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El Salmo 91, una Cuestión de Fe

4 enero, 2010

El Salmo 91 sólo puede ser leído desde la fe. Contiene declaraciones que, sin el don de la fe, resultan difíciles de aceptar puesto que en muchos no se han cumplido, no se están cumpliendo y, con toda seguridad, nunca habrán de cumplirse. Cuestiones tales como caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará, resultan emocionantes, esperanzadoras, pero no siempre se hacen realidad en la vida de los creyentes. Dígalo, si no, la familia de Melquisedec Angulo Córdova, quien fue el único que cayó ante las balas de Beltrán Leyva y sus secuaces; y cuya madre y hermanos fueron asesinados en su propia casa, en venganza por la muerte del narcotraficante. Melquisedec y los suyos, fieles creyentes y seguidores de nuestro Dios. O díganlo aquellos creyentes que en los últimos meses hubieron de enfrentar la enfermedad, la pérdida de seres amados, conflictos familiares y/o económicos, etc. Sí, para quienes han pasado por los valles de sombra y de muerte, resulta difícil leer el Salmo 91, sin el don y la gracia de la fe.

Sí, quien no tiene fe y se acerca a Dios desde una perspectiva exclusivamente natural, humana, encontrará muchas dificultades, no solo en leer, sino en comprender y hacer suyo este hermoso salmo.

El salmista es un hombre de fe y tiene fe porque ha conocido a Dios y ha habitado al abrigo del Altísimo y bajo la sombra del Omnipotente. Como la suya, nuestra experiencia vivida con Dios trasciende, va más allá, de las cuestiones que no comprendemos del Señor, de nosotros y de la vida misma. Es indudable que el salmista conoció el lado oscuro de Dios: su silencio, su inacción, su alejamiento. Sin embargo, también ha conoció el lado luminoso del Omnipotente: el cuidado, la atención y el amor evidente, palpable, del Señor. Es ello y no lo que no ha tenido ni recibido de Dios, lo que determina el cómo de la relación del salmista con su Señor. No los silencios, sino el susurro amoroso; no la inacción, sino las veces que la mano fuerte de Jehová se ha manifestado en su favor; no su alejamiento, sino los momentos plenos en los que el salmista supo que Dios estaba con él y de su lado. Todo esto es lo que construye una relación de confianza y de esperanza en el presente y para el futuro. Es decir, el salmista no sólo se pone al cuidado de Dios, sino que se dispone a seguir creyendo como posible aquello que ha puesto delante del Señor.

Es esta una cuestión importante. Veamos por qué. La declaración contenida en el verso 8: ciertamente con tus ojos mirarás y verás la recompensa de los impíos, parece evidenciar que el salmista enfrentaba una situación similar a la de todos los que servimos a Dios. Con frecuencia enfrentamos el hecho de que a quienes no lo sirven les va mejor que a nosotros que nos sacrificamos y esforzamos por servirle. Les va mejor, o cuando menos así lo parece. El hecho es que, en no pocas ocasiones, nos preguntamos si vale la pena servir a Dios; si, de veras, vale la pena hacer lo que él nos ordena aún a costa de nuestra paz y nuestra seguridad, y seguir esperando que él sea nuestro protector, que él responda a nuestras peticiones y derrame las bendiciones que le pedimos.

Quien conoce a Dios, desde adentro, como el salmista, no deja de enfrentar tales momentos de confusión, incredulidad y aún, de rebeldía. Pero, también, adquiere un conocimiento y una experiencia que resulta indispensable para salir adelante. En efecto, el salmista cierra su salmo con lo que parece ser una intromisión divina. Como si Dios le quitara la pluma y se metiera en la escritura del salmo para hacer una declaración importante y aclaratoria, respecto del conflicto que el salmista insinúa:

Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré; le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre.

Me invocará, y yo le responderé; lo libraré y le glorificaré. Lo saciaré de larga vida y le mostraré mi salvación.

Y, Dios habla de cuestiones torales, no solo importantes, sino las más importantes en cuestión de la relación entre el hombre y él mismo. Primero, habla del amor. Dios dice que conocen su misericordia, su provisión y su cuidado quienes aman a Dios. Comprender a Dios, permanecer unidos a él, requiere del amor… no del enamoramiento. Es el compromiso amoroso de quien se relaciona con Dios desde el principio del te amo aunque no respondas a mis expectativas, te amo aunque no te comprenda. Estoy comprometido a mantener mi relación contigo, amándote. Además, Dios habla de la obediencia. Conocer su nombre, significa someterse a su voluntad y actuar según la misma. Renunciar a nosotros mismos: a lo que deseamos, a lo que nos hace falta, lo que esperamos, estando dispuestos a que él sea y haga en nosotros conforme a su propósito. El amor nos lleva a la obediencia y esta, paradójicamente, nos lleva a amar más a Dios, pues en la misma descubrimos lo profundo de su amor, de su sabiduría y de su fiel propósito para con nosotros.

