Creer lo que necesitamos creer.

2 Pedro 1.3-11

Todos tenemos fe, cierto. Todos creemos en algo. En una época en la que cada vez menos personas van a la iglesia y cada vez más creyentes la abandonan, la gente sigue teniendo fe. En junio del 2019, el prestigiado diario británico The Times, publicó un estudio de la Universidad de Kent, demostrando que el 70% de quienes se asumen ateos y el 90% de quienes se consideran agnósticos (los que no niegan creer en Dios, pero no están seguros de poder comprenderlo), creen en alguna forma de poder sobrenatural que se expresa en fuerzas del bien y del mal.

Esto no significa que ateos y agnósticos tengan fe en el Dios de Jesucristo. Como, tampoco significa que todos quienes aseguran, aseguramos, tener fe la tengamos en el sentido bíblico de la misma. Alguien ha propuesto que, en no pocos casos, el problema consiste en que confundimos la fe bíblica con el deseo. Es decir, que estamos dispuestos a creer posible aquello que deseamos, lo que asumimos necesitar, lo que nos gustaría que fuera y lo que pudiéramos evitar, lo que no deseamos para nuestra vida y la de los nuestros.

Como pastor he aprendido a prestar mucha atención a las oraciones de mis ovejas. Me doy cuenta de que, en la mayoría de los casos, su gratitud tiene que ver con lo que Dios hace en su favor o lo que les da: alimento, ropa, techo, salud, recursos, etc. Y que sus declaraciones de fe también tienen que ver con lo que esperan recibir de Dios: alimento, ropa, techo, salud, recursos, etc. No se preguntan si es lo que conviene, sólo lo piden y si no lo reciben se molestan o decepcionan. Ello porque su deseo no se cumplió.

El hecho es que la cristiandad vive una condición de deformación de la fe. La razón para servir a Dios, para evitar el hacer cosas malas y hacer cosas buenas, etc., se sustenta en la creencia de que actuando así podremos convencer a Dios para que él nos conceda lo que le pedimos.

Se asume la fe como una especie de energía interior que tiene el poder de lograr, de hacer y de evitar aquello que nos perturbe, lastime o duela. La fe se asume como esa convicción, ese convencimiento que desata el quehacer divino, más aún, que lo manipula en nuestro favor.

Desde luego, cada día son más los que convencidos de que en esto consiste la fe se van decepcionando de Dios, no pueden comprender cómo es que si están tan seguros de que tal cosa va a suceder o no, no suceda lo que espera que pase. Desde luego, esta fe sustentada en el interés personal y sujeta a las circunstancias como las motivadoras de la misma difícilmente puede resultar una base sólida que sustente y facilite el desarrollo de las cualidades que el apóstol Pedro enumera en nuestro pasaje.

Cuando Pedro nos anima a añadir a la fe virtud, se refiere a la fe no tanto como la firme seguridad de que Dios va a hacer lo que le pedimos, sino a la convicción de que Dios es el Creador de todo, dador de nuestra salvación en Cristo y el gobernante de todo lo que existe, empezando por nuestra propia vida.

Tal es lo que significa el término pistis, traducido como fe. Podemos notar, entonces, que el contenido de nuestra fe, la esencia y estructura de la misma es nuestra confianza de que Dios es el Señor y que todo lo que él ha dicho es verdad. Por lo que la seguridad de nuestra vida, nuestra salvación y nuestra comunión eterna con Dios, descansa en él.

Ahora bien, San Pablo asegura en Romanos 14: Pues no vivimos para nosotros mismos ni morimos para nosotros mismos. Si vivimos, es para honrar al Señor, y si morimos, es para honrar al Señor. Entonces, tanto si vivimos como si morimos, pertenecemos al Señor. Cristo murió y resucitó con este propósito: ser Señor de los vivos y de los muertos.

En este pasaje encontramos revelado el para qué de nuestra vida: si vivimos… [dice el Apóstol] es para honrar al Señor. También encontramos el porqué de ello: porque pertenecemos al Señor. Y, Pablo nos revela el cómo es que Dios nos ha hecho suyos: porque Cristo murió y resucitó con ese propósito: ser Señor de los vivos y de los muertos.

Así, la fe tiene que ver con esta vida. Cuando resucitemos no necesitaremos tener ni fe ni esperanza. Ello, porque la fe tiene que ver, como hemos dicho, con el cómo, con el para qué y con quiénes y de qué forma vivimos nuestro aquí y ahora. Cuando estemos con el Señor todo aquello que esperábamos por la fe, lo estaremos viviendo.

Pero, vivir aquí y ahora para Dios requiere de fe. Sí, requiere de conocimiento acerca de quién es Dios, de cuál su propósito. Conocimiento acerca de quiénes somos nosotros, de cuál es nuestro llamado. Porque sólo quien sabe lo que Dios es, hace y se propone hacer en y con nosotros, puede añadir a su fe las otras cualidades -características-, propias de nuestra condición de santos.

