Posted tagged ‘Amor’

Dios: Señor, Veraz y Amor

6 octubre, 2013

Deuteronomio 10.17-21 NVI

Hoy iniciamos una serie de cuatro reflexiones sobre los pilares de nuestra fe. La RAE define pilar como aquello que sirve para sostener otra fábrica o armazón cualquiera. También como hito o mojón que se pone para señalar los caminos. Para efecto de nuestro propósito, utilizamos el término pilar en ambos sentidos: al referirnos a las verdades únicas que sustentan nuestra fe y al hecho de que las mismas nos distinguen, nos hacen diferentes, respecto de quienes no las profesan. Creer es también pensar, como bien asegura John Stott, por lo tanto necesitamos y debemos conocer mejor los fundamentos de la fe que profesamos. Debemos asegurarnos que los sentimientos que la misma produce, tengan el fundamento de la razón bíblica. Así podremos alabar a Dios con el corazón y con el entendimiento. Salmos 119.34

El primer pilar de nuestra fe es Dios mismo. Necesitamos comprender quién es él, así como algunos de sus atributos. De las cualidades más distintivas de su carácter. Comprender esto nos ayuda a entender el cómo de nuestra relación con él, sabiendo lo que él pide de nosotros y lo que nosotros podemos esperar de él. Aquí nos ocuparemos del señorío de Dios, de su carácter veraz y de su ser amor.

Lo primero que debemos saber acerca de Dios es que él es el Señor. En el desarrollo de la teología bíblica encontramos etapas en las que, aunque sea por licencia literaria, se reconoce la existencia de otros dioses, aparte del Dios de Israel. Sin embargo, la Biblia distingue, siempre, el carácter único de Dios como Señor. Nuestro pasaje lo establece enfatizando que el Señor tu Dios es Dios de dioses y Señor de señores; él es el gran Dios…

(más…)

Eso de Celebrar el 14 de Febrero

14 febrero, 2011

Eso de celebrar el 14 de febrero como el día del amor y la amistad tiene sus bemoles. Para algunos, no pasa de ser un mero artilugio comercial que sólo tiene como propósito el beneficiar a los comerciantes. Entre la comunidad cristiana, no falta quien asegura que, como tantas otras celebraciones, la de San Valentín tiene un origen pagano y alertan sobre los riesgos de participar en tal tipo de celebraciones. Lo cierto es que pocos pueden sustraerse del atractivo de ocuparse de manera extraordinaria de un asunto que interesa a todos, la cuestión del amor y, sobre todo, del amor de la pareja.

Aun entre quienes lo celebran, el Día del Amor y la Amistad resulta en un problema para la mayoría de las parejas, ya se trate de jóvenes, adultos o viejos. Para quienes viven relaciones amorosas satisfactorias y emocionantes, el problema es, de hecho un feliz problema que consiste en encontrar la manera de manifestarle al ser amado que se le ama como nadie más puede, o podrá hacerlo. Generalmente, quienes celebran a su ser amado terminan descubriendo que lo que hace trascendente tal celebración es la convicción de que su relación es única, trascendente y plenamente satisfactoria. Así, lo que hayan podido hacer fue suficiente, para ellos y para los que aman. Pues, al fin y al cabo, sólo abundaron en la expresión de sus sentimientos y del disfrute de su relación.

Para quienes, por el contrario, participan de relaciones afectivas poco satisfactorias y desgastantes, el problema consiste en cómo hacer para sobrevivir el 14 de febrero sin comprometerse más en una relación que no les anima, pero sin provocar, al mismo tiempo, mayores daños a la misma. Porque, ¿cómo celebrar con gozo una fecha que tan poco gozo anima? Y, es que, resulta muy difícil celebrar en febrero el amor que no se ha celebrado en enero. O, más aun, prometer un día catorce aquello que difícilmente se está dispuesto a cumplir el día quince y los que le siguen.

En fin, el pomposamente llamado Día del Amor y la Amistad, viene a poner sobre la mesa lo complejo de las relaciones afectivas. Sus costos, sus logros, sus tragedias, sus expectativas. Pero, sobre todo, la profunda necesidad que los seres humanos tenemos de amar y de ser amados. No sólo de amar a aquellos a quienes nos unen lazos de sangre y de ser amados por nuestra familia. Hay una necesidad intrínseca a nuestra condición de seres humanos: la de ser amados por quienes no están obligados por razones de parentesco a hacerlo. Es esta una necesidad que trasciende los estadios de nuestra vida, la experimentamos muy pronto en la adolescencia, y seguimos viviéndola en nuestra edad adulta. Ciertamente, en la vejez seguimos disfrutando el amar y el ser amados, y, cuando la persona a quien hemos amado y nos ha amado nos ha dejado solos, seguimos suspirando y anhelando, a veces contra toda esperanza, que ella pudiera estar de nueva cuenta con nosotros.