Es a quienes lo aman y obedecen a quienes Dios promete responderles, estar con ellos, librarlos y glorificarlos; saciarlos de larga vida y mostrarles su salvación. Si nos fijamos, la promesa de Dios resulta trascendente, adquiere una dimensión de eternidad. Tiene que ver con el momento presente, sí, pero mucho más que con el mismo. Los impíos están atados, en su prosperidad, al momento presente. Este se acaba, no trasciende. En cambio, quienes aman y obedecen al Señor trascienden las circunstancias actuales. Estas no tienen el poder para definirlos, ni, mucho menos, para derrotarlos.

San Pablo dice que, en Cristo, y en medio de todas estas cosas (tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada), somos más que vencedores. La victoria consiste, según el Apóstol, en que nada podrá separarnos [jamás] del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro. Como el salmista, Pablo descubre que lo importante en la vida no es lo que nos pasa, sino lo que resulta de ello. Los impíos gozan de una prosperidad que tiene como fruto su fracaso; los creyentes encuentran que el fruto de su dolor, sus fracasos, sus angustias no es su destrucción, sino su victoria.

Abraham, Oseas, Sadrac, Mesac y Abed-nego, el mismo Señor Jesús enfrentaron momentos difíciles provocados por la voluntad divina. Todos ellos y muchos han descubierto que quien permanece fiel al Señor, comprueba siempre, que el Señor es fiel con quienes lo honran y los honra, los pone en alto. Quien así sirve al Señor, descubre que, en efecto, quien se ha dispuesto a habitar al abrigo del Altísimo está y estará siempre bajo el cuidado divino y será fortalecido, en todas las cosas, por aquel en quien ha puesto su confianza.

Sí, no cabe duda que habitar al abrigo del Altísimo, el confesar que Dios es nuestra esperanza, nuestro casillo, aquél en quién confiamos, es, sobre todo, una cuestión de fe.

¿Quién será mi Mensajero?

27 septiembre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

Isaías 6

Los creyentes recibimos un doble llamado de Dios. El primero, a aceptar la salvación que él nos ofrece por medio de Cristo. El segundo, a cumplir con una tarea específica, particular e irrepetible. Al ser salvos, se desarrolla en nosotros una capacidad especial para ver y oir lo que nos rodea. Mientras más profundizamos en ese estado de salvación-comunión al que hemos sido llamados, tenemos una capacidad mayor para ver lo que no es aparente. Más aún, para mirar de otra manera lo que nuestros ojos ven, y para escuchar de manera distinta lo que nuestros oídos oyen. Tal el caso de Isaías.

Isaías era sacerdote, como nosotros. Como sacerdote tenía un lugar privilegiado en el templo para observar y participar de las ceremonias religiosas que ahí se realizaban. Con toda seguridad, el día del relato, se celebraba un “culto de acción de gracias” por el rey Ozías. Isaías veía lo mismo que sus compañeros sacerdotes, lo mismo que el pueblo. Pero, también miraba otras cosas. Primero, miraba que la devoción mostrada a Dios en el templo, contrastaba con formas de vida, personales y comunitarias, en las que Dios era ignorado. El entusiasmo religioso no era correspondido con la fidelidad de lo cotidiano. El sabía de la situación que había llevado a Dios a reclamarle a Israel: “Todo es música de arpas, salterios, tambores y flautas, y mucho vino en sus banquetes; pero no se fijan en lo que hace el Señor, no toman en cuenta sus obras”. Además, miraba el corazón de Dios. Es decir, como quien está cercano al ser amado, Isaías conocía el sentir de Dios respecto de lo que pasaba ese día en el templo… y en la vida cotidiana de Israel.

En ese contraste, en esa coyuntura, Isaías tiene una visión. En la visión escucha una pregunta. Y en la pregunta recibe un llamado: “¿A quién voy a enviar? ¿Quién será mi mensajero? Sorprendentemente, Isaías no pregunta ¿a dónde?, o ¿para hablar a quién? No, simplemente responde: “Aquí estoy, envíame a mí”.

