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El Que Golpea a Una…

11 octubre, 2010

El que Golpea a Una, nos Golpea a Todas, es la campaña que en el año 2007 promovió el Instituto Nacional de las Mujeres, en un intento de superar uno de los más grandes males de nuestros días, la violencia en contra de las mujeres. Las cifras que registran el abuso contra las mujeres son dramáticas y nos obligan a no desentendernos más del tema de la violencia intrafamiliar.

En distintos momentos he asegurado, con no poca ironía, que las familias que sufren violencia son familias solidarias. Somos familias que protegen a sus miembros abusadores guardando silencio respecto de sus excesos, justificándolos y, aún, protegiéndolos cuando la violencia es tal que ya no puede ser disimulada. No hace mucho tiempo, uno de los periódicos de mayor circulación nacional registraba las palabras de una mujer golpeada por su marido: “No le hagan nada, es mi esposo [decía], si él quiere matarme puede hacerlo, pues para eso soy su mujer”. En otros casos, las personas abusadas, particularmente las mujeres, explican los abusos de sus agresores buscando en sí mismas la razón y/o culpa de tales excesos. “No sé que habré hecho o dicho, pero seguramente lo molesté y tuvo que castigarme”. En tratándose de los abusos de los padres, que incluyen la violencia sexual, en no pocos casos se explica tal violencia bajo el pretexto del derecho paterno a hacer con sus hijos lo que se quiera, pues “nuestros padres lo son hasta la muerte”.

De cualquier forma, la violencia intrafamiliar daña, a veces irremediablemente, a las personas. Marca de por vida al abusado y al abusador, dando pie a cadenas de maldición que se transmiten por generaciones. Quienes han sido abusados se convierten, generalmente, en abusadores. Unos y otros procuran establecer relaciones con quienes, pueden estar seguros, les ayudarán a desempeñar el rol aprendido. El abusador buscará relacionarse con una persona sumisa, y esta clase de personas procurará relacionarse con abusadores.

La violencia intrafamiliar no reconoce límites sociales, académicos, raciales ni, aunque nos cueste aceptarlo, religiosos. Desafortunadamente, en no pocos casos la conversión a Cristo no parece incluir necesariamente, el término de las relaciones de abuso intrafamiliar previas a la regeneración de las personas. Más aún, en no pocos casos, la ideología religiosa sirve como un argumento definitivo que establece como lo propio de esa familia en particular, la existencia de abusadores y abusados. Los primeros, encuentran en su nueva fe una presunta justificación de sus actitudes y conductas y quienes padecen la violencia, sublimizan su sufrimiento y lo equiparan con el de Cristo. Siendo así las cosas, están, entonces, dispuestos “a llevar su cruz hasta que el Señor así lo quiera”.

Pero, debemos saber, la violencia intrafamiliar es un problema complejo que tiene sus raíces en el pecado. Por lo tanto, nadie que ejerce o sufre tal violencia en particular, puede presumir que la misma corresponde a la voluntad de Dios. Todo lo contrario, cualquier expresión de violencia, y de violencia intrafamiliar especialmente, atenta contra la dignidad del ser humano y, por lo tanto, contra la dignidad misma de Dios. Cualquier agresión en contra de nuestro prójimo resulta en una agresión en contra de nuestro Señor y Salvador.

Paradójicamente, como ya hemos dicho, muchos de los que ejercen la violencia intrafamiliar y de los que la sufren viven en un estado de ignorancia al respecto. No saben que viven una realidad de violencia. Asumen como natural el modelo de relación que les degrada. Aquí se cumple aquel lamento divino, cuando el Señor asegura: “mi pueblo perece por falta de conocimiento”. Y es que, además de que es mentira que alguien tiene el derecho de lastimar a su pareja, hijos, hermanos, padres, abuelos, etc., la violencia intrafamiliar es mucho más que la violencia física. En no pocos casos, esta, aunque más dramática y escandalosa, palidece ante la frecuencia, grado y trascendencia de otras expresiones de la violencia doméstica.

