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Pasos Iniciales para el Estudio de la Biblia

18 septiembre, 2009

La lectura de la Biblia por sí sola no es suficiente para el crecimiento integral del cristiano. La lectura bíblica debe ser enriquecida mediante el estudio constante, profundo y aplicado, en el día a día, de la Palabra de Dios. Desde luego, estudiar así la Biblia requiere del interés, la disposición y el compromiso para dedicar el tiempo y los recursos materiales necesarios para tan importante tarea.

Son tres los pasos iniciales para el estudio bíblico:

  • La lectura sistemática de toda la Biblia. Es recomendable proponerse leer toda la Biblia siquiera una vez al año. La organización de los libros bíblicos facilita una mejor comprensión del contenido, el propósito y la aplicación de la Palabra.
  • La investigación del contexto histórico y cultural de la Biblia. Herramientas básicas para esto son los diccionarios y los atlas bíblicos. La Internet proporciona el acceso libre a valiosos recursos de este tipo.
  • La elección de hilos conductores. Conviene elegir alguno de los grandes temas bíblicos como hilo conductor tanto de la lectura, como del estudio de la Biblia: Jesucristo, el amor de Dios, la economía de la salvación, etc., son algunos de tales temas.

Desde luego, quien está interesado en conocer mejor la Palabra de Dios, requiere del auxilio del Espíritu Santo. Por ello debe orar constantemente pidiendo la iluminación que le permita conocer y entender mejor lo que el Señor tiene para él al través de su Palabra.

No puede dar uvas de sí misma

5 septiembre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

Juan 15.1-11

Una de las características de quienes son llamados por Dios a salvación y al ministerio es el deseo, la necesidad, de dar fruto. Es decir, de vivir de tal manera que la vida propia tenga sentido, propósito e impacte a otros para bien. Surge en el creyente deseoso de agradar a Dios una inquietud por compartir con otros lo que él mismo ha encontrado. Quizá a esto se refería nuestro Señor Jesucristo cuando indica que del que cree en él, “de su interior brotarán ríos de agua viva”. Juan 7.38

Sin embargo, sucede que quien quiere compartir con otros aquello que ha descubierto de Dios, lo que ha transformado su propia vida, pronto descubre una cuestión fundamental: la capacidad para compartir y aún impactar en la vida de los otros, es directamente proporcional al grado de intimidad en la relación personal con Cristo. Pero, también descubre que el deseo mismo, la necesidad, de llevar al otro a Jesucristo se da igual proporcionalidad a la profundidad de la relación personal con Cristo. A más Cristo, mayor necesidad de compartirlo, de que los otros cambien su vida y reciban el gozo de la presencia del Señor.

En nuestro pasaje, el Señor Jesús establece el principio que fundamenta y explica lo que aquí decimos. Tanto en lo que se refiere al deseo de producir fruto, como lo que tiene que ver con la capacidad para producirlo. RVA traduce Juan 15.5 así: “El que permanece en mí y yo en él, este lleva mucho fruto,  porque separados de mí nada podéis hacer”. Comprender este principio de la permanencia resulta fundamental. Se refiere al propósito y compromiso del creyente para persistir en su fe. Este propósito ser constante en la fe es causa y efecto de la relación profunda con Cristo. Dios honra nuestra fe, no la ignora sino que la recompensa. Quien le busca no resulta defraudado, le encuentra y recibe de él lo que el Señor ha determinado darle. Lucas 11.10 La consecuencia natural de buscar a Dios es más de Dios en nosotros.

Hay dos cuestiones que hacen evidente la necesidad de un poder superior al propio, de una fuerza mayor que la que tenemos cuando se trata de compartir a Cristo con otros. Primero, el sentido de urgencia que resulta de la condición vulnerable, riesgosa y hasta trágica que el otro está viviendo. La segunda cuestión es el amor que tenemos por el otro. A mayor amor, mayor necesidad del bien del otro. Mientras más le amamos, más nos duele su condición y mayor interés tenemos en que su suerte cambie.

