Archive for the ‘Relaciones Humanas’ category

Afecto Fraternal, a Favor de los Hermanos

18 diciembre, 2011

2 Pedro 1.3-11

Que sean uno, para que el mundo crea. Fue la oración de Jesús a favor de sus discípulos. Así, el tema de la unidad, la comunión, entre los cristianos se vuelve una cuestión esencial. No puede ser seguidor, discípulo de Cristo, a menos que el creyente se mantenga uno con sus hermanos en la fe.

Ahora bien, resulta obvio que la unidad solo puede darse entre aquellos que son cualitativos, o esencialmente, iguales. Esta igualdad supone el que quienes están en unidad participan de una misma naturaleza, cuestión que, en nuestro caso, es una realidad por la obra redentora de Jesucristo. En él, asegura la Biblia, somos nueva creación y hemos sido injertados en el cuerpo de Cristo, la Iglesia.

Pero, tal igualdad demanda también un principio de aceptación mutua como iguales. Así como el creyente ha sido llamado a la conversión a Cristo, podemos decir que ha sido llamado a la conversión a sus hermanos. A volverse a sus hermanos. Este volverse significa estar inclinados afectivamente a favor de los hermanos en la fe.

La primera consecuencia del pecado fue la separación entre Adán y Eva. Cuando Adán tuvo que explicar a Dios la razón por la que había desobedecido, no dudó en culpar a Eva. Mostrando así que no hay solidaridad en el pecado. Pero no solo ello, el pecado divide esencialmente.

Adán y Eva siguieron viviendo juntos por muchos años después de que fueron expulsados del Edén. Sin embargo, vivieron separados, divididos, hasta enemistados. Con toda seguridad, hicieron alianzas al interior de su familia. Adán con unos hijos, Eva con otros. Así, la enemistad entre los esposos, el distanciamiento entre ellos, afectó a sus descendientes.

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Paciencia, Perseverar Haciendo el Bien

3 diciembre, 2011

2 Pedro 1.3-11

«Hay hombres que luchan un día y son buenos, otros luchan un año y son mejores, hay quienes luchan muchos años y son muy buenos, pero están los que luchan toda la vida, y esos son los imprescindibles.» Bertolt Brecht.

Si Pedro y el poeta Bertolt Brecht, se hubieran conocido, se habrían llevado bien. Ambos comprendieron a cabalidad el significado toral de la palabra paciencia: perseverar haciendo el bien. Esta es una comprensión del sentido bíblico del término paciencia: un sentido activo, no meramente pasivo. Para nuestra sorpresa, la paciencia tiene que ver más con el hacer que con el padecer, esperar o tolerar resignadamente.

Como hemos visto, cada uno de los añadidos propuestos por Pedro en nuestro caminar cristiano, dimensiona al anterior. Si el dominio propio es la capacidad para hacer el bien, luego entonces, el cristiano es llamado a permanecer haciendo lo bueno. Es decir, el cristiano es llamado a añadir a su capacidad para hacer el bien, la disposición para hacerlo de manera constante, permanente. Sin importar las circunstancias y/o alternativas que la vida le ofrezca.

La constancia en el camino cristiano es uno de los temas centrales de la fe. La razón es sencilla, el éxito o fracaso del creyente no son determinados por su capacidad o falta de ella en asuntos de fe y fidelidad. De hecho, siguiendo a Pedro, el creyente ha recibido todas las cosas que pertenecen a la vida y la piedad. Como hemos visto, esto significa que, por Cristo, hemos recibido de Dios la capacidad para ser y hacer lo que es propio del hombre nuevo. Por lo tanto, el triunfo no depende de si podemos o no podemos ser fieles, sino del grado en que permanecemos siéndolo y de la permanencia de nuestro fruto en Cristo.