De acuerdo con los estudiosos del tema, son cinco los tipos de violencia doméstica: el abuso físico, el emocional, la negligencia o abuso por descuido, el abuso sexual y el abuso económico. Un acercamiento al tema nos dice, entre otras cosas: que las madres son las principales abusadoras físicas de los niños menores de diez años; que las mujeres recurren con mayor frecuencia al abuso emocional, que los agresores sexuales son, generalmente, familiares cercanos de las víctimas.

Quizá usted que me está escuchando, lo está haciendo “en tercera persona”. Es decir, está pensando más o menos así: “eso le pasa a fulanita”, “sí, a mi vecino le pegaba su mujer”, “pobre gente, ¿qué podrá hacer? Pero, déjeme preguntarle lo siguiente: “usted, ¿es un abusador, o abusadora?”, “¿sufre violencia de parte de su pareja?” Para ayudarle a una mejor reflexión permítame hacerle algunas preguntas más:

  • ¿Su pareja continuamente critica la ropa que usted usa, lo que usted dice, la forma en que usted actúa, y su apariencia?
  • ¿Su pareja a menudo le insulta o le habla en forma denigrante?
  • ¿Siente usted que necesita pedir permiso para salir a ver a sus amistades o familia?
  • ¿Siente usted que, haga lo que haga, todo siempre es culpa suya?
  • Cuando usted se retrasa en llegar a casa, ¿su pareja le interroga insistentemente acerca de dónde anduvo y con quién estuvo?
  • ¿Su pareja le ha amenazado con hacerle daño a usted o a sus hijos si usted la deja?
  • ¿Su pareja le obliga a tener relaciones sexuales aunque usted no quiere?
  • ¿Su pareja ha amenazado con pegarle?
  • ¿Su pareja alguna vez le ha empujado, abofeteado o golpeado?

Si usted ha respondido sí a alguna de estas preguntas. O si usted se descubre actuando de acuerdo con alguna de tales conductas, usted y los suyos están en violencia intrafamiliar.

Así como las causas que originan la violencia intrafamiliar son complejas, superar la misma es, también, una tarea compleja, lenta y difícil. Exige cambios, tanto en la persona misma, como en la dinámica de las relaciones familiares. Exige la toma de decisiones difíciles y costosas, así como el pago de precios altos y dolorosos. Pero, si hemos sido llamados a vivir la realidad de la nueva creación, somos llamados a dejar atrás cualquier expresión de violencia que nos haya sido propia antes de venir a la luz de Cristo.

Primero, tenemos que identificar y aceptar aquellas formas y dinámicas de violencia intrafamiliar en las que participamos o participan las personas a las que conocemos. Por más dolor y vergüenza que ello implique, debemos encarar nuestra realidad y confrontar aquello que nos lastima y degrada.

En segundo lugar, debemos arrepentirnos por lo que hacemos y/o permitirnos. Es decir, debemos cambiar nuestra manera de pensar al respecto. No hay justificación alguna para ningún tipo de violencia intrafamiliar. Esta es siempre, contraria al propósito divino al crear al ser humano a su imagen y semejanza.

En tercer lugar, debemos pedir ayuda. La violencia intrafamiliar genera cadenas tan fuertes que resulta casi imposible superarlas sin ayuda de otras personas. Desde luego, el primer tipo de ayuda es la ayuda espiritual. Hemos dicho que detrás de todo problema de relaciones familiares, hay un problema espiritual. Pero, también, necesitamos del apoyo profesional: de consejería pastoral, o sicológico, siquiátrico, legal, etc., que corresponda a nuestra problemática en particular. Pedir ayuda rompe la condición básica que alienta y alimenta la violencia intrafamiliar: el secreto, el silencio.

En cuarto lugar, debemos pagar el precio para conservarnos dignos. Todo cambio genera dolor; el dolor al cambio nos lleva a renunciar al mismo. Pero, renunciar al cambio siempre provoca más dolor. No puedes ser tratado, o tratada, con mayor dignidad con la que tú mismo te trates.

