Archive for the ‘Autoestima’ category

Si Quieres

4 agosto, 2011

Juan 8.1-4

Hubo un hombre que, desanimado por el fracaso de los discípulos de Jesús, le dijo a este: “si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos.” Mr 9.22 La falta de fe de quien duda del poder de Dios parece tener sentido. Está abierta a la posibilidad de la no respuesta pues, después de todo, ni siquiera se está seguro de que Dios efectivamente pueda hacer algo.

Pero hay una pregunta, una duda, que resulta no incrédula, sino dolorosamente crédula. Es la que se hace, y le hace a Dios, quien está seguro de su poder hacer aquello que se necesita, pero duda acerca de su voluntad para hacerlo. Duele saber que Jesús puede, pero no estar seguro de que quiera hacerlo.

El hombre de nuestra historia era un leproso. La lepra es una enfermedad que afecta los nervios, la piel, las extremidades y los ojos de las personas deformándolas. Además, produce insensibilidad al dolor lo que expone al enfermo a lastimarse y aún amputarse sin sentirlo. Aunque no es una enfermedad muy contagiosa, desde la antigüedad ha sido considerada como una enfermedad maldita.

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Fe y Familia

6 marzo, 2011

Juan 10.10

Dos de cada diez familias mexicanas padecen la falta de cariño, revelaba la Encuesta Nacional sobre las Dinámicas de Familia, según nota del periódico Milenio en diciembre de 2006. De mantenerse la dinámica del deterioro familiar evidenciada por dicha encuesta, el número de familias con problemas de cariño habrá crecido al día de hoy. Lamentablemente, la falta de cariño no es el único factor que afecta a las familias mexicanas: separación, divorcio, violencia, distanciamiento, mala comunicación, desamor, etc. ¿Quién no conoce, o no ha vivido, alguna de tales experiencias dolorosas?

No obstante su deterioro, la familia sigue siendo un pilar fundamental de la sociedad y una de las riquezas más preciadas de los seres humanos. En cierta manera, la familia es lo que nos queda… cuando todo lo demás ha fallado. De ahí que hemos aprendido a apreciar lo que tenemos y que, muchas veces de manera inconciente, nos ocupemos de presentarla de la mejor manera posible, ya sea a nosotros mismos, ya a quienes están a nuestro alrededor. Actuamos de la misma manera en que lo hacen no pocos ancianos con la ropa que usan y que se encuentra un tanto deslavada, la limpian, la planchan y la adornan de la mejor manera posible.

Ahora bien, la familia y la fe siempre van de la mano. De hecho, detrás de toda crisis familiar está presente una condición o circunstancia espiritual, tanto en las buenas como en las malas. El hombre que ama a su esposa revela su comunión con Dios y su propósito de honrarlo. Quien la trata con aspereza, o de plano la abandona, evidencia que es animado por el pecado y que está en enemistad con el Señor.

Así, cuando nos aproximamos al tema de la familia, y de nuestra familia en particular, lo hacemos desde la perspectiva de la fe, tengamos o no consciencia de ello. La fe bíblica nos indica que el propósito destructor de Satanás, robar, matar y destruir, (Jn 10.10), se enfila de manera particular y dolosa en contra de la familia. El discernimiento espiritual nos permite entender que detrás de toda violencia, insensibilidad, distanciamiento, abuso, etc., existe un propósito maligno de destruir a la familia como un todo y a cada uno de quienes la forman en lo particular.

Por ello es que si nos preocupamos y ocupamos de la restauración familiar, tengamos que hacerlo, también, desde la perspectiva de la fe. En efecto, la restauración de la familia, y la de sus miembros, sólo es posible bajo la dirección de nuestro Señor Jesucristo y por el poder de su Espíritu Santo.

Dado que nuestro Señor Jesús ha venido para destruir las obras del diablo y para traernos vida abundante, podemos confiar que gracias a él y por el poder suyo, nuestras familias pueden ser restauradas. En algunos casos, de manera plena y en otros, aunque parcialmente, la restauración lograda será suficiente para asegurar el bienestar de quienes se han propuesto honrar a Dios en todos y cada uno de sus espacios vitales.

