Archive for the ‘Emociones’ category

Para Dirigir Nuestros Pasos

26 diciembre, 2010

Lucas 1.68-79

Nuestra vida está llena de hitos, es decir, de marcas que sirven para indicar la dirección que hemos seguido o la distancia que hemos recorrido en nuestro caminar diario. Siendo así las cosas, podemos detenernos en circunstancias tales como el fin de un año para preguntarnos si hemos alcanzado lo que alguna vez nos propusimos o lo que resulta necesario que alcancemos y, sobre todo,  si hemos caminado en la dirección correcta.

La Biblia enseña, y en particular el nacimiento de Jesús lo destaca, que Dios está dispuesto a guiar nuestros pasos por el camino de la paz. Tal disposición, además de hacer evidente el amor e interés divinos en nuestra condición, también hace evidente el hecho de que todos, en mayor o en menor medida, hemos equivocado nuestro caminar y necesitamos ser guiados en la dirección correcta. Basta con hacer un análisis superficial de nuestra vida para descubrir que hay cosas que no son de la manera que conviene que sean, sobre todo nuestras relaciones más cercanas y significativas.

Dada la importancia que tiene el caminar por caminos de justicia, es decir, de hacer la vida con sabiduría y caminar en la dirección correcta; pues en ello está la sanidad integral de la misma, conviene que consideremos tres condiciones que debemos cumplir para que el propósito divino de guiar nuestras vidas pueda cumplirse:

Humildad. Esta consiste en el reconocimiento de las propias limitaciones y debilidades. Resulta notorio cómo la ignorancia se vuelve un nutritivo caldo de cultivo de la soberbia. Mientras más equivocados, más soberbios. Es decir, más convencidos de nuestra propia razón y dispuestos a culpar a los otros de los errores y fracasos en que participamos. De ahí la importancia de que seamos humildes y reconozcamos que nos hemos equivocado; más aun, que no sabemos lo que necesitamos saber y, por lo tanto, necesitamos que alguien que sí sepa, nos dirija en la dirección correcta.

Arrepentimiento. En la Biblia, arrepentirse es cambiar de opinión, de manera de pensar. Hay una estrecha correlación entre fracaso y auto-victimización. Especialmente cuando participamos de dinámicas relacionales erradas y dolorosas, tendemos a asumir el papel de víctimas. Pero, para que Dios pueda dirigirnos en la dirección correcta, debemos asumir la parte de responsabilidad que nos corresponde respecto de la culpa y el dolor de los cuales participamos. Nuestra ignorancia, nuestra soberbia, nuestra terquedad, etc., engendran culpas y daños que debemos asumir y lamentar, al mismo tiempo que debemos vivir de tal manera que, en lo que a nosotros toque, los podamos evitar.

Compromiso de conversión. La frustración de la vida produce cansancio y este produce desapego, es decir la falta de interés, alejamiento, desvío. Mientras más equivocadamente hacemos la vida, más nos desviamos y alejamos de nuestros propósitos iniciales y de las personas que amamos. Es notorio que quienes participan de dinámicas relacionales insanas tienden al desapego. El budismo asegura que la clave de la felicidad se encuentra en el desapego; que mientras menos nos comprometamos con los que amamos, seremos más felices. Esta, desafortunadamente, es la conclusión a la que muchos llegan cuando caminan por caminos de error. Se trata, entonces, que caminar en sentido contrario y asumir la obligación de la conversión. Primero, de la conversión a Dios y, en segundo lugar, de la conversión a aquellos que hemos hecho partícipes de nuestros errores y nuestras equivocaciones. Sólo puede cambiar quien se obliga a hacer lo justo y a seguir la dirección correcta. Quienes más lejos se sienten, pero más se obligan a volver al lugar y dirección correctos, son quienes están en camino del cambio.

Cuando nosotros, al hacer el balance de nuestra vida, dejamos de caminar caminos de oscuridad y nos volvemos a la luz que es Cristo y venimos a él trayendo, a la manera de los sabios de Oriente, estos tres presentes, esta ofrenda compuesta de humildad, arrepentimiento y compromiso de conversión, abrimos la puerta para que Dios pueda obrar en nosotros y pueda, entonces, dirigir nuestros pasos por el camino de la paz.

La Tarea del Espíritu Santo

11 octubre, 2010

Juan 15.26, 27

Pero cuando venga el Defensor que yo voy a enviar departe del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él será mi testigo. Y ustedes también serán mis testigos, porque han estado conmigodesdeelprincipio.

