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La de la Maternidad no es una Tarea Fácil

15 mayo, 2011

La de la maternidad no es una tarea fácil. Las mujeres que son madres han de vivir enfrentando en primer lugar, no los retos de los hijos, sino el desafío que los mismos representan a su propio ser y quehacer. Contra lo que pudiera parecer, la fuente de las dificultades maternales no son los hijos, sino las propias limitaciones, reales o supuestas, que las mujeres enfrentan para proteger, formar y satisfacer las necesidades de sus hijos.

La maternidad hace evidente lo mejor de las madres, sus capacidades y virtudes; al mismo tiempo que pone de manifiesto lo peor de las mismas, sus limitaciones y, en no pocos casos, su incapacidad para cumplir las expectativas propias y de terceros, mismas que no siempre son, ni saludables ni propias de su tarea materna. De cualquier forma, la maternidad no es una tarea fácil.

De lo que la Biblia nos enseña respecto de la tarea materna, comprendemos que la maternidad consiste en una sucesión de etapas encaminadas a la emancipación, la autonomía, de los hijos y, en consecuencia, la de la madre misma. Es decir, aunque la maternidad es un estado que no termina sino con la muerte de la madre (pues se sigue siendo madre aún de los hijos muertos), el cómo de la relación maternal estará determinado por la edad y las circunstancias de los hijos. En la niñez, la madre, de manera particular, desarrolla una relación simbiótica con sus hijos. Se convierte en la primera fuente de cuidado, provisión y decisiones de los niños. El éxito o la consumación de la tarea materna en esta etapa consisten en propiciar que sus hijos vivan plenamente su niñez. Que el niño viva con gozo, libre para experimentar la vida, siendo amado y participante de un entorno familiar equilibrado, empoderante. Entorno que propicie en el niño el desarrollo de su espiritualidad integral, el amor y gusto por lo bello, lo sano, lo que trasciende, todo ello a la luz del fortalecimiento de su connatural fe en Dios.

En la etapa de la adolescencia, la tarea de los padres consiste, principalmente, en proporcionar la guía y el ánimo que sus hijos requieren en la búsqueda de su propia identidad. Se trata de ofrecer de manera objetiva una propuesta de los valores espirituales, morales y éticos, que el adolescente requiere para estar listo para su emancipación. Es esta una etapa de crisis, por lo que los padres tienen que aprender a buscar de manera constante el equilibrio entre la disciplina y la libertad, como elementos fundamentales de su tarea paterna. La tercera etapa, la más larga del quehacer materno, es la que está determinada por la adultez de los hijos. En esta, la tarea de la maternidad consiste en el acompañamiento respetuoso de la autonomía y responsabilidad de los hijos. Parte del reconocimiento del derecho que los hijos tienen de ser ellos, así como de la responsabilidad que los mismos tienen respecto de las decisiones tomadas, ya pasiva, ya activamente.

Cada etapa tiene sus propias expresiones de conflicto, riesgo y crisis. Quienes son madres, pueden identificar las fuentes de dolor que corresponden a cada una de ellas. Pero, otra vez, no se trata, primero, de las dificultades que los hijos viven, sino del cómo es que sus madres las enfrentan. Buen ejemplo es la ansiedad de las madres cuando no saben el paradero de sus hijos adolescentes, mientras que estos están tranquilos porque saben que, ellos mismos, están bien. No siempre lo que las madres ven, temen o esperan, tiene razón de ser. Así que, en no pocos casos, el dolor materno es causado no por la realidad sino por sus expectativas incumplidas.

De tal suerte, la de la maternidad es una tarea que no puede realizarse sólo en las fuerzas de la mujer que es madre. Lo que la madre es, por mucho y muy valioso que esto sea, no es suficiente, ni para ella, ni para sus hijos y su familia toda. Necesita de algo, más bien, de alguien más. Toda madre que está comprometida en su tarea maternal necesita de Dios.

Primero, porque Dios es la fuente de la vida que, en cada madre engendra, vidas nuevas, las de los hijos. Así, la vida de los hijos, lo que pasa con ellos, es tarea compartida entre Dios y las madres de estos. Dios, quien entrega a las mujeres la libertad de convertirse en madres, asume un papel de acompañante interesado, escucha atento y proveedor complementario de las fuerzas y los recursos maternos. La maternidad es una sociedad, entre la madre y Dios, mismos que enfrentan juntos las alegrías y las tristezas provocadas por los hijos. Y, sobre todo, es una sociedad solidaria cuando la madre y Dios tienen que enfrentar, impotentes, las situaciones que son propias de cada hijo; aquellas que resultan de sus decisiones o de las vicisitudes o incidencias de la vida misma.