En medio de las crisis familiares que enfrentamos podemos tener dos convicciones básicas y fundacionales: (1) Dios tiene planes de bienestar para nuestra familia; y (2) las familias cristianas somos llamadas a enfrentar los problemas y los conflictos familiares, desde la perspectiva de nuestra vocación, de nuestro llamamiento, para que así Dios sea honrado en nosotros.

La primera convicción nos permite y anima a perseverar en el propósito de la restauración familiar. A no darnos por vencidos y actuar fatalistamente. Creer que Dios tiene planes de bienestar para nuestra familia nos ayuda creer, actuar y esperar creyendo que, de alguna manera, Dios restaurará lo que ahora está destruido, empezando por nosotros en lo individual. Por ello podemos vivir en esperanza y haciendo la vida familiar a la luz de la fe y no solo bajo las sombras de la realidad que nos abruma.

La segunda convicción nos libera de la esclavitud emocional, física, relacional y aún espiritual a la que nos ha sometido el dolor de la familia, antes de Cristo. La gran tragedia de las familias sin Cristo es que al mal recibido casi siempre se responde con mal. En tal dinámica el único triunfador es, precisamente, el mal, y con él, el malo. Ello porque tanto quienes ejercen la violencia, como quienes la sufren, terminan esclavos de una dinámica familiar que les impide la práctica de lo bueno. Pero, cuando enfrentamos el dolor de la familia en Cristo, podemos vencer con el bien el mal. Es decir, podemos dejar de ser vencidos por el mal y pasar a ser más que vencedores, actuando con justicia y viviendo con la dignidad que nos es propia.

En la cruz, al redimirnos del pecado y darnos vida nueva, Jesús también abrió el camino para la redención de nuestros familiares y la restauración de nuestra familia. El poder de su sangre no se agota en el perdón, sino en la regeneración de nuestra manera de pensar, sentir, actuar y relacionarnos. Así, quienes hemos sido redimidos por la sangre preciosa de Jesucristo, somos llamados, y podemos, vivir la experiencia familiar en amor, armonía y esperanza.

Nuestras familias, nosotros mismos, necesitamos de relaciones familiares que se distingan por el cultivo del cariño familiar. Es decir, de que unos y otros procuremos que los demás sepan que los amamos y que nos interesa su bienestar tanto como el nuestro propio. En otras palabras, todos necesitamos que nuestras relaciones familiares, además de pacíficas y nutrientes, sean también amorosas. Que nos animen a saber que valemos, que somos importantes para los nuestros y que podemos confiarnos mutuamente.

Ello es posible gracias al amor y al poder de nuestro Señor Jesucristo. En su presencia, en la obediencia de sus mandamientos y bajo su cuidado podemos vivir de tal manera que el amor y la caridad sean el distintivo de nuestras relaciones familiares. Creamos en ello y vivamos de acuerdo con tal convicción.

Hay que Salir de la Cueva

27 febrero, 2011

Santiago 5:17,18; 1 Reyes 19

Elías es uno de los personajes más conocidos y destacados en la Biblia. Ocupa un lugar en el pasado de Israel, como también lo ocupa al final de los tiempos. Ciertamente era un hombre excepcional: hizo milagros, resucitó muertos, provocó sequías y lluvias, etc. Pero, la Biblia también señala que: Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras.

Contra lo que pareciera ser lo lógico, la fe y las pasiones humanas no se excluyen. Se puede ser un hombre de fe y, al mismo tiempo, padecer afectos y sentimientos muy humanos.  ¿Cómo es posible ello? ¿Cómo se puede ejercer el poder de la fe, al mismo tiempo que se lucha contra los afectos y pasiones que atormentan?

En 1 Reyes 19, encontramos el relato de una de las experiencias más reveladoras del carácter de Elías. Después de salir victorioso de su encuentro con los profetas de Baal, y de haber ordenado la muerte de 450 de estos; después de haber provocado sequía y lluvia y de haber avergonzado a Acab, el rey, Elías huye al desierto atemorizado por las amenazas de Jezabel… una mujer. (Conviene notar que Elías se acostumbraba relacionarse con ellas como seres necesitados y de los cuales él podía disponer).