“El que golpea a una, nos golpea a todas”, dice el lema de la campaña antes referida. Yo cambiaría el género de la última palabra, porque los abusadores no solo golpean a todas las mujeres, nos golpean y agraden a todos. Por ello es que debemos hacer nuestra la lucha en contra de esta terrible expresión del pecado. Déjame decirte algo, si estás sufriendo cualquier forma de violencia doméstica, no te quedes en silencio. No le creas a quien te intimida diciéndote que estás solo o sola, que a nadie le importas. Dios está contigo y le importas a él., también nos importas a nosotros y estamos contigo, queremos y podemos ayudarte. Llámanos o escríbenos (5528-8650 y casadepan@yahoo.com), y ya no dejes que te golpeen.

Para Entender la Violencia Intrafamiliar

20 septiembre, 2010

Hace algún tiempo fui invitado por el grupo de matrimonios de una iglesia citadina para hablar, se me insistió, sobre el tema de la violencia intrafamiliar. La insistencia con la que se me había pedido que fuera ese y no otro el tema a tratar me llevó, al empezar mi exposición, a preguntar cuántas de las familias ahí representadas enfrentaban situaciones de violencia al interior de sus hogares. Después de que repetí varias veces la misma pregunta, la respuesta siguió siendo la misma: silencio. Sin embargo, después de que respondieron a un sencillo cuestionario, casi las dos terceras partes de los asistentes reconocieron que, en mayor o en menor grado, se enfrentaban a situaciones de violencia intrafamiliar.

No me extrañó del todo dicha situación. Parte de las causas que explican la proliferación de la violencia intrafamiliar, hasta en las mejores familias, es precisamente el desconocimiento que se tiene respecto de lo que la misma es y cómo se manifiesta. Por lo general, se asocia la violencia intrafamiliar exclusivamente con la violencia física. Se piensa que si no hay golpes, no hay violencia. No hay tal. Paradójicamente otras expresiones de la violencia intrafamiliar son mucho más dolorosas y dañinas que la mera violencia física, ello sin menospreciar el daño e impacto de esta última. Recuerdo a una mujer que me decía que hubiera preferido, mil veces, que su padre la hubiera golpeado a que le dijera tantas cosas y tantas veces que le hacía sentir que no valía y que no le importaba a nadie.

Parecería absurdo pensar que haya quienes sufran de violencia intrafamiliar y no se den cuenta de ello. Sin embargo, un hecho que explica el porqué de tal ignorancia es la cultura familiar y social en que las personas viven y han crecido. Por ejemplo, en algunas zonas urbanas es normal ver que el hombre viaje a lomo del caballo o el burro, mientras que la mujer le sigue caminando a pie y llegando en sus brazos o espalda a uno o a más de sus hijos. Obviamente, quienes crecen mirando y participando de tal patrón relacional difícilmente considerarán que sea injusto, que se trate de una forma de violencia contra la mujer tal disparidad de trato. Sin embargo, lo es. O pensemos en nuestros hogares cristianos, cuando el domingo al volver a casa llenos del gozo del Espíritu de Dios, el hombre se siente a ver la tele o se recueste un rato –pues viene muy cansado de estar todo el día en la iglesia-, mientras su mujer le prepara la cena. Como estos, hay muchos casos que nos parecen normales, pero que esconden tras de sí severas y dolorosas formas de agresión en contra de las mujeres.

La violencia intrafamiliar tiene muchos rostros y aunque en apariencia sólo vaya dirigida a algunos de los miembros de la familia: mujeres, niños o ancianos, generalmente, termina por afectar a todos los miembros de la misma. Para comprender la complejidad de la violencia intrafamiliar y de sus consecuencias, conviene tomar en cuenta dos conceptos: abuso y maltrato. Dado que la violencia intrafamiliar es una cuestión de poder, se trata de un abuso. Es decir, del mal uso que se hace de algo o de alguien. Este mal uso tiene que ver con lo excesivo, lo injusto, lo impropio o lo indebido de la autoridad, o del mero poder, que el abusador detenta. La violencia intrafamiliar afecta a los más débiles, dado que es realizada por quienes tienen mayor poder o autoridad que estos. Tal abuso se manifiesta, y aquí tenemos el segundo concepto clave, cuando se maltrata a otro o a otros.

