Archive for the ‘Vida Cristiana’ category

Poniendo toda Diligencia

6 noviembre, 2011

2 Pedro 1.3-11

Poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor.

San Pedro

La vida del creyente es, dice el escritor bíblico, como la luz de la aurora que va en aumento hasta que el día es perfecto. Proverbios 4.18 San Pablo, por su lado, nos invita a olvidar lo que queda atrás y proseguir al blanco de nuestra soberana vocación, Cristo. Filipenses 3.13 Por ello resulta tan importante el dicho de nuestro Señor Jesús, en el sentido de que los creyentes sin fruto se secan, son cortados y echados al fuego, donde arden. Juan 15.6

Tales aseveraciones hacen claro el hecho de que los cristianos somos llamados a crecer, progresar y alcanzar, día a día, niveles más altos de conocimiento, amor y servicio. Es en este contexto que iniciamos el estudio de la exhortación de San Pedro para que, poniendo toda diligencia, nos esforcemos por añadir virtud sobre virtud a nuestra vida toda.

Nuestro punto de partida es el hecho incontrovertible de que los creyentes somos llamados a vivir una vida nueva. Nueva en su calidad, en su propósito y en su sentido. Quienes hemos renacido en Cristo somos, dice la Escritura, nueva creación. 2 Corintios 5.17 Siendo nosotros mismos diferentes a lo que éramos antes de Cristo, no resulta válido el que nuestra vida nueva sea una mera extensión de nuestra pasada manera de vivir.

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Somos Iglesia

17 julio, 2011

Romanos 12.1-10

Ser Iglesia es un gran privilegio. Ser “miembros los unos de los otros”, también lo es. Por ello, precisamente, el Apóstol Pablo nos previene sobre la singular importancia que tiene el que, al referirse a la Cena del Señor, nos llama a discernir el cuerpo de Cristo. Esto significa, fundamentalmente, que al participar del símbolo de nuestra comunión con, y en, Cristo, tengamos conciencia de lo que significa ser Iglesia, miembros del cuerpo de Cristo.

La Iglesia es mucho más que una organización humana. Es el pueblo de Dios. Es un cuerpo místico, santo y sumamente valioso para el Señor. Quien viene a Cristo, viene a la Iglesia. Ambas incorporaciones son gracia, porque es por la misericordia divina que somos salvos e insertados en el cuerpo de Cristo. Quien recibe tal gracia es llamado a vivir de una manera especial, honrando a Dios en todo lo que es y hace, y, sobre todo, haciendo suyo el propósito mismo del Señor: la redención de quienes vagan sin Dios y sin esperanza.

A diferencia de la gran mayoría de las organizaciones sociales, la Iglesia no tiene como razón de ser a sus propios miembros. La Iglesia es, ante todo, un espacio de servicio. En ella, los miembros son capacitados, fortalecidos y entrenados en aras de que, individual y corporativamente, cumplan la tarea que se les ha encargado. Es este, por lo tanto, el primer espacio de discernimiento al que somos llamados.

En efecto, no debemos olvidar que el cuerpo de Cristo está al servicio de Cristo. Que la Iglesia no es un espacio confortable, ni una organización dedicada al bienestar de sus miembros. No, la Iglesia es ese ejército al servicio de Dios, dedicado, en cuerpo y alma, a anunciar las obras maravillosas de Dios. Quienes olvidan esto encuentran que permanecer en la Iglesia, haciendo de su propio bienestar la razón de su permanencia y servicio, terminan confundidos, decepcionados y llenos de amargura. Es que están fuera de lugar. Hay una contradicción en ellos mismos y entran en contradicción con el resto del cuerpo de Cristo.

Somos Iglesia para servir, siendo el primer espacio de nuestro servicio la proclamación del evangelio de Jesucristo. El segundo espacio de tal servicio es el que se ocupa de la edificación del cuerpo de Cristo. Es decir, todo aquello que hacemos, animados por el Espíritu Santo, para que nuestros hermanos en la fe crezcan en todo hacia Cristo, que es la cabeza del cuerpo. Efesios 4.15ss

En algún momento de su ministerio a los corintios, el Apóstol Pablo confesó su preocupación por la salud de la Iglesia, diciéndoles que, en su opinión, sus reuniones les hacían daño en vez de hacerles bien. 1 Corintios 11.17. Comprendo bien el dolor y la frustración que llevaron al Apóstol a decir tal cosa, porque yo pienso lo mismo de algunos de los miembros de mi iglesia. Me temo que su asistencia dominical les hace más daño que bien. Que batallan para asistir (por eso es que faltan con tanta facilidad); y que, en no pocos casos, habiendo superado distancias, costos y otros problemas, cuando regresan a casa se sienten incómodos, insatisfechos y, quizá, hasta defraudados… por Dios… por su pastor, por los demás hermanos.

