Poniendo toda Diligencia
2 Pedro 1.3-11
Poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor.
San Pedro |
La vida del creyente es, dice el escritor bíblico, como la luz de la aurora que va en aumento hasta que el día es perfecto. Proverbios 4.18 San Pablo, por su lado, nos invita a olvidar lo que queda atrás y proseguir al blanco de nuestra soberana vocación, Cristo. Filipenses 3.13 Por ello resulta tan importante el dicho de nuestro Señor Jesús, en el sentido de que los creyentes sin fruto se secan, son cortados y echados al fuego, donde arden. Juan 15.6
Tales aseveraciones hacen claro el hecho de que los cristianos somos llamados a crecer, progresar y alcanzar, día a día, niveles más altos de conocimiento, amor y servicio. Es en este contexto que iniciamos el estudio de la exhortación de San Pedro para que, poniendo toda diligencia, nos esforcemos por añadir virtud sobre virtud a nuestra vida toda.
Nuestro punto de partida es el hecho incontrovertible de que los creyentes somos llamados a vivir una vida nueva. Nueva en su calidad, en su propósito y en su sentido. Quienes hemos renacido en Cristo somos, dice la Escritura, nueva creación. 2 Corintios 5.17 Siendo nosotros mismos diferentes a lo que éramos antes de Cristo, no resulta válido el que nuestra vida nueva sea una mera extensión de nuestra pasada manera de vivir.
Pedro dice, asegura, que todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por el poder divino. Es interesante que el Apóstol mencione vida y piedad. El primer término se refiere a todo lo que está comprendido en el espacio de tiempo que va del nacimiento a la muerte de la persona. Podemos decir, siguiendo a Pedro, que Dios, quien nos llama a vivir la vida de una manera especial, distinta, también ha provisto todo lo que necesitamos para que la misma sea especial, distinta. Todo es todo. No hay nada que necesitemos para vivir la vida nueva, que Dios no nos haya dado por su poder.
El segundo término, piedad, consiste en la fuerza que inspira [en nosotros], por el amor a Dios, tierna devoción a las cosas santas, y, por el amor al prójimo, actos de amor y compasión. Desde luego, esto tiene que ver con la capacidad para ser sensibles a las cosas del Espíritu y abundar en la imitación de Cristo; siendo devotos a las cosas santas, a las relaciones sustentadas en el amor y la compasión, como una expresión práctica de nuestro amor a Dios.
Como podemos ver, lo que Pedro nos asegura por la inspiración y el poder del Espíritu Santo, es que Dios nos ha capacitado para que alcancemos aquellas cualidades que son propias de quienes han sido redimidos. En este sentido es que, nos asegura, hemos llegado a ser participantes de la naturaleza divina. Tal seguridad se refiere a una cuestión de identidad. La nueva vida consiste en que hemos recuperado la imagen y semejanza de Dios con la que fuimos creados. Por lo tanto, quien participa de la naturaleza divina y se asemeja a Dios, está libre de la corrupción debida a los deseos desordenados que gobiernan a quienes no conocen a Dios. Además, de que está llamado a vivir alejado de todo aquello que pueda atraerlo, de nueva cuenta, a dicha corrupción.
No somos lo que éramos, ni somos iguales a quienes no conocen a Cristo. Por lo tanto, somos llamados al cultivo de lo santo, de lo divino, de lo trascendente.
Cada día batallamos con impulsos y estímulos que ponen a prueba nuestra novedad. Somos animados a amoldarnos al patrón social gobernado por el pecado. Somos llamados a ser iguales, a lo que éramos y a los que no son de Cristo.
Algunos han renunciado a creer que las cosas pueden ser diferentes, mejores. Han renunciado a luchar, a esforzarse, a rebelarse contra aquello que no les es propio. Han aprendido a conformarse con lo que el príncipe de este mundo les impone. Han caído en un círculo viciado, mientras menos creen, menos pueden y más se estancan y frustran.
Viven sin esperanza y sin Dios en el mundo. Exactamente como lo hacían antes de Cristo.
San Pedro nos exhorta para que nos esforcemos en vivir de acuerdo con nuestra nueva naturaleza, con lo que somos en Cristo. Nos recuerda que si hacemos firme nuestra vocación, es decir, el llamamiento que hemos recibido de Dios, no caeremos jamás. Lo que el Apóstol nos dice es que es posible vivir la vida de manera plena, gozosa, fructífera. Que esta realidad no está ni siquiera limitada por nuestra condición física. No en balde el salmista nos recuerda que, los justos, florecerán, crecerán y fructificarán. Que estarán vigorosos y verdes, para así anunciar que Jehová es su fortaleza.
Nuestra vida no tiene que ser lo que está siendo. El fracaso, la desgracia de la rutina, la intrascendencia, no son propios de la nueva vida en Cristo. La Biblia nos asegura que, por Cristo, somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó [Dios mismo].
Pero, debemos creerlo y actuar en consecuencia. Debemos renunciar a la autocompasión, a la desesperanza y aún al cinismo que nos atan a la mediocridad. El camino que Pedro nos propone, que consiste en añadir algo más a lo que ya tenemos, es el camino a la victoria en Cristo.
Sí, si somos diligentes, la victoria nos es posible. Tomemos en cuenta que Pablo nos asegura que si Dios está a nuestro favor, nadie podrá estar contra nosotros. Romanos 8.31
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