En segundo lugar, las madres necesitan de Dios para crecer en sabiduría y discernimiento respecto de lo que sus hijos son y de lo que ellos hacen y enfrentan en la vida. La comunión con Dios da a las madres un sentido de perspectiva. Les permite ver más que el aquí y el ahora de sus hijos. Les permite prevenir y les permite mantener la fe y la esperanza, ser visionarias, cuando pareciera no haber razón para ello. En la comunión con Dios las madres encuentran razón para sentirse seguras, para mantenerse en equilibrio, ante los hechos de la vida de sus hijos. La comunión con Dios se traduce en sabiduría, fortaleza y poder personales que, desde luego, pueden ser puestos al servicio de los hijos.

Finalmente, las madres necesitan de Dios para seguir siendo ellas mismas, mujeres antes que madres. La maternidad es un rol, una función a desarrollarse, pero no es el todo de la vida de las mujeres. Mientras menos es ella misma, menos funcional como madre resulta. En Dios la mujer encuentra la razón de su ser y hacer en ella misma, puesto que Dios está en ella y él es la razón de su vida. Estando ella misma en equilibrio, puede permanecer firme ante las alegrías y las tristezas de la maternidad. Pudiendo así desarrollar la empatía necesaria para ser la clase de madre que sus hijos necesitan en cada etapa de sus vidas.  Aún cuando se identifiquen mental y afectivamente con sus hijos, las madres necesitan mantener la distancia necesaria que les permita seguir siendo ellas, crecer como personas y abundar en el desarrollo y los logros de su propia identidad. La madre que se ahoga en las alegrías o en las tristezas de los hijos, no cumple con su papel de modelo y no contribuye a la emancipación y autonomía de sus hijos.

Dios ama a las mujeres y se identifica con las que son madres. Pero, ni ama más  las que son mamás, ni ama menos a las que no lo son. Dios quiere estar en comunión con todos, también, y a veces me parece, especialmente, con las mujeres. Así que a las mujeres a quienes la maternidad les resulta una tarea difícil, siempre les queda el abundar en su comunión con Dios y así estar en condiciones de ser plenamente mujeres… y también madres, si así está bien que lo sean.

La Consagración de los Hijos

11 septiembre, 2009

Interés y preocupación constante de los padres es la suerte de sus hijos. Es decir, la condición en que estos se encuentran en cada etapa de sus vidas. Animados por tal interés y preocupación los padres hacen y deshacen todo lo que está a su alcance con tal de poder asegurar que las circunstancias de sus hijos sean buenas y que los mismos estén a salvo de todo mal.

Sin embargo, bien pronto, los padres descubren que no tienen ni las capacidades ni las oportunidades para evitar el sufrimiento de sus hijos. La Biblia cuenta que José y María acudieron al templo a consagrar al pequeño Jesús a Dios. La consagración de los hijos es una práctica establecida por Dios y tiene dos propósitos. El primero consiste en hacerlos sagrados. Es decir, dedicarlos a Dios para que lo sirvan y honren en todo lo que hagan. El segundo propósito consiste en invocar la permanente dirección divina en la vida de los hijos. Los padres que consagran a sus hijos quieren que Dios los dirija porque saben que la dirección divina les protege de todo aquello que pueda dañarlos.

La consagración de los hijos es una ofrenda que los padres hacen a Dios. Con ella no obligan a sus hijos, pero Dios, que conoce el corazón de los padres, se asocia a ellos y toma en cuenta su deseo. Más aún, lo honra. A su manera y en su tiempo sale al encuentro de los hijos consagrados y los llama a vivir para él y bajo su dirección protectora. Vale la pena, por lo tanto, consagrar a Dios los hijos que nos ha dado.