A veces hay quienes se sienten mal consigo mismos cuando se reconocen necesitados de tener a quién amar y por quién ser amados. Desgraciadamente, en no pocos casos, se trata de personas que hay sido abusadas, engañadas o, de plano, ignoradas por otros. Aun cuando se les ha obligado a la soledad y han llegado a aceptarla como la porción que les corresponde en la vida, muy dentro suyo siguen anhelando que las cosas cambien y así puedan tener la oportunidad de cambiar la suerte que la vida –y otros- les ha deparado.

Lo cierto es que no hay nada de malo en sentir tal necesidad. Ni siquiera aquellos que se hacen a sí mismos eunucos por causa del reino, o por causa de aquellos de sus familiares a quienes dedican sus vidas renunciando al amor, dejan de experimentar tal necesidad. Simple y dolorosamente ofrecen su necesidad como una ofrenda grata a Dios y a quien sirven. Pero no lo hacen sin dolor, ni sin renunciar del todo a soñar, desear y esperar que de alguna manera se cubra tal necesidad.

Recuerdo haber preguntado a un grupo de hombres adultos, cincuentones casi todos, cuál era su más grande temor. Me sorprendió su respuesta: que mi mujer se muera. Algunos, me pareció, expresaron su temor con sus ojos rasados de lágrimas. Porque todavía no se moría la mujer a la que amaban y quien les amaba y ya les hacía falta tan especial amor. Cuando los escuché y fui testigo de sus emociones supe que no estaba yo solo, y que al extrañar a mi mujer aun cuando está conmigo, sólo estoy disfrutando del privilegio del amor y del costos que el mismo implica.

Estoy hablando de esto porque me duele, preocupa y aun aterra el menor aprecio que muchos que han sido bendecidos con el amor y con la oportunidad de amar a su cónyuge, muestran en su día a día. Parecen ignorar la importancia de la oportunidad recibida. El privilegio que Dios les ha dado. El valor del don por el que tienen que rendir cuentas. A veces, cuando veo a hombres que maltratan a las mujeres que los aman; o a mujeres que menosprecian al hombre que las ama, me pregunto qué será de ellos y ellas cuando enfrenten la soledad, la ausencia y aun el abandono de aquellos a quienes Dios escogió para que les acompañaran por la vida.

Porque, sí, hay algo místico, misterioso, en la formación de las parejas. Estoy firmemente convencido de que, en principio, el amor que las une está animado por mismo Espíritu de Dios. Los judíos creen que en cada nuevo matrimonio, Dios se da a sí mismo la oportunidad de cumplir el propósito de amor, unidad y éxito que fracasara por la desobediencia de Adán y Eva. Dios anima el amor en las parejas porque él ha descubierto que no es bueno que el hombre –ni la mujer- estén solos. Así que, quienes han, hemos, tenido el privilegio de contar con la compañía del ser amado, somos llamados a valorar, cultivar y cuidar el don recibido.

Todos necesitamos compañía, en especial de la compañía de aquellos a quienes hemos elegido amar y nos han elegido como sus amantes y compañeros de camino. En la juventud y en la edad adulta necesitamos de tales compañeros. Cuando la vida empieza, cuando empezamos a ser nosotros mismos y a caminar el camino de nuestra adultez, el amor del ser amado nos anima, empodera y da el valor para enfrentar los retos a los que la vida nos enfrenta. No sabemos a dónde vamos ni qué hemos de encontrar, pero en nuestra ignorancia el amor de la esposa, o del esposo, se convierte en suficiente razón para seguir adelante y para saber que, con la ayuda de Dios, podremos lograr lo que nos proponemos y llegar hasta donde nuestros ojos han visto. No sabemos qué, pero estamos seguros de y con quién está a nuestro lado.