La cuestión del maltrato es una cuestión toral, de suma importancia, en el cómo de las relaciones familiares. Maltratar no sólo es tratar mal a alguien de palabra u obra. También es echar a perder. Porque el maltrato tiene que ver con lo que pasa aquí y ahora, es cierto; pero también produce un fruto a largo plazo. De acuerdo con el lenguaje bíblico, el maltrato planta en el corazón de las personas abusadas, raíces de amargura mismas que, como resulta obvio, sólo podrán producir frutos amargos. El término bíblico que se traduce como amargura, se refiere a un aborrecimiento amargo.

El aborrecimiento se compone de sentimientos maliciosos e injustificables, que lo mismo se tienen respecto de quien nos ha lastimado, de quien ha abusado de nosotros; como se tienen respecto de nosotros mismo. No solo se llega a odiar al abusador, sino que se termina odiándose a uno mismo. El odio empieza siendo un sentimiento de rechazo o repugnancia frente a alguien o algo, nos dice el diccionario. Sumamente doloroso resulta el que quienes han sido sistemáticamente abusados, por sus padres, esposos, hermanos o hijos, terminan, casi siempre, sintiendo que son ellos los culpables y, por lo tanto, merecedores de tantos abusos. Recuerdo, entre otras, a una mujer que habiendo sido abusada sexualmente por su abuelo materno y sus hermanos mayores, se preguntaba cómo es que podía haber sido tan mala que, ya a los cinco años, los provocaba para que abusaran de ella.

Aquí sólo apuntaremos que quienes han sido abusados llegan a sentir repugnancia de sí mismos, porque el abuso afecta de manera integral el todo de su identidad. Afecta sus pensamientos y sus emociones, creando verdaderas fortalezas espirituales, que no son otra cosa sino maneras de pensar negativas y dañinas; les afecta físicamente, puesto que produce el efecto conocido como de somatización, mismo que consiste en que los pensamientos y emociones terminan alterando la salud de la persona produciendo enfermedades y dolores reales. Y, desde luego, les afecta espiritualmente.

Quien ha sido, o está siendo abusado por aquellos a quienes ama, se vuelve más vulnerable ante los ataques del diablo, quien como león rugiente que busca a los más débiles, solo tiene como propósito el robar, matar y destruir. El ataque satánico busca disminuir la credibilidad y la confianza que la persona abusada tiene respecto a Dios. Muchos de los que han sufrido o sufren abuso, aprenden a pensar que Dios no los ama, que no le interesan y que alguna razón habrá para que Dios los esté castigando de tal manera. Cuando se rebelan contra el padre, el esposo o cualquier otro miembro que abusa de ellos, o cuando tienen algún sentimiento de ira o coraje en contra del abusador, se sienten culpables y, por lo tanto, indignos de la gracia divina. El abuso que sufren, y el dolor que del mismo resulta, apaga el gozo del Espíritu y aleja paulatinamente a la persona de la fuente de su salvación.

La buena noticia es que el Hijo del Hombre, nuestro Señor y Salvador Jesucristo, ha venido para deshacer las obras del diablo y para dar vida abundante a quienes han sido lastimados y despojados de su dignidad, su paz y su confianza. Quien ha sido abusado no tiene por qué vivir bajo el poder de sus abusadores, ni de los abusos recibidos. En Cristo encuentra el poder y la libertad para vivir una vida plena y caminar por la senda de la justicia y la paz. De esto nos ocuparemos en nuestra próxima entrega.

Mientras tanto, les invito a que hagamos nuestra la promesa del Señor que nos asegura: El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes pastos me hace descansar. Junto a tranquilas aguas me conduce; me infunde nuevas fuerzas, por amor a su nombre. Aun si voy por valles tenebrosos, no temo peligro alguno porque tú estás a mi lado; tu vara de pastor me reconforta.

