Afecto Fraternal, a Favor de los Hermanos

2 Pedro 1.3-11

Que sean uno, para que el mundo crea. Fue la oración de Jesús a favor de sus discípulos. Así, el tema de la unidad, la comunión, entre los cristianos se vuelve una cuestión esencial. No puede ser seguidor, discípulo de Cristo, a menos que el creyente se mantenga uno con sus hermanos en la fe.

Ahora bien, resulta obvio que la unidad solo puede darse entre aquellos que son cualitativos, o esencialmente, iguales. Esta igualdad supone el que quienes están en unidad participan de una misma naturaleza, cuestión que, en nuestro caso, es una realidad por la obra redentora de Jesucristo. En él, asegura la Biblia, somos nueva creación y hemos sido injertados en el cuerpo de Cristo, la Iglesia.

Pero, tal igualdad demanda también un principio de aceptación mutua como iguales. Así como el creyente ha sido llamado a la conversión a Cristo, podemos decir que ha sido llamado a la conversión a sus hermanos. A volverse a sus hermanos. Este volverse significa estar inclinados afectivamente a favor de los hermanos en la fe.

La primera consecuencia del pecado fue la separación entre Adán y Eva. Cuando Adán tuvo que explicar a Dios la razón por la que había desobedecido, no dudó en culpar a Eva. Mostrando así que no hay solidaridad en el pecado. Pero no solo ello, el pecado divide esencialmente.

Adán y Eva siguieron viviendo juntos por muchos años después de que fueron expulsados del Edén. Sin embargo, vivieron separados, divididos, hasta enemistados. Con toda seguridad, hicieron alianzas al interior de su familia. Adán con unos hijos, Eva con otros. Así, la enemistad entre los esposos, el distanciamiento entre ellos, afectó a sus descendientes.

El pecado separa a las parejas, a los hijos, a las familias y a la familia de la fe. La razón es que el pecado produce semillas de amargura y estas, llevadas por el viento de la vida, germinan en todos los espacios de las relaciones humanas, incluyendo las de la iglesia.

Por ello es necesario el llamado de Pedro para que añadamos a la piedad, el afecto fraternal. La devoción a las cosas santas, el deseo de Dios, requiere de un ambiente propicio, sano. Un espacio en que todos están a favor de todos. En que cada uno busca destacar lo bueno del otro, al mismo tiempo que busca su bien.

Alguna vez alguien me reclamó que yo hablará bien en público de una tercera persona, por cierto, familiar suyo. “Si lo conociera como yo, si supiera de él lo que yo sé, no lo tendría en tal alta estima”. Se trataba de dos creyentes, que en su familia había tenido serias dificultades. Quien me reclamaba estaba trayendo al terreno de la iglesia, lo que había iniciado en el terreno de la familia.

¿Qué hacer en tales casos? ¿Debemos ignorar los errores y excesos de los hermanos en la fe que nos lastiman? No, no debemos ignorar, ni menospreciar, el pecado del otro. Pecado es pecado y el pecado de uno afecta a todo el cuerpo de Cristo. La Biblia nos enseña que debemos hacer tres cosas fundamentales:

Debemos amar con amor ágape. En casos de conflicto, debemos enfatizar aquello de “no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor”. (1Co 13.5) Es decir, debemos negarnos a permitir que las raíces de amargura determinen nuestro afecto al otro. Sigue siendo nuestro hermano y debemos evitar que su error sea amplificado o empoderado por nuestra actitud hacia él.

Debemos restituirlo en la fe. Ustedes que son espirituales, restáurenlo, dice Pablo (Gal 6.1). En la animadversión contra el hermano siempre está presente la convicción de nuestra propia justicia. Él está mal, nosotros bien, es la ecuación común. Si esto es cierto y nosotros somos los espirituales, mientras que él ha actuado carnalmente, nuestra tarea es restaurarlo. Solo se puede construir a partir de lo bueno, enfatizándolo, apreciándolo, convirtiéndolo en el punto de partida para nuestro crecimiento integral.

Debemos interceder por él. No solo debemos orar por él, sino que debemos hacer de su conversión un asunto de vida o muerte… para nosotros. Quien intercede aboga a favor del otro, hace suya la causa del otro y se dedica en tiempo y alma a la tarea de que su hermano vuelva a la vida. San Juan asegura que quien ve a su hermano cometer pecado y pide por él, también verá que Dios le dará vida. (1Jn 5.16ss) Quien ora por quien le lastima, vacuna su propio corazón en contra del ácido del pecado que puede corroerle y hacerle caer en mayor afrenta que la que ha recibido.

La unidad que hemos recibido de Dios solo fructifica en un ambiente de mutua inclinación afectiva. Antes que criticar, señalar, culpar al otro, debemos ponernos a su favor. Ello implica la necesidad de buscar la agarradera, es decir, el punto o espacio en que podemos permanecer unidos a él. Si se rompió algo, negarnos a relacionarnos en función de ello. Más bien, ocuparnos de encontrar la parte que todavía permanece sin romperse, para que desde ahí podamos fortalecer la unidad en Cristo que se encuentra bajo ataque.

A fin de cuentas, quien ha fallado no es peor que nosotros. Si no nosotros no hemos fallado en lo que él ha caído, no es porque seamos mejores, sino solo por la gracia de Dios que nos ha preservado. Así, reconociendo la misericordia del Señor ha favor nuestro, podemos actuar con misericordia a favor de nuestro hermano y, entonces, el mundo sabrá que Jesucristo es nuestro Salvador, convencidos por el amor que ha fructificado en nuestros corazones.

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