El ser humano es un ser trascendente. Dado que tiene la capacidad para recordar el pasado y proyectar el futuro, incluye entre el costo de su ser, el de la incertidumbre y la necesidad de elementos que sustenten sus convicciones, sus creencias. El conocimiento humano, sobre todo el que deriva del quehacer científico, sirve como sustento importante para dar respuesta muchas de las inquietudes de los hombres, sin embargo, no es suficiente para responder a las cuestiones más trascendentales: quién soy, de dónde vengo y a dónde voy, cuál es mi papel en este Mundo, etc.

Nuestro Señor Jesucristo estuvo al tanto de tales necesidades y limitaciones de los hombres. Como resulta natural en él, se ocupó de atenderlas de manera integral y estableciendo las prioridades del caso. Por ello es que, de manera reiterada, se refiere a la tarea del Espíritu Santo como una que trae convicción a la persona respecto de Dios; respecto de la presencia y la comunión de Dios en y con el hombre.

Los seres humanos necesitamos de la comunión con Dios. Mucho más de la que necesitamos respecto de nuestros padres, pero esta nos ayuda a entender mejor la importancia de la primera. Así como una relación inadecuada, deficiente, conflictiva con nuestros padres nos condena a una vida inestable, dolorosa; mucho más de lo mismo resulta en nosotros cuando no estamos en comunión con el Señor. No sólo no estamos completos, sino que enfrentamos un desequilibrio vital que afecta nuestra propia estabilidad y el cómo de nuestras relaciones con los demás.

Por ello, en Juan 14.26; 15.26; 16.7-15, nuestro Señor se refiere a la tarea del Espíritu Santo como una de reafirmación del vínculo entre Dios y los discípulos de Cristo. Dice que el Espíritu Santo nos enseñará todas las cosas y nos recordará todo lo que Jesús ha dicho; asegura que el Consolador será su testigo; además de que el Espíritu mostrará claramente a la gente del mundo quién es pecador, quién es inocente, y quién recibe el juicio de Dios, además de que nos guiará a toda la verdad.

Ante las inquietudes que resultan del significado de ser humano y ante los retos que representan la conducta propia y la de los demás, sólo quedan dos alternativas. Podemos animalizarnos y acallar tales inquietudes e ignorar los retos. Así, podemos relacionarnos instintivamente. En la relación matrimonial, por ejemplo, lejos de tratar de entender quiénes somos y cuál es el propósito de nuestro matrimonio, terminamos por vivir a la defensiva. Atacando para no ser atacados, utilizando al otro para satisfacer nuestras necesidades más básicas y cerrando ojos y oídos ante aquello que no podemos manejar.

El Espíritu Santo en nosotros, sin embargo, nos provee una forma alternativa de vida. Su presencia en nosotros nos da una perspectiva diferente. Nos ayuda a ver la vida, a las personas, ¡a nosotros mismos!, desde la perspectiva divina. Primero, porque da testimonio permanente a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Romanos 8.15Este testimonio asienta nuestra identidad, nos permite saber quiénes somos y, por lo tanto, tomar conciencia de nuestro valor y de nuestra misión en la vida. El cómo de nuestra relación con nuestros padres determina sensiblemente la percepción que tenemos de nosotros mismos, la conciencia de nuestro valor como personas y el para qué de nuestra vida. El Espíritu Santo nos ubica más allá de nuestros padres, los trasciende. Así podemos ahondar en nuestro origen y tomar conciencia de que nuestra raíz es Dios y que nuestro valor como personas es resultado de lo que él es en nosotros. Sobre todo, el testimonio del Espíritu Santo nos hace saber y experimentar el hecho de que somos amados por el Padre, por nuestro Padre.

Quien se sabe amado por el Padre vive la vida de manera diferente a quien carece del amor paterno. Quien ha sido abandonado por su padre natural generalmente va por la vida al garete, sin origen y sin rumbo. Pero quien, a pesar de la ausencia o deficiencia del amor filial, se sabe amado por Dios encuentra en tal amor la razón, el propósito y el valor de su vida.

Quien se sabe amado por Dios, está seguro. Por lo tanto puede enfrentar seguramente los retos, las interrogantes y las dificultades de la vida. El saber de Dios que está en él, ayuda al creyente a saber lo que es necesario que sepa. Conforme pasa la vida, más evidente se hace la necesidad de la sabiduría. Por ello el proverbista nos exhorta: sabiduría ante todo;  adquiere sabiduría; y sobre todas tus posesiones adquiere inteligencia. Proverbios 4.7La sabiduría no es otra cosa sino el conocimiento de Dios, de quién es él, de cuáles son sus propósitos para nosotros y, por lo tanto, la razón de ser de sus mandamientos. El Espíritu Santo que es Dios mismo en nosotros, trae a nuestra mente la revelación divina y nos capacita así para conocer y entender lo que necesitamos saber en cada circunstancia de la vida. En lo que se refiere a nosotros mismos, a nuestra familia, a nuestros estudios y trabajo, etc. La luz de Dios ilumina todos y cada aspecto en particular del todo de nuestra vida.