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Eso de Celebrar el 14 de Febrero

14 febrero, 2011

Eso de celebrar el 14 de febrero como el día del amor y la amistad tiene sus bemoles. Para algunos, no pasa de ser un mero artilugio comercial que sólo tiene como propósito el beneficiar a los comerciantes. Entre la comunidad cristiana, no falta quien asegura que, como tantas otras celebraciones, la de San Valentín tiene un origen pagano y alertan sobre los riesgos de participar en tal tipo de celebraciones. Lo cierto es que pocos pueden sustraerse del atractivo de ocuparse de manera extraordinaria de un asunto que interesa a todos, la cuestión del amor y, sobre todo, del amor de la pareja.

Aun entre quienes lo celebran, el Día del Amor y la Amistad resulta en un problema para la mayoría de las parejas, ya se trate de jóvenes, adultos o viejos. Para quienes viven relaciones amorosas satisfactorias y emocionantes, el problema es, de hecho un feliz problema que consiste en encontrar la manera de manifestarle al ser amado que se le ama como nadie más puede, o podrá hacerlo. Generalmente, quienes celebran a su ser amado terminan descubriendo que lo que hace trascendente tal celebración es la convicción de que su relación es única, trascendente y plenamente satisfactoria. Así, lo que hayan podido hacer fue suficiente, para ellos y para los que aman. Pues, al fin y al cabo, sólo abundaron en la expresión de sus sentimientos y del disfrute de su relación.

Para quienes, por el contrario, participan de relaciones afectivas poco satisfactorias y desgastantes, el problema consiste en cómo hacer para sobrevivir el 14 de febrero sin comprometerse más en una relación que no les anima, pero sin provocar, al mismo tiempo, mayores daños a la misma. Porque, ¿cómo celebrar con gozo una fecha que tan poco gozo anima? Y, es que, resulta muy difícil celebrar en febrero el amor que no se ha celebrado en enero. O, más aun, prometer un día catorce aquello que difícilmente se está dispuesto a cumplir el día quince y los que le siguen.

En fin, el pomposamente llamado Día del Amor y la Amistad, viene a poner sobre la mesa lo complejo de las relaciones afectivas. Sus costos, sus logros, sus tragedias, sus expectativas. Pero, sobre todo, la profunda necesidad que los seres humanos tenemos de amar y de ser amados. No sólo de amar a aquellos a quienes nos unen lazos de sangre y de ser amados por nuestra familia. Hay una necesidad intrínseca a nuestra condición de seres humanos: la de ser amados por quienes no están obligados por razones de parentesco a hacerlo. Es esta una necesidad que trasciende los estadios de nuestra vida, la experimentamos muy pronto en la adolescencia, y seguimos viviéndola en nuestra edad adulta. Ciertamente, en la vejez seguimos disfrutando el amar y el ser amados, y, cuando la persona a quien hemos amado y nos ha amado nos ha dejado solos, seguimos suspirando y anhelando, a veces contra toda esperanza, que ella pudiera estar de nueva cuenta con nosotros.

A veces hay quienes se sienten mal consigo mismos cuando se reconocen necesitados de tener a quién amar y por quién ser amados. Desgraciadamente, en no pocos casos, se trata de personas que hay sido abusadas, engañadas o, de plano, ignoradas por otros. Aun cuando se les ha obligado a la soledad y han llegado a aceptarla como la porción que les corresponde en la vida, muy dentro suyo siguen anhelando que las cosas cambien y así puedan tener la oportunidad de cambiar la suerte que la vida –y otros- les ha deparado.

Lo cierto es que no hay nada de malo en sentir tal necesidad. Ni siquiera aquellos que se hacen a sí mismos eunucos por causa del reino, o por causa de aquellos de sus familiares a quienes dedican sus vidas renunciando al amor, dejan de experimentar tal necesidad. Simple y dolorosamente ofrecen su necesidad como una ofrenda grata a Dios y a quien sirven. Pero no lo hacen sin dolor, ni sin renunciar del todo a soñar, desear y esperar que de alguna manera se cubra tal necesidad.

Recuerdo haber preguntado a un grupo de hombres adultos, cincuentones casi todos, cuál era su más grande temor. Me sorprendió su respuesta: que mi mujer se muera. Algunos, me pareció, expresaron su temor con sus ojos rasados de lágrimas. Porque todavía no se moría la mujer a la que amaban y quien les amaba y ya les hacía falta tan especial amor. Cuando los escuché y fui testigo de sus emociones supe que no estaba yo solo, y que al extrañar a mi mujer aun cuando está conmigo, sólo estoy disfrutando del privilegio del amor y del costos que el mismo implica.