Pero, también, a mayor amor y mayor interés, más evidente nuestra propia incapacidad para convencer, animar y aún cambiar al otro. La razón es sencilla, nosotros, apenas ramas, no podemos dar uvas de nosotros mismos. Este de nosotros mismos es la clave para entender las palabras de Jesús.

La buena noticia, el motivo de nuestro gozo en medio de las circunstancias que vivimos, es que Jesucristo, nuestro Señor, es la vid verdadera y nosotros somos sus ramas. Como sabe quien conoce lo mínimo acerca de la botánica, la vida y la fuerza de las ramas resulta de la savia que fluye desde las raíces y al través del tronco. Así, Jesús promete que: “El que permanece unido a mí, yo unido a él, da mucho fruto”. Vs 5.  Por ello, sin importar nuestras limitaciones personales, sí podemos dar fruto. No de nosotros mismos, pero sí de aquel quien está en nosotros y en quien vivimos, nos movemos y somos. Hechos 17.28

Les hablo así para que se alegren conmigo y su alegría sea completa”, dice Jesús. O, como traduce RVA: “Estas cosas les he hablado para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea completo”. El término que se traduce por alegren o gozo, es una metonimia. Lo que Jesús hace es asumirse él mismo como el gozo del creyente. El “se alegren conmigo”, no se refiere solo a alegrarse por estar en compañía de Jesús, sino que él mismo es la sustancia del gozo del creyente.

Jesús dijo que él no podía hacer nada por sí mismo. Juan 5.30 Pero ello no significaba que no pudiera hacer lo que había recibido de su Padre hacer, y lo que, por lo tanto, deseaba hacer. Dado que su Padre estaba con él, podía hacer todo lo que agradaba al Padre. En la misma línea, el Señor ha hecho una grandiosa promesa para los suyos: “Antes bien,  como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman”. 1 Corintios 2.9

Nosotros podemos hacer y lograr todo aquello que el Padre ha puesto en nuestro corazón hacer. Filipenses 2. 13 Podemos alcanzar con el poder de su Palabra a los que amamos y confiar que el Señor hará la obra redentora en ellos. Podemos ser agentes de cambio efectivos, como lo fueron los primeros cristianos de quienes se dijo que trastornaban al mundo entero. Hechos 17.6 Sí, podemos ser y hacer todo esto, siempre y cuando permanezcamos unidos a nuestro Señor Jesucristo.

Ordena tu Casa

3 septiembre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

Isaías 38

porque morirás. Le dijo Isaías a Ezequías, por mandato de Dios. No siempre resulta un placer el que el siervo de Dios visite nuestra casa. En ocasiones, lo que tiene que decirnos de parte del Señor no resulta agradable, ni esperanzador.  Es fácil comprender el que Ezequías haya volteado su rostro a la pared y orado pidiendo que el Señor le concediera más tiempo de vida. También resulta fácil comprender que quien amaba tanto la vida, su propia vida, hubiera llorado amargamente.

Generalmente, quienes se ocupan de esta historia exaltan el que Dios haya escuchado la oración de Ezequías y le haya concedido quince años más de vida. Es decir, enfatizan el hecho de la misericordia divina y del poder de la fe. Por ello animan a quienes están en su lecho de muerte a que oren con fe y confíen que Dios puede sanarlos… como a Ezequías. Y es cierto. Dios, en su misericordia, escucha el clamor de sus hijos y con frecuencia responde positivamente a la petición que le hacen.