Amarse a Uno Mismo

27 febrero, 2010

Pastor Adoniram Gaxiola

2 Samuel 13.10-22

Amarse a uno mismo resulta de primordial importancia. Quien se ama está en paz consigo mismo, por lo tanto puede conservar su equilibrio interior en cualquier circunstancia. Sobre todo, quien se ama a sí mismo puede mantener su dominio propio ante los retos implícitos en toda relación humana. Es más, amarse a sí mismo es una capacidad inherente a la condición de ser humano. La misma naturaleza humana, el diseño divino con que hemos sido creados hace que el amarnos, tanto como capacidad como necesidad, esté unido a nuestra identidad. Por ello quien no se ama a sí mismo sufre un desgarramiento de su identidad, pues no sólo no se ama, sino que se priva a sí mismo de lo que le es propio. Atenta contra sí mismo, de la misma manera que lo hace quien destruye las columnas que sostienen a una construcción.

Son muchas las razones que explican la falta de amor a uno mismo, el desamor. Fundamentalmente se originan tanto en el interior de la persona, como en su entorno social inmediato, la familia. La persona, al nacer, es maleable en su carácter por lo que resulta especialmente sensible a los estímulos familiares que recibe. Se dice que el carácter emocional de las personas se define en los primeros años de vida. Así, la persona no solo aprende a sentir respecto de los demás, sino que también aprende a sentir respecto de sí misma. Uso de manera reiterativa la expresión aprende a sentir, porque  no necesariamente lo que la persona siente respecto de sí mismo y respecto de los demás es natural, propio de su identidad. Más bien, aprehende lo que los demás sienten y perciben de ella. Es decir, hace propio, coge, lo que los demás tienen para ella. Dada su inmadurez emocional, la persona no tiene el juicio que le permite distinguir lo verdadero de lo falso, lo propio de lo impuesto, lo bueno de lo malo.

Un personaje bíblico que nos permite entender mejor esto es Absalón, el hijo de David. Absalón fue uno de los 19 hijos varones de David y tuvo una hermana. La familia de David era una familia en extremo disfuncional. El padre era un hombre pasional, inestable y sensual. Sus hijos sufrieron las consecuencias del pecado de su padre, fueron marcados existencialmente por el ambiente familiar, especialmente Absalón. En él podemos descubrir un peculiar sentido de lealtad familiar, protege y venga su hermana por la deshonra ocasionada por su hermano mayor, Amnón. Pero, también traiciona a su propio padre, al extremo de ponerlo en peligro de muerte. La historia de David y Absalón descubre a un hijo consentido, que había aprendido a sentirse superior, con mayor derecho y enfermamente cercano y enfrentado a su padre.

Absalón difícilmente podía amar a otros, puesto que no estaba en equilibrio consigo mismo… no parece que pudiera amarse a sí mismo.

Los conflictos de los padres, el alejamiento entre ellos y la separación de facto que los hijos pueden percibir, así como el abandono real o virtual que enfrenten, atenta contra el amor propio de estos. Lo mismo sucede con las relaciones diferenciadas y privilegiadas respecto de los hijos, los que resultan menos favorecidos por sus padres aprenden que no hay en ellos qué los haga dignos de ser amados. Pero, también, los que son amados en exceso aprenden a sentir lo que no es propio, lo que no les ayuda a desarrollar y conservar el equilibrio interior. Como Amnón sienten que los demás están a su servicio y disposición, necesitan someter a los otros para sentirse completos, todavía dignos de ser amados.