En la vejez, la vida prácticamente ya no tiene secretos para nosotros. Llegamos hasta donde podíamos llegar, alcanzamos lo que estuvo dentro de nuestras posibilidades, perdidos mucho de lo que tuvimos y que nos hace falta. Pero, en el recuento de la vida, con sus logros y sus fracasos, con sus haberes y sus adeudos, la presencia del ser amado es suficiente razón para asumir que, después de todo, valió la pena vivir la vida. Que el amor, la fidelidad y la paciencia que nuestra esposa, esposo, nos han dispensado, es testimonio de que también nosotros supimos amar y reconocer en nuestra pareja la gracia divina que nos ha privilegiado.

Y es que de eso se trata. De reconocer en la persona a la que amamos y que nos ama, una gracia especial, excepcional, con la que Dios nos ha privilegiado. Nací, crecí y me he hecho viejo a la sombra del amor que mis padres se profesan. Con su cerebro preso de la enfermedad del Alzheimer, mi Padre ha podido mantener libre del poder de la demencia, su amor por Gloria su mujer y su gloria. Y es este apenas uno de los muchos testimonios que la vida nos ofrece respecto del poder del amor por sobre nuestras miserias y limitaciones. Así que termino esta rara reflexión, animando a quienes hemos sido bendecidos con el amor y la oportunidad de amar a alguien; a quien todavía tienen a su lado a la persona a quien prometieron amar y a quien le pidieron les amara, a que honremos nuestra promesa, y a que, apreciando el valor y la importancia que tienen en nuestra vida, nos propongamos honrarlos y amarlos hasta lo último. Así, si alguna vez hemos de quedarnos solos, su amor seguirá anidado en nuestros corazones y, junto con el amor de Dios, seguirá animando nuestras vidas.

Amor y Respeto

21 noviembre, 2010

Efesios 5.33

Amor y respeto es una combinación de por sí difícil y rara. Sobre todo, cuando se trata de las relaciones de pareja, de la relación matrimonial. Amor, desde luego, es quizá la palabra que más se asocia con el matrimonio, pero pocas veces se la coloca en el mismo casillero con la palabra respeto. Sin embargo, desde la perspectiva bíblica y en lo que se refiere a la relación matrimonial que representa -y quizá hasta reproduce- el misterio de la relación de Cristo con su Iglesia, amor y respeto no son uno sin el otro y ambos resultan mutuamente condicionantes.

No resulta una cuestión menor que Pablo concluya su enseñanza respecto del cómo de la relación matrimonial refiriéndose, primero, a la tarea y responsabilidad del marido. Este, enseña Pablo, debe amar a su mujer como a sí mismo. Como sabemos, el Apóstol se refiere al amor ágape y este no es un impulso que provenga de los sentimientos, no siempre concuerda con la general inclinación de los sentimientos, ni se derrama solo sobre aquellos con los que se descubre una cierta afinidad. Busca el bien de todos, no busca el mal de nadie y sí busca el hacer bien a todos, mayormente a los de la familia de la fe. (Vine, W. E.) Esta larga cita resulta de por sí interesante pues contrasta con el significado que tradicionalmente atribuimos a la palabra amor. Para empezar, el término ágape desvincula al amor de los sentimientos, por lo que amor no es lo que se siente ni siempre concuerda con ello. Amor tampoco significa estar de acuerdo, tener afinidad con el ser amado. El amor ágape tampoco es un impulso, sino una disposición.

El llamado paulino a que el hombre ame a la mujer como a sí mismo revela la sabiduría bíblica. Los hombres no siempre nos gustamos a nosotros mismos, no siempre nos sentimos bien con nosotros mismos… pero siempre estamos a favor de nosotros mismos. Buscamos nuestro bien, procuramos nuestro bienestar. Por ello, somos pacientes con nosotros mismos, mantenemos la esperanza de que llegaremos a ser mejores y buscamos la manera de lograr aquello que nos hemos propuesto. Esto es, precisamente, lo que Pablo nos pide para nuestra esposa.

Pasada la emoción propia del enamoramiento, el esposo descubre que no siempre se siente impulsado a sentir bien, respecto de su esposa. Que, contra lo que él creyó, su mujer no siempre es una fuente de renovado entusiasmo y de burbujeante alegría. Es más, no resulta raro que el marido encuentre que la afinidad (proximidad, analogía o semejanza de una cosa con otra), no es un bien presente en su relación. Que la atracción o la disposición para adecuar sus caracteres, opiniones, gustos, etc., o es cosa del pasado o nunca existió entre ambos. En tal circunstancia, el llamado bíblico es a amar a la esposa con amor ágape, es decir, con una disposición favorable independientemente de las circunstancias que se viven.