¿Qué llevó a Isaías a responder de tal manera? ¿Qué buscaba, qué esperaba? ¿Éxito profesional? ¿Realización personal? ¿Riquezas, fama? Todo lo tenía. Era miembro de la minoría más influyente y rica de Israel, después de la Casa Real. Entonces, ¿lo animaba una tarea emocionante, gratificante, exitosa en sí misma? Basta leer los vvss 9 al 13, para darnos cuenta de que no había lugar para tales expectativas.

Entonces, ¿qué llevó a Isaías a unirse a Dios en una tarea tan poco prometedora?

En primer lugar, la conciencia del señorío y la magnificencia de Dios. El sabía que al Rey al que se celebra en el templo no es a Ozías, sino al Todopoderoso de Israel. Él es el centro de la vida de su pueblo. Es él quien gobierna, es a él a quien se le debe todo honor y gloria. “Sentado en un trono muy alto”. “El borde de su manto llenaba el templo”. “La tierra esta llena de la gloria del que es Santo, Santo, Santo”.

En segundo lugar, la conciencia del carácter y condición de Isaías. “Soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios impuros”. La santidad de Dios evidencia, por contraste, el pecado de Isaías. La magnificencia de Dios evidencia, también por contraste, la vulnerabilidad de Isaías. Y al tener conciencia de todo ello, también tenía conciencia de la gracia recibida. Él no era mejor que los demás, pero Dios le daba un trato diferente, especial, bendecido. Como a nosotros. Que hemos recibido, como principal privilegio, el de la salvación.

Pero hay un elemento más: Isaías oye las voces de los seres como de fuego, mira las puertas del templo temblar y ve llenarse de humo el santuario entero. Hay miles de personas congregadas en el templo y solo Isaías ve y oye. Y lo que ve y oye lo altera.

Hay quienes, como Isaías, están viendo y oyendo cosas que los que están a su alrededor ni imagina. Están alterados y están confundidos. Algunos cierran los ojos para no ver. Otros, como niños ante lo que no comprenden se enojan, con Dios o con el sujeto de su visión.

¿Qué es lo que ven? Simplemente, lo mismo que Dios ve: millones de hombres y mujeres sin Dios y sin esperanza, multitudes en aflicción, familias disfuncionales, jóvenes sin futuro, etc. E Isaías, como Dios mismo, no permanece indiferente, no puede permanecer indiferente.

Lo que hace diferente a Isaías de quienes no quieren ver y oir lo que otros no ven y oyen; y de los que ante la confusión se desesperan y aún enojan, es un par de cosas: Isaías sabe que Dios no revela nada a sus siervos, a menos que tenga el propósito de involucrarlos en lo que él está haciendo al respecto. Así que, Isaías también sabe que en lo que vemos está el llamado.

Quien se ocupa de ti para mostrarte lo que hay en su corazón, te está llamando para que lo sirvas. Su pregunta es retórica. Porque es la pregunta del que lo llena todo. Del Rey. De tu Señor. Así que, en realidad, no pregunta, te ordena que vayas.

A veces nos resistimos a salir del templo y a abandonar a Ozías, con todo lo que él representa. El hecho es que Dios ya no está en el templo, ni en las ceremonias que ahí se realizan, ni en la alegría del pueblo que celebra a Ozías. Dios ha dejado de estar en lo que te resulta cotidiano, cómodo, manejable. Dios está afuera… o en otro lugar, y es ahí a donde él te está llamando.

Algunos de ustedes están en crisis. Ven y escuchan lo que otros no. Han descubierto que ya no encajan… pero quieren seguir estando “entre el porche y el Altar”. Sólo tengo una invitación que hacerte, a ti que, sabemos, estás viendo y oyendo lo que otros no: ve y haz a donde, y lo que, el Señor te está llamando. Recuerda que en lo que ves y oyes está el llamado. Ve a él y ve con él.

Colaboradores de Dios

19 septiembre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

1 Corintios 3.1-15

A veces pareciera que la manifestación creciente del pecado de los no creyentes, o los conflictos y/o la infidelidad de los cristianos serían lo suficientemente poderosos para detener el quehacer divino. No hay tal. A pesar de nuestro pecado, a pesar de nuestra indiferencia e insensibilidad, a pesar de nuestros conflictos, Dios sigue haciendo aquello que se ha propuesto a favor de los hombres: tanto de los que aún vagan sin Dios y sin esperanza, como de aquellos que ya forman parte de la Iglesia. (más…)