Nuestro Señor Jesús también se refiere a un tercer elemento de la tarea del Espíritu Santo en y al través de los creyentes. En Hechos 1.8, nuestro Señor asegura que el creyente recibe poder cuando viene sobre él el Espíritu Santo. Dunamis, es la capacidad inherente de llevar cualquier cosa a cabo. No basta con saber quiénes somos, ni saber lo que tenemos que hacer en la vida. En la vida necesitamos poder, es decir, la capacidad para realizar todo lo que es propio de nosotros. La tragedia nuestra, en la mayoría de las situaciones difíciles de nuestra vida, no es que no sepamos o que no queramos. Es que no podemos.

La capacidad humana, al igual que la sabiduría humana, es real y valiosa. Pero, siempre es limitada. Siempre llegamos a un extremo en el que ya no podemos hacer en nuestras fuerzas. Es cuando nos acercamos al territorio del Espíritu Santo. Se trata del espacio donde el Espíritu Santo nos da testimonio de su presencia en nosotros y nos capacita para que también nosotros demos testimonio de su presencia entre los hombres. Es decir, que podamos ser quienes hagamos evidente que él está en nosotros y que él está haciendo en y la través de nosotros.

Como podemos ver, la tarea del Espíritu Santo resulta indispensable en nuestra vida. Sin ella, ni tenemos conciencia de quiénes somos, ni podemos estar convencidos de que somos amados y que nuestra vida tiene razón y sentido, como tampoco podemos hacer aquello que queremos y necesitamos lograr. La buena noticia es que Dios da su Espíritu Santo a quienes se lo piden. Así que conviene que empecemos a pedir el ser llenos del Espíritu Santo, que busquemos la llenura del Espíritu Santo. Él en nosotros hace la diferencia. Y, nosotros llenos de él, podemos ser diferentes.

Para Entender la Violencia Intrafamiliar

20 septiembre, 2010

Hace algún tiempo fui invitado por el grupo de matrimonios de una iglesia citadina para hablar, se me insistió, sobre el tema de la violencia intrafamiliar. La insistencia con la que se me había pedido que fuera ese y no otro el tema a tratar me llevó, al empezar mi exposición, a preguntar cuántas de las familias ahí representadas enfrentaban situaciones de violencia al interior de sus hogares. Después de que repetí varias veces la misma pregunta, la respuesta siguió siendo la misma: silencio. Sin embargo, después de que respondieron a un sencillo cuestionario, casi las dos terceras partes de los asistentes reconocieron que, en mayor o en menor grado, se enfrentaban a situaciones de violencia intrafamiliar.

No me extrañó del todo dicha situación. Parte de las causas que explican la proliferación de la violencia intrafamiliar, hasta en las mejores familias, es precisamente el desconocimiento que se tiene respecto de lo que la misma es y cómo se manifiesta. Por lo general, se asocia la violencia intrafamiliar exclusivamente con la violencia física. Se piensa que si no hay golpes, no hay violencia. No hay tal. Paradójicamente otras expresiones de la violencia intrafamiliar son mucho más dolorosas y dañinas que la mera violencia física, ello sin menospreciar el daño e impacto de esta última. Recuerdo a una mujer que me decía que hubiera preferido, mil veces, que su padre la hubiera golpeado a que le dijera tantas cosas y tantas veces que le hacía sentir que no valía y que no le importaba a nadie.

Parecería absurdo pensar que haya quienes sufran de violencia intrafamiliar y no se den cuenta de ello. Sin embargo, un hecho que explica el porqué de tal ignorancia es la cultura familiar y social en que las personas viven y han crecido. Por ejemplo, en algunas zonas urbanas es normal ver que el hombre viaje a lomo del caballo o el burro, mientras que la mujer le sigue caminando a pie y llegando en sus brazos o espalda a uno o a más de sus hijos. Obviamente, quienes crecen mirando y participando de tal patrón relacional difícilmente considerarán que sea injusto, que se trate de una forma de violencia contra la mujer tal disparidad de trato. Sin embargo, lo es. O pensemos en nuestros hogares cristianos, cuando el domingo al volver a casa llenos del gozo del Espíritu de Dios, el hombre se siente a ver la tele o se recueste un rato –pues viene muy cansado de estar todo el día en la iglesia-, mientras su mujer le prepara la cena. Como estos, hay muchos casos que nos parecen normales, pero que esconden tras de sí severas y dolorosas formas de agresión en contra de las mujeres.