Estoy hablando de esto porque me duele, preocupa y aun aterra el menor aprecio que muchos que han sido bendecidos con el amor y con la oportunidad de amar a su cónyuge, muestran en su día a día. Parecen ignorar la importancia de la oportunidad recibida. El privilegio que Dios les ha dado. El valor del don por el que tienen que rendir cuentas. A veces, cuando veo a hombres que maltratan a las mujeres que los aman; o a mujeres que menosprecian al hombre que las ama, me pregunto qué será de ellos y ellas cuando enfrenten la soledad, la ausencia y aun el abandono de aquellos a quienes Dios escogió para que les acompañaran por la vida.

Porque, sí, hay algo místico, misterioso, en la formación de las parejas. Estoy firmemente convencido de que, en principio, el amor que las une está animado por mismo Espíritu de Dios. Los judíos creen que en cada nuevo matrimonio, Dios se da a sí mismo la oportunidad de cumplir el propósito de amor, unidad y éxito que fracasara por la desobediencia de Adán y Eva. Dios anima el amor en las parejas porque él ha descubierto que no es bueno que el hombre –ni la mujer- estén solos. Así que, quienes han, hemos, tenido el privilegio de contar con la compañía del ser amado, somos llamados a valorar, cultivar y cuidar el don recibido.

Todos necesitamos compañía, en especial de la compañía de aquellos a quienes hemos elegido amar y nos han elegido como sus amantes y compañeros de camino. En la juventud y en la edad adulta necesitamos de tales compañeros. Cuando la vida empieza, cuando empezamos a ser nosotros mismos y a caminar el camino de nuestra adultez, el amor del ser amado nos anima, empodera y da el valor para enfrentar los retos a los que la vida nos enfrenta. No sabemos a dónde vamos ni qué hemos de encontrar, pero en nuestra ignorancia el amor de la esposa, o del esposo, se convierte en suficiente razón para seguir adelante y para saber que, con la ayuda de Dios, podremos lograr lo que nos proponemos y llegar hasta donde nuestros ojos han visto. No sabemos qué, pero estamos seguros de y con quién está a nuestro lado.

En la vejez, la vida prácticamente ya no tiene secretos para nosotros. Llegamos hasta donde podíamos llegar, alcanzamos lo que estuvo dentro de nuestras posibilidades, perdidos mucho de lo que tuvimos y que nos hace falta. Pero, en el recuento de la vida, con sus logros y sus fracasos, con sus haberes y sus adeudos, la presencia del ser amado es suficiente razón para asumir que, después de todo, valió la pena vivir la vida. Que el amor, la fidelidad y la paciencia que nuestra esposa, esposo, nos han dispensado, es testimonio de que también nosotros supimos amar y reconocer en nuestra pareja la gracia divina que nos ha privilegiado.

Y es que de eso se trata. De reconocer en la persona a la que amamos y que nos ama, una gracia especial, excepcional, con la que Dios nos ha privilegiado. Nací, crecí y me he hecho viejo a la sombra del amor que mis padres se profesan. Con su cerebro preso de la enfermedad del Alzheimer, mi Padre ha podido mantener libre del poder de la demencia, su amor por Gloria su mujer y su gloria. Y es este apenas uno de los muchos testimonios que la vida nos ofrece respecto del poder del amor por sobre nuestras miserias y limitaciones. Así que termino esta rara reflexión, animando a quienes hemos sido bendecidos con el amor y la oportunidad de amar a alguien; a quien todavía tienen a su lado a la persona a quien prometieron amar y a quien le pidieron les amara, a que honremos nuestra promesa, y a que, apreciando el valor y la importancia que tienen en nuestra vida, nos propongamos honrarlos y amarlos hasta lo último. Así, si alguna vez hemos de quedarnos solos, su amor seguirá anidado en nuestros corazones y, junto con el amor de Dios, seguirá animando nuestras vidas.