No puede dar uvas de sí misma

5 septiembre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

Juan 15.1-11

Una de las características de quienes son llamados por Dios a salvación y al ministerio es el deseo, la necesidad, de dar fruto. Es decir, de vivir de tal manera que la vida propia tenga sentido, propósito e impacte a otros para bien. Surge en el creyente deseoso de agradar a Dios una inquietud por compartir con otros lo que él mismo ha encontrado. Quizá a esto se refería nuestro Señor Jesucristo cuando indica que del que cree en él, “de su interior brotarán ríos de agua viva”. Juan 7.38

Sin embargo, sucede que quien quiere compartir con otros aquello que ha descubierto de Dios, lo que ha transformado su propia vida, pronto descubre una cuestión fundamental: la capacidad para compartir y aún impactar en la vida de los otros, es directamente proporcional al grado de intimidad en la relación personal con Cristo. Pero, también descubre que el deseo mismo, la necesidad, de llevar al otro a Jesucristo se da igual proporcionalidad a la profundidad de la relación personal con Cristo. A más Cristo, mayor necesidad de compartirlo, de que los otros cambien su vida y reciban el gozo de la presencia del Señor.

En nuestro pasaje, el Señor Jesús establece el principio que fundamenta y explica lo que aquí decimos. Tanto en lo que se refiere al deseo de producir fruto, como lo que tiene que ver con la capacidad para producirlo. RVA traduce Juan 15.5 así: “El que permanece en mí y yo en él, este lleva mucho fruto,  porque separados de mí nada podéis hacer”. Comprender este principio de la permanencia resulta fundamental. Se refiere al propósito y compromiso del creyente para persistir en su fe. Este propósito ser constante en la fe es causa y efecto de la relación profunda con Cristo. Dios honra nuestra fe, no la ignora sino que la recompensa. Quien le busca no resulta defraudado, le encuentra y recibe de él lo que el Señor ha determinado darle. Lucas 11.10 La consecuencia natural de buscar a Dios es más de Dios en nosotros.

Hay dos cuestiones que hacen evidente la necesidad de un poder superior al propio, de una fuerza mayor que la que tenemos cuando se trata de compartir a Cristo con otros. Primero, el sentido de urgencia que resulta de la condición vulnerable, riesgosa y hasta trágica que el otro está viviendo. La segunda cuestión es el amor que tenemos por el otro. A mayor amor, mayor necesidad del bien del otro. Mientras más le amamos, más nos duele su condición y mayor interés tenemos en que su suerte cambie.

Pero, también, a mayor amor y mayor interés, más evidente nuestra propia incapacidad para convencer, animar y aún cambiar al otro. La razón es sencilla, nosotros, apenas ramas, no podemos dar uvas de nosotros mismos. Este de nosotros mismos es la clave para entender las palabras de Jesús.

La buena noticia, el motivo de nuestro gozo en medio de las circunstancias que vivimos, es que Jesucristo, nuestro Señor, es la vid verdadera y nosotros somos sus ramas. Como sabe quien conoce lo mínimo acerca de la botánica, la vida y la fuerza de las ramas resulta de la savia que fluye desde las raíces y al través del tronco. Así, Jesús promete que: “El que permanece unido a mí, yo unido a él, da mucho fruto”. Vs 5.  Por ello, sin importar nuestras limitaciones personales, sí podemos dar fruto. No de nosotros mismos, pero sí de aquel quien está en nosotros y en quien vivimos, nos movemos y somos. Hechos 17.28

Les hablo así para que se alegren conmigo y su alegría sea completa”, dice Jesús. O, como traduce RVA: “Estas cosas les he hablado para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea completo”. El término que se traduce por alegren o gozo, es una metonimia. Lo que Jesús hace es asumirse él mismo como el gozo del creyente. El “se alegren conmigo”, no se refiere solo a alegrarse por estar en compañía de Jesús, sino que él mismo es la sustancia del gozo del creyente.

Jesús dijo que él no podía hacer nada por sí mismo. Juan 5.30 Pero ello no significaba que no pudiera hacer lo que había recibido de su Padre hacer, y lo que, por lo tanto, deseaba hacer. Dado que su Padre estaba con él, podía hacer todo lo que agradaba al Padre. En la misma línea, el Señor ha hecho una grandiosa promesa para los suyos: “Antes bien,  como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman”. 1 Corintios 2.9

Nosotros podemos hacer y lograr todo aquello que el Padre ha puesto en nuestro corazón hacer. Filipenses 2. 13 Podemos alcanzar con el poder de su Palabra a los que amamos y confiar que el Señor hará la obra redentora en ellos. Podemos ser agentes de cambio efectivos, como lo fueron los primeros cristianos de quienes se dijo que trastornaban al mundo entero. Hechos 17.6 Sí, podemos ser y hacer todo esto, siempre y cuando permanezcamos unidos a nuestro Señor Jesucristo.