Tal disposición consiste en el mantenimiento intencional y sostenido de la búsqueda del bien de la esposa, así como el negarse de manera comprometida a buscar o propiciar el mal de su mujer. Por el contrario, persiste en el propósito de hacer el bien a su mujer y para ello se decide a privilegiar a su esposa por sobre cualquier otra relación o interés. Los hombres que son respetados por sus mujeres encuentran menos difícil el amarlas de tal manera.

Y esto nos lleva a considerar la cuestión del respeto que las esposas deben a sus maridos. El mismo es, de por sí, un tema difícil de considerar. Sobre todo porque el término respeto, de fobeo, significa tener miedo; menos cruda, pero igualmente difícil, sería la traducción reverenciar. Aun la traducción latina respectus, resulta complicada: Veneración, acatamiento que se hace a alguien. Prefiero la segunda acepción del término: Miramiento, consideración, deferencia. Porque no se trata que la esposa tema al marido, ni que se incline ante él. Se trata de que reconozca los espacios de elección, de decisión y de autonomía que son propios de su esposo y actúe en consecuencia, con madurez, consideración y aprecio.

El respeto tiene que ver con la calidad del trato que la esposa da a su marido. Nuestra cultura ha privilegiado la aparición de hombres light y de mujeres autosuficientes. Por lo general, las mujeres son presionadas para actuar con mayores responsabilidades a edades menores a las que tienen los hombres cuando se les exige que sean responsables. El carácter light de los hombres, provoca que su umbral del dolor no sea suficiente para afrontar con madurez los retos de la vida. Por lo tanto, no pocos hombres son dependientes, pasivos y seguidores… de mujeres que se asumen fuertes, capaces y autosuficientes.

Resulta natural que en tales casos las mujeres encuentren difícil el respetar a sus maridos. Pero, también sucede que mujeres que han dejado de crecer integralmente, sea por renuncia consciente o por su propia inmadurez, dejan de estar satisfechas consigo mismas y, por lo tanto, también dejan de respetarse a sí mismas. A menor respeto a sí misma, a mayor insatisfacción consigo, la esposa encontrará cada día más difícil el respetar a su marido, el tratarlo con miramiento, consideración y deferencia.

Quizá se trate de una trampa sicológica que lleva a algunas mujeres a desarrollar un mecanismo de defensa, útil para evadir la responsabilidad propia respecto de sus circunstancias. Pero, quizá se trate, también, de una inadecuada comprensión de las cuestiones espirituales. Muchas mujeres que han dejado de crecer se afana con una espiritualidad escapista, en la que la moral, los convencionalismos y los ritos religiosos son el todo; pero, al mismo tiempo, renuncia a crecer y madurar su psique, su alma: Su inteligencia, sus conocimientos, su lenguaje, su capacidad creativa, etc. Estas mujeres se vuelven activistas, pues la mucha actividad les da la sensación de que están avanzando cuando, quizá, solo están patinando en el mismo sitio.

Solo quien está en equilibrio consigo misma puede respetar a su marido… aún cuando este no haga mucho para merecer tal respeto. La razón es que el respeto al marido tiene que ver, principalmente, con lo que la mujer es y no con lo que el marido tiene, ha logrado o parece merecer.

Como podemos ver, amor y respeto son cuestiones relativas a uno mismo, antes que al otro. Tienen que ver con lo que uno es, antes que con lo que quisiéramos que el otro sea. En cierta manera, la estabilidad matrimonial es fruto de la estabilidad personal integral: Espiritual, mental y física. De ahí la necesidad de la constante conversión a Dios y sus propósitos. En cada nueva etapa de la relación matrimonial la pareja encuentra nuevos retos para el amor y el respeto. La rutina, la costumbre, la cercanía, paradójicamente, hacen más difícil que los hombres amen, se dispongan a favor de sus esposas. A mayor conocimiento de las debilidades del marido, que con el creciente deterioro físico, mental y social del mismo, son más cada día, las mujeres pocas razones encuentran para respetar a sus esposos.

Pero, es el cultivo de la comunión con Dios y la sabiduría que de ella resulta, lo que permite a maridos y esposas el hacer lo que les es propio. Llevar nuestra relación matrimonial a Cristo, ofrecérsela a Dios como una ofrenda, no la hace menos difícil, quizá, pero sí la hace más viable. Porque la gracia divina, que nos justifica, añade y quita lo que hace falta a nuestra relación. Sobre todo, porque nos fortalece y sostiene en la emocionante y difícil tarea de mantener unidos y colaborando al amor y el respeto.