Si todo esto resulta importante y digno de ser tomado en cuenta, no es, con todo, lo más importante. Dios creó al hombre para vivir en comunión con él, lo hizo digno [merecedor] de ser amado y Dios es el primero que ama al ser humano de manera incondicional. Porque lo ama, el hombre es lo que más importa a Dios, más que la naturaleza, más que el Universo, más que los ángeles. Por amor al hombre, Dios entregó a su propio Hijo con el fin de recuperar la relación de amor que inicialmente se propuso. Sin embargo, el diablo no sólo ha querido arrebatarle a Dios su gloria y señorío; ya que no pudo hacerlo se propuso arrebatarle a quien Dios más ama: el hombre, creado a su imagen y semejanza. Satanás quiso hacer del hombre un ser indigno de ser amado, por ello es que, según la enseñanza de Jesús nos revela: el diablo ha venido a robar, matar y destruir lo que de Dios hay en el hombre.

Lo interesante es que Satanás destruye dando, incrementando aquello que daña al hombre. Santiago nos enseña que el pecado, el errar, empieza cuando cada uno de su concupiscencia es atraído y seducido. [1.14] Una traducción más actual dice que cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seduce. [NVI] Los malos deseos, la concupiscencia, no son otra cosa sino deseos desordenados.

La construcción de nuestro carácter, desde la infancia, generó, desarrolló deseos de dos clases: deseos ordenados y deseos desordenados. Los primeros animan y fortalecen lo que nos es propio, la superación, el gusto de lo bueno, el servicio a los demás. Los deseos desordenados, por el contrario, animan y fortalecen actitudes y conductas que atentan contra nuestra dignidad propia y, por lo tanto, dificultan de manera creciente el que nos amemos a nosotros mismos.

Más y más de lo que los deseos desordenados producen, poder, sensualidad, dinero, promiscuidad, etc., nunca producen mayor amor propio. Como Absalón, no se amó más cuando derrocó a su padre, ni siquiera se amó más cuando se acostó con las mujeres de David. Por eso es el diablo nos quita dándonos. Él sabe que mientras más tengamos de lo que es fruto de nuestros deseos desordenados, más vacíos estaremos y menos razón tendremos para amarnos a nosotros mismos.

Jesucristo dijo que él había venido para destruir las obras del diablo y para que nosotros tuviéramos vida en abundancia. ¿Cómo lo hizo? Recuperando en nosotros el amor del Padre. No que el Padre hubiera dejado de amarnos, sino que nuestro pecado hizo que dejáramos de ser amables; es decir, dignos de ser amados. Lo hizo, destruyendo las obras del diablo y dándonos un nuevo espíritu, una nueva manera de pensar y de sentir. Pablo lo define así: Pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino un espíritu de poder, de amor y de buen juicio. [2 Ti 1.7]Es decir, en Cristo ha traído a nosotros el equilibrio perdido y, por lo tanto, ha recuperado la paz que nos permite amarnos a nosotros mismos y amar a nuestros semejantes.

Siempre me ha parecido excepcionalmente importante y atractiva la declaración paulina: Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. [Fil 4.7] Lo importante es la promesa: la paz de Dios guardará nuestros corazones y pensamientos. Es decir, lo que sentimos y lo que pensamos. El término sugiere que la paz de Dios pondrá una guardia militar que impida el ataque del enemigo. Más aún, resulta interesante que el Apóstol se refiere, como paz, a la armonía entre Dios y el hombre y, por consiguiente la armonía de este consigo misma y, en consecuencia la capacidad para poder permanecer en equilibrio en las vicisitudes de las relaciones humanas.

En conclusión

La Biblia nos enseña que en y por Cristo, aquellos que han perdido el derecho de ser amados por Dios y por lo tanto la capacidad de amarse a sí mismos, recuperan tanto el derecho como la capacidad de hacerlo. Pero, también nos enseña que se ama a sí mismo quien se sabe amado por Dios y permanece en una relación nutricia con su Señor. Enseña que nuestro amor a nosotros mismos se nutre del amor que el Padre nos tiene y manifiesta. Que, a final de cuentas, nos amamos con el mismo amor que somos amados.

Y que ese amor en nosotros, el amor de Dios, recupera definitiva, aunque paulatinamente, el equilibrio interior que nos permite ser libres del poder de nuestros más íntimos deseos desordenados. Sabiéndonos amados, podemos amarnos a nosotros mismos.