Como en Corinto, hay entre nosotros quienes están enfermos y débiles, y también algunos han muerto. La razón es una, participamos de la comunión de los santos sin fijarnos que se trata del cuerpo del Señor. Es decir, nos acercamos a la comunión de la iglesia como la hacemos con cualquier otra agrupación social: buscando nuestro confort, comprometiéndonos lo menos posible en la tarea común, responsabilizando a los otros de nuestra propia condición y del estado general de la iglesia.

Dios, por su Palabra, nos llama a examinarnos a nosotros mismos. 2 Corintios 13.5 ¿Por qué y para qué eres y estás en la Iglesia? ¿Cómo estás cumpliendo la tarea que Dios te ha encomendado? ¿Qué clase de mayordomo eres respecto de los dones que has recibido? ¿Cuál es tu aporte cotidiano a la edificación del cuerpo de Cristo, de tus hermanos en la fe?

La iglesia la formamos todos. Cada quien aporta a la salud o a la enfermedad de la misma. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia es mucho más que nosotros. Es también espacio del quehacer divino. Dios conoce nuestra condición, sabe de nuestro cansancio, de nuestra pérdida de fe, de nuestras luchas cotidianas, sí. Pero, él no ha renunciado a su propósito con y al través de la Iglesia. Sigue trabajando para presentársela a sí mismo como una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga. Efesios 5.25ss

Toca a nosotros tomar una decisión vital respecto de nuestro ser Iglesia. O entramos en sintonía con el Señor, o nos rebelamos a su autoridad y propósito. Nada va a destruir a la Iglesia. Ni siquiera nuestra falta de discernimiento, mucho menos nuestra falta de compromiso, fidelidad y santidad. Somos nosotros los que necesitamos de la Iglesia, por lo que, para permanecer en ella debemos estar dispuestos a la negación de nosotros mismos. Hablo a cada uno de ustedes en particular y les exhorto: disciernan correctamente el cuerpo de Cristo. Aprecien el privilegio que han recibido al formar parte del cuerpo de Cristo. Asuman la tarea específica que Dios les ha encargado al injertarlos en la Iglesia. Vuélvanse a Dios y hagan lo que él es ha llamado a hacer. No vale la pena permanecer en la Iglesia si no estamos dispuestos a servir al Señor en lo que, y como, él nos ha llamado a servir.

Tampoco sería sabio el decidir apartarse de la Iglesia, para evitar el conflicto de permanecer a contra corriente en la misma. No, es este un tiempo de conversión, de volvernos a Dios, de ocuparnos de recuperar nuestro primer amor. Son estos tiempos de oportunidad para nosotros, y el que podamos comer el pan y beber el vino de la alianza, así lo demuestra. Dios, en su amor, compasión y paciencia, hoy nos da la oportunidad de venir a él y unirnos en él. Nos da, entonces, la oportunidad de comprobar que permanecer en la Iglesia, sirviendo, es fuente de bendición, regocijo y gratitud creciente ante el hecho de su fidelidad.

Nadie, ni Nada, Primero

10 julio, 2011

Lucas 9.57-62

El nuestro es un pasaje interesante, es un pasaje incómodo. Acostumbrados a pensar en Jesús como una persona bonachona, comprensiva, condescendiente, etc., sorprende escuchar en sus labios demandas tan tajantes y tan, en apariencia, intolerantes. ¿Qué para Jesús la familia no es importante? ¿Qué Jesús no se da cuenta, o no le afectan, los asuntos importantes de la vida? ¿Qué se cree Jesús cuando exige que sus asuntos sean más importantes que los de quienes le hacen el favor de seguirlo?

El hecho es que Jesús, Dios mismo, no nos pide nada que no resulte congruente con lo que él ha hecho por nosotros. A veces olvidamos lo que el Señor ya ha hecho, cuando sólo nos enfocamos en lo que necesitamos o deseamos que él haga en y por nosotros. Pero, lo que Dios ha hecho por amor a nosotros es lo más valioso, y lo más costoso, que nadie pueda hacer en nuestro favor. Juan nos lo recuerda de una forma hermosa y contundente: … Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna.

Lo que el Señor ya ha hecho por nosotros, el costo y la importancia eterna de ello, es suficiente sustento para cualquier exigencia que él haga de nosotros. Sobre todo, porque la obra redentora no es un evento atado al pasado, sino un proceso que se renueva día en día y que sólo se consumará en la eternidad misma. Ello implica que Dios sigue haciendo en nuestro favor aquello que contribuye a nuestra salvación y a nuestro crecimiento. Dios sigue ocupado en la tarea de facilitar el que tanto en lo individual como corporativamente, todos lleguemos a estar unidos por la fe y el conocimiento del Hijo de Dios, y alcancemos la edad adulta, que corresponde a la plena madurez de Cristo. Efesios 4.13