Uno de los problemas de los cristianos contemporáneos es nuestra ignorancia acerca de los fundamentos de nuestra fe y del cómo nuestro llamamiento afecta y dirige nuestra vida. Al desconocer, deformamos nuestra fe. Dejamos de creer conforme a la Palabra de Dios y cada uno de nosotros cree lo que quiere creer, no lo que Dios ha dicho ni lo que conviene creer.

Pervertimos el contenido, la razón, el objetivo y la vivencia de la fe. Esto explica la confusión, la frustración y el abandono consecuente de la fe en el Dios de Jesucristo de no pocas personas.

La fe cristiana es una fe bíblica. Creemos en el Dios de Jesucristo, en su mensaje, en su enseñanza. Nuestro Señor Jesús dijo que los que creemos en él somos sus discípulos y somos llamados a hacer discípulos suyos.

Es decir, somos llamados a hacer nuestras las cosas que él nos ha revelado y a enseñar a otros las mismas. Sólo quien crece su fe en la enseñanza de Cristo estará seguro y capacitado para trascender las circunstancias de la vida. Mateo 28

La vida cristiana no es una vida de adivinanzas, el cristiano no vive jugando a los dados ni echando volados para saber qué es lo que conviene y debe hacer. El cristiano tiene la fuente de revelación para la vida más perfecta, completa y poderosa. No en balde, San Pablo asegura que la fe viene por el oír de la Palabra de Dios.

No basta con creer en Dios, debemos ir a su Palabra para saber quién es, cuál es su propósito eterno, cómo actúa y que demanda de nosotros. En esto consiste nuestra fe, en conocerlo y, al creer que es quién es y que ha dicho lo que ha dicho, vivir en consecuencia con ello.

Desde luego, la fe tiene que ver con la confianza de que es verdad que él ha prometido que nos dará todas las cosas que pidamos en su nombre. Esto de su nombre quiere decir que nos dará todo lo que pidamos en conformidad con su propósito y voluntad. Que lo hará en la medida de que nos esforcemos en honrar en el todo de nuestra vida. Así que podemos pedir, confiados, lo que nos hace falta y, aún, llevar a él los deseos de nuestros corazones confiando que, en su bondad, él responderá conforme a su amor, su poder y su misericordiosa voluntad.

Pero, debemos comprender que los milagros que recibimos son una señal y no el cumplimiento de su propósito. Marcos 16 Que son señales por cuanto apuntan, señalan, hacia algo mayor y más importante. Quien, cuando va por carretera, llega a una señal y se queda en ella, la disfruta, la hace suya, cierto que podría tener razón para sentirse satisfecho. Pero, el hecho es que, haber llegado a la señal no significa que ha llegado a su destino. Para hacerlo, tiene que ir más allá de la señal, tiene que alcanzar lo que está señala..

A veces, nos quedamos atrapados en la señal, en los milagros. Gastamos nuestra fe en lo inmediato, lo que se acaba, lo que no trasciende y nos perdemos de alcanzar el gran propósito de Dios. En parte esto se debe a que, al desconocer la Palabra y, por lo tanto, el contenido, propósito y trascendencia de nuestra fe, nos volvemos egoístas y cortoplacistas. Nos interesa lo que nos satisface, a nosotros y a los nuestros, aunque su tiempo sea corto y, a final de cuentas, intrascendente.

Hemos dicho que los cristianos somos llamados a crecer. Por ello, quiero retar a ustedes a que crezcamos en el conocimiento de nuestra fe. Y a que nos propongamos y esforcemos para por añadir a nuestra fe, virtud; a nuestra virtud, entendimiento; al entendimiento, dominio propio; al dominio propio, constancia; a la constancia, devoción a Dios; a la devoción a Dios, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor.

Como pastor lamento y me entristezco profundamente al enfrentar el analfabetismo bíblico de no pocas de mis ovejas, es decir, su profundo desconocimiento de lo que la Biblia dice y enseña. Mi corazón gime cuando escucho oraciones que sólo se ocupan de la vida presente, de la vida de quien ora y que ignora, o no atiende, el llamamiento especial que Dios nos ha hecho para que le sirvamos y acompañemos en la tarea de la redención de la humanidad. No pocas de las oraciones que escucho están enfocadas en quien ora y no en el Dios a quien se ora.

Quien va a la Palabra descubre si lo suyo es fe o pensamiento mágico. El Espíritu le redarguye amorosamente y lo guía en la tarea de volverse a Dios para dar el fruto de vida que le es propio. Les reto, entonces, mis amados hermanos, en especial a quienes me reconocen como su pastor, para que nos propongamos abundar en el conocimiento de nuestra fe y en el crecimiento espiritual que nos permita honrar a Dios en el todo de nuestra vida.

Porque, no vivimos para nosotros mismos ni morimos para nosotros mismos. Si vivimos, es para honrar al Señor, y si morimos, es para honrar al Señor. Entonces, tanto si vivimos como si morimos, pertenecemos al Señor.

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