Sin embargo, quienes solo se ocupan del hecho milagroso dejan de lado dos cuestiones importantes. La primera, que más vida no significa necesariamente más sabiduría, ni una mejor vida. La mera lectura de los pasajes subsecuentes nos muestra que, quizá, hubiera sido mejor para Ezequías y los suyos que el Señor no hubiera respondido a su oración. En efecto, Ezequías, al celebrar sus quince años más de vida atrajo la maldición sobre su pueblo y sobre sus hijos. La historia es sencilla, el rey de Babilonia se enteró de que Ezequías había estado enfermo y le envío cartas y un regalo celebrando su recuperación. Ezequías estaba tan contento de haber sanado y honrado por la visita de los mensajeros de Baladán, que “les mostró todos sus tesoros”. Cuando Isaías se enteró, vino a Ezequías y le advirtió que llegaría el día en que “todo lo que sus antepasados habían atesorado hasta ese día, sería llevado a Babilonia. Además, algunos de sus hijos y descendientes serías llevados para servir como eunucos del rey de Babilonia”. La falta de prudencia, la sensación de seguridad y poder resultantes del milagro recibido, hicieron que Ezequías convirtiera la bendición recibida por él, en una maldición para los suyos. No deja de llamar poderosamente mi atención la respuesta de Ezequías al Profeta: “Lo que ha dicho el Señor es bueno”, porque pensaba: “Al menos mientras yo viva, habrá paz y seguridad”. Ezequías quiso más vida, para él; no porque pensara en el bien de los suyos y de su pueblo.

Lo segundo que se deja de lado es que después de quince años, Ezequías durmió y fue enterrado en los sepulcros de los hijos de David.2 Re 20.21. El milagro no evitó la muerte, solo la pospuso. Más aún, el milagro hizo evidente la necesidad de que Ezequías ordenara su casa. Parece que el milagro le hizo olvidar la instrucción, la palabra, que Dios le había dado al través del Profeta: ordena tu casa. No la ordenó, no tuvo dominio propio, y la consecuencia fue que los suyos resultaran dañados y que la herencia de sus padres fuera robaba por Babilonia.

Así que, sin importar los años de vida con que se cuente, es responsabilidad de todos ordenar la casa. El orden no tiene que ver con la muerte, sino con la vida misma. Esto empieza por el poner orden en las relaciones personales. El advenimiento de la muerte destaca la importancia de arreglar, redimensionar, ajustar los modelos de relación familiar en que participamos. Hay que cerrar ciclos, dicen algunos. Perdonar y pedir perdón, arreglar hasta donde sean posibles los diferendos con la familia, etc.

También tiene que ver con el anticipar las posibles causas de desorden provocadas por nuestra ausencia. Hay padres que, respecto de sus bienes, actúan como los niños que van por la calle pateando un bote. Nunca lo recogen, solo lo echan más adelante. Son los padres que se niegan a aclarar y formalizar lo que tiene que ver con su herencia. Algunos, dadas las dificultades y diferencias que ya enfrentan, prefieren dejar a sus hijos y parentela el problema de arreglar lo que solo competía a ellos mismos hacerlo. Desde los inmuebles, hasta las cosas más pequeñas. La muerte amplifica el poder de división que la herencia tiene.

Sobre todo, ordenar la casa, también implica el ponerse a cuentas con Dios. Privilegiar el cultivo de la comunión y el afirmamiento de la fe. Ordenar la casa significa poner en orden los fundamentos de nuestra fe. ¿Qué es lo que creemos? La muerte, ¿derrota o victoria? ¿Mejor la vida en la tierra, que el descanso en el Señor? Nuestra fe, ¿resulta suficiente para la vida, pero insuficiente ante el hecho de la muerte?

Es un acto de fe asumir que nuestro hombre exterior se va desgastando día a día. Un pasaje desconocido y poco apreciado es Hebreos 9.27. Nos informa que “está establecido que los hombres mueran…” Tal hecho forma parte de nuestra fe. Y conviene que nos preparemos para cuando esta palabra se cumpla en nuestra vida. Podemos hacerlo porque, en Cristo, la muerte es apenas el paso a la eternidad. Porque nuestra muerte anuncia la vida plena, abundante, que Cristo ha ganado para nosotros. Podemos hacerlo, además, porque el hecho de nuestra muerte dará paso a esa dimensión de la eternidad en la que habremos de gozar de la comunión perfecta, libre de dolor y llanto, con nuestro Dios.

Sí, aunque todavía tengamos quince años más de vida por delante, conviene ordenar la casa.