Ahora bien, el estudio de nuestro pasaje revela los dos extremos del llamado y compromiso cristiano. Primero, ante el espontáneo ofrecimiento de alguno, nuestro Señor tiene el cuidado y la decencia de prevenirle respecto de los costos del discipulado cristiano. El Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza, le advierte. Ello no sólo hace referencia a la precariedad económica, sino al riesgo que resulta del ser llevados por el viento [que] sopla por donde quiere, y aunque oyes su ruido no sabes de dónde viene ni a donde va. Así son también todos los que nacen del Espíritu. Juan 3.8 En el otro extremo, nuestro Señor advierte que quien ha asumido los costos y aún así se ha determinado a seguirlo, debe cumplir y completar la tarea recibida. De otra manera, su vida y su seguimiento resultarán en un fracaso. La TLAD traduce el no es apto (RVA), no sirve (DHH), del versículo 62, de esta manera: Al que se pone a arar el terreno y vuelve la vista atrás, los surcos le salen torcidos.

El centro de la enseñanza tiene que ver con el que nadie, ni nada, sea primero que nuestra fidelidad, nuestro seguimiento y nuestro servicio a Cristo. Desde luego, seguir a Cristo es ser uno con él. Tal el significado y la trascendencia del bautismo en agua. Pero esto, que empieza siendo una experiencia interna, se hace evidente en lo público, en el cómo de nuestras relaciones con la Iglesia y con los que no han sido redimidos.

El servicio cristiano empieza en la Iglesia. Es en la participación de la vida de la misma que inicia el principio de preferir a Cristo por cualquier otra persona o cosa. Preferir a Cristo es preferir a la Iglesia porque esta es el cuerpo del Señor. Ello implica, por lo tanto, la necesidad de dar una atención prioritaria a la vida de la comunidad de fe que es la iglesia particular, la congregación, en la que el Señor nos ha llamado a servir. Asistencia fiel, participación comprometida, servicio mutuo, serían los indicadores de nuestra fidelidad a Cristo en relación con nuestra forma de ser Iglesia.

El servicio cristiano se perfecciona en la evangelización. La Iglesia ha sido llamada a servir a los enfermos, a llamar a los pecadores al arrepentimiento. Lucas 5.31,32 La tarea de la redención humana es la tarea principal y prioritaria de Dios. Nada le resulta más importante que el que los hombres sean salvos. Por ello, es que Dios el Padre estuvo dispuesto a ofrecer a su propio Hijo en la cruz del Calvario. No resulta extraño, por lo tanto, que quien ha pagado tan alto precio, no sólo el que representa la pérdida, sino el de la entrega voluntaria del don más preciado –su Hijo-, pida que nosotros actuemos en consecuencia.

Aquí conviene tomar en cuenta que los problemas no son, necesariamente, conflictos. Que los problemas escalan al nivel de conflictos como resultado de nuestra percepción. Para los hombres de nuestro pasaje, la muerte y la atención de los familiares se convirtieron en un conflicto porque no supieron dimensionarlos ante el llamado de Jesús.

No es que no fueran importantes, pero eran menos importantes que seguir a Cristo. Además, enterrar a nuestros muertos y atender a nuestros familiares puede ser el espacio de oportunidad donde el diablo nos atrapa, impidiendo así que cumplamos con la tarea superior que se nos ha encargado. Desde luego, esto nos lleva al conflicto. ¿Cómo podemos abandonar a nuestros familiares? ¿Cómo podemos desentendernos de aquello que nos resulta tan importante?

La respuesta tiene que ver con la fe, con lo que sabemos y lo que creemos de Dios. Entre lo mucho que podríamos destacar al respecto, sólo nos ocuparemos de una promesa bíblica: Pero el Señor es fiel, y él los mantendrá a ustedes firmes y los protegerá del mal. 2 Tesalonicenses. 3.3 Quienes seguimos al Señor a pesar de todo, poniéndonos en situación de riesgo, pronto comprobamos la fidelidad divina. Vemos cómo Dios toma el control de todo aquello que nos preocupa, lo resuelve de acuerdo a su voluntad y nos sostiene y fortalece en medio de la prueba.

Concluyo recordando, y animando a que sigamos su ejemplo, a los jóvenes judíos quienes ante el riesgo de ser asesinados por quien les exigía privilegiar sus vidas por sobre sus convicciones, respondieron: Nuestro Dios, a quien adoramos, puede librarnos de las llamas del horno y de todo el mal que Su Majestad quiere hacernos, y nos librará. Pero, aun si no lo hiciera, sepa bien Su Majestad que no adoraremos a sus dioses ni nos arrodillaremos ante la estatua de oro. Daniel 3.17,18 Sólo cuando vayamos más allá de lo que ahora nos ocupa y preocupa, descubriremos el poder de Dios. Sólo cuando estemos dispuestos a poner nuestros pies en el agua, corriendo los riesgos que ello implique, estaremos en condiciones de que nuestros surcos sean rectos y podremos así cumplir la tarea que se nos ha encomendado.