La violencia intrafamiliar tiene muchos rostros y aunque en apariencia sólo vaya dirigida a algunos de los miembros de la familia: mujeres, niños o ancianos, generalmente, termina por afectar a todos los miembros de la misma. Para comprender la complejidad de la violencia intrafamiliar y de sus consecuencias, conviene tomar en cuenta dos conceptos: abuso y maltrato. Dado que la violencia intrafamiliar es una cuestión de poder, se trata de un abuso. Es decir, del mal uso que se hace de algo o de alguien. Este mal uso tiene que ver con lo excesivo, lo injusto, lo impropio o lo indebido de la autoridad, o del mero poder, que el abusador detenta. La violencia intrafamiliar afecta a los más débiles, dado que es realizada por quienes tienen mayor poder o autoridad que estos. Tal abuso se manifiesta, y aquí tenemos el segundo concepto clave, cuando se maltrata a otro o a otros.

La cuestión del maltrato es una cuestión toral, de suma importancia, en el cómo de las relaciones familiares. Maltratar no sólo es tratar mal a alguien de palabra u obra. También es echar a perder. Porque el maltrato tiene que ver con lo que pasa aquí y ahora, es cierto; pero también produce un fruto a largo plazo. De acuerdo con el lenguaje bíblico, el maltrato planta en el corazón de las personas abusadas, raíces de amargura mismas que, como resulta obvio, sólo podrán producir frutos amargos. El término bíblico que se traduce como amargura, se refiere a un aborrecimiento amargo.

El aborrecimiento se compone de sentimientos maliciosos e injustificables, que lo mismo se tienen respecto de quien nos ha lastimado, de quien ha abusado de nosotros; como se tienen respecto de nosotros mismo. No solo se llega a odiar al abusador, sino que se termina odiándose a uno mismo. El odio empieza siendo un sentimiento de rechazo o repugnancia frente a alguien o algo, nos dice el diccionario. Sumamente doloroso resulta el que quienes han sido sistemáticamente abusados, por sus padres, esposos, hermanos o hijos, terminan, casi siempre, sintiendo que son ellos los culpables y, por lo tanto, merecedores de tantos abusos. Recuerdo, entre otras, a una mujer que habiendo sido abusada sexualmente por su abuelo materno y sus hermanos mayores, se preguntaba cómo es que podía haber sido tan mala que, ya a los cinco años, los provocaba para que abusaran de ella.

Aquí sólo apuntaremos que quienes han sido abusados llegan a sentir repugnancia de sí mismos, porque el abuso afecta de manera integral el todo de su identidad. Afecta sus pensamientos y sus emociones, creando verdaderas fortalezas espirituales, que no son otra cosa sino maneras de pensar negativas y dañinas; les afecta físicamente, puesto que produce el efecto conocido como de somatización, mismo que consiste en que los pensamientos y emociones terminan alterando la salud de la persona produciendo enfermedades y dolores reales. Y, desde luego, les afecta espiritualmente.

Quien ha sido, o está siendo abusado por aquellos a quienes ama, se vuelve más vulnerable ante los ataques del diablo, quien como león rugiente que busca a los más débiles, solo tiene como propósito el robar, matar y destruir. El ataque satánico busca disminuir la credibilidad y la confianza que la persona abusada tiene respecto a Dios. Muchos de los que han sufrido o sufren abuso, aprenden a pensar que Dios no los ama, que no le interesan y que alguna razón habrá para que Dios los esté castigando de tal manera. Cuando se rebelan contra el padre, el esposo o cualquier otro miembro que abusa de ellos, o cuando tienen algún sentimiento de ira o coraje en contra del abusador, se sienten culpables y, por lo tanto, indignos de la gracia divina. El abuso que sufren, y el dolor que del mismo resulta, apaga el gozo del Espíritu y aleja paulatinamente a la persona de la fuente de su salvación.

La buena noticia es que el Hijo del Hombre, nuestro Señor y Salvador Jesucristo, ha venido para deshacer las obras del diablo y para dar vida abundante a quienes han sido lastimados y despojados de su dignidad, su paz y su confianza. Quien ha sido abusado no tiene por qué vivir bajo el poder de sus abusadores, ni de los abusos recibidos. En Cristo encuentra el poder y la libertad para vivir una vida plena y caminar por la senda de la justicia y la paz. De esto nos ocuparemos en nuestra próxima entrega.

Mientras tanto, les invito a que hagamos nuestra la promesa del Señor que nos asegura: El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes pastos me hace descansar. Junto a tranquilas aguas me conduce; me infunde nuevas fuerzas, por amor a su nombre. Aun si voy por valles tenebrosos, no temo peligro alguno porque tú estás a mi lado; tu vara de pastor me reconforta.