposas sean amadoras de sus maridos. En las versiones inglesas de la Biblia, a la indicación de ser “amadoras de sus maridos”, se antepone la expresión “que sean sabias[i], que sean amadoras de sus maridos”. Así que amar al esposo requiere de sabiduría, del que la mujer muestre buen juicio, prudencia y madurez en sus actos y decisiones.

Uno de los elementos que forman y evidencian este amor sabio es, interesantemente, la prudencia de la esposa. Sofrón es un término interesante, lo mismo se traduce: sensible, discreta, prudente, juiciosa. Sofrón es la persona que limita su propia libertad y habilidad con una manera apropiada de pensar. Así demuestra su dominio propio respecto de sus pasiones y deseos. Es quien voluntariamente pone límites a su libertad de experimentar y manifestar sus emociones. En el amor al esposo se requiere de Sofrón porque las relaciones conyugales y filiales generan muchas y muy complejas emociones. Las mujeres, en particular, son movidas por las emociones que resultan del desencanto, las expectativas incumplidas y las tensiones resultantes de la relación de su esposo con sus hijos. Así, no resulta exagerado decir que, en tanto esposa y madre, la mujer se encuentra entre la espada y la pared.

Ser amadoras del esposo, significa que este sea primero en tiempo y en preferencia. Sin embargo, resulta explicable que la mujer se sienta prioritariamente inclinada emocionalmente en favor de sus hijos. Es decir, que su acercamiento a los hijos sea eminentemente emocional y que, si acaso hay un principio de razonamiento en él, este quede bajo el imperio de las emociones. Dado que las emociones alteran el ánimo, afectan la capacidad para comprender tanto a las personas como las circunstancias que se enfrentan. Valeria Sabater propone que en tales casos, tampoco importarán las evidencias observadas, porque todo hecho objetivo y racional es deliberadamente ignorado o desechado en favor de la «verdad» asumida por los propios sentimientos.

Una de las tendencias más comunes del llamado razonamiento emocional en el caso de las relaciones conyugales-filiales es que ante las crisis existenciales de los hijos, las madres se inclinan a interpretarlas parcialmente, asumiendo que estas se explican en función de los errores o deficiencias de su padre, mismo que resulta ser su propio marido, en la mayoría de los casos. Interpretar la realidad de los hijos parcialmente, animadas por este instinto maternal, no resulta en una aproximación objetiva, sensata e incluyente a la problemática que les preocupa. La parcialidad que resulta de las emociones las vuelve ciegas y sordas y, por lo tanto, incapaces de contribuir de manera adecuada a la superación de las crisis personales y familiares en su conjunto.

Las omisiones y los excesos de los esposos provocan el surgimiento o el fortalecimiento de emociones enfermas en las mujeres. Pero, también el juicio emocional que hacen de ellos y de la dinámica provocan lo mismo. Así, pronto se tiene que luchar con emociones autogeneradas, mismas que no necesariamente resultan de la realidad enfrentada sino de la interpretación que se hace de la misma. Cuando esto sucede nos encontramos ante un problema tan complejo que no puede ser interpretado ignorando la dimensión espiritual del mismo. A tomar en cuenta esta dimensión espiritual es a lo que ahora invito a las esposas que me escuchan. Las disfuncionalidades personales y familiares son evidencia de la condición espiritual de las personas y de sus familias. Evidencian qué tanto de Cristo hay en nosotros y en nuestra dinámica familiar. La manera en que somos personas y familia revela nuestros valores, convicciones y la razón y el propósito de nuestra fe. También muestra que tan fuertes somos ante los embates de nuestro adversario, el diablo.

Finalmente, Pablo sustenta su argumento a favor de que las mujeres sean amadoras de sus maridos, pues así, no deshonrarán la palabra de Dios. Como creyentes, en nuestro matrimonio ponemos en juego mucho más que la suerte del mismo. Ponemos en juego la credibilidad del evangelio. Para los de la propia casa y para los de afuera. Dada la trascendencia que esto implica tenemos que referirnos a la importancia definitiva de la relación de la esposa con Cristo. Insistimos en que la relación conyugal empieza y termina siendo una cuestión espiritual. La mujer, como el hombre, sólo puede dar testimonio de Cristo en su relación conyugal si está llena de Cristo.

En particular las mujeres cristianas han aprendido a identificar la fortaleza de su fe con cuestiones meramente secundarias. Tienen que ver con cosas más de forma que de fondo. Se niegan al placer, al humor, a todo lo que su cultura personal considera relajado. Pero, no siempre esto coincide con el cultivo de la sabiduría, del juicio, en el día a día de sus relaciones. No siempre llevan a Cristo a la cama conyugal, o a la cocina, o al como de la relación con los suyos. Y resulta que tales son los espacios en los que somos llamados a honrar la palabra de Dios, prioritariamente. Las relaciones conyugales y familiares son el espacio primario de la fe. La manera en que honramos a Dios en ellos determinará el cómo lo honramos en las otras áreas de nuestra vida.

Estar llena de Cristo implica, desde luego, haber nacido de nuevo. Pero, también mantenerse llena del Espíritu Santo. La razón es sencilla: como en el todo de la vida del creyente es Dios [quien] trabaja en ustedes y les da el deseo y el poder para que hagan lo que a él le agrada. Filipenses 2.13 NTV Es en la comunión con Cristo que la mujer adquiere la intención, la sabiduría y el poder para relacionarse con su marido honrando a Dios y siendo testimonio del amor y del poder divino.

[i] Que muestra buen juicio, prudencia y madurez en sus actos y decisiones.

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