En su huída, Elías cae en tal estado de depresión y ansiedad que exclama uno de los lamentos más desesperanzadores: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres.

Su lamento expresa su cansancio de la vida, su deseo de evasión la realidad que lo oprime y la pérdida de su estima propia. Todo ello queda refrendado con la pasividad contenida en la única acción que se le ocurre tomar: se queda dormido debajo del enebro. Cansancio, negación, depresión, pasividad. De veras que Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras.

La Biblia dice que Dios: conoce nuestra condición, sabe bien de qué estamos hechos y, por lo tanto “se compadece de sus hijos. Salmos 103. La compasión es el amor en acción. Así que Dios, quien está al tanto de lo que nos pasa se apresura a actuar en nuestro favor.

El relato bíblico nos dice que un ángel despertó a Elías diciéndole: levántate y come. En tal orden, están presentes dos cuestiones: el reconocimiento a su capacidad, puede levantarse; así como el reconocimiento a su condición débil, necesita fortalecerse con el alimento. En tal condición, Dios provee agua y comida caliente.

Sin embargo, a veces llegamos, como Elías, a tal condición que lo que Dios hace no parece ser suficiente. Elías volvió a quedarse dormido, y el ángel volvió a despertarlo. Si lo despertó implica que lo había  dejado dormir, porque reconocía su condición de cansancio. Pero, a su llamado inicial, el ángel agrega la frase: porque largo camino te espera.

Vemos en Elías que los éxitos en la vida no excluyen las etapas de derrota. Pero, también vemos en la exhortación del ángel, que los fracasos en la vida no acaban con el camino que tenemos por delante.

Dios, quien nos da las victorias, también nos sustenta cuando acabamos debajo del enebro. ¿Cómo lo hace?

Recuperadas las fuerzas Elías caminó hasta el monte de Dios, Horeb. Al llegar a este se metió a una cueva y ahí pasó la noche. Dios se le aparece y le pregunta: ¿qué haces aquí, Elías? Y este responde haciendo una descripción de su situación: hizo lo bueno, lo persiguen, está asustado porque teme que lo maten.

Era obvio que Dios no lo había llevado hasta Horeb para que Elías siguiera con su cantinela. Envío al ángel a alimentarlo y protegerlo para que Elías hiciera lo que Dios le había encargado.

Desde luego, saber lo que debemos hacer no siempre es suficiente. Es más, saber lo que se espera de nosotros no significa que estemos listos para hacerlo. Ni siquiera estamos listos cuando llegamos hasta el monte de Dios, al lugar de su presencia y ahí nos escondemos.

En las circunstancias torales de la vida se necesita algo más. Desde luego, este algo más no puede encontrarse dentro de la cueva, por mucho que esta esté en el monte de Dios.

Dios le pide a Elías que salga de la cueva y se pare delante de Jehová. Una vez fuera, Dios le muestra viento, terremoto y fuego. Elementos que hablan de las ansiedades de la vida. Pero, aclara el escritor sagrado: Jehová no estaba en ninguno de ellos.

Sí estaba en el silbo apacible y delicado. El término apacible connota la presencia de la paz de Dios. Ello nos remite al tema del reposo de Dios. Es decir, al permanecer confiados en que Dios habrá de honrarse a sí mismo y honrar nuestros esfuerzos, tomando el control de todo y capacitándonos para seguir el camino que tenemos por delante.

Elías pudo ser el profeta poderoso, a pesar de ser el hombre temeroso, porque depositó sus pasiones en el Señor. Su confianza la mostró yendo a donde Dios lo enviaba y haciendo lo que le encargaba. Al ser y hacer así, sus pasiones no desaparecieron; pero tampoco fueron tan relevantes que le impidieran cumplir con su tarea.

Conviene terminar esta reflexión diciendo que el problema no es el meterse a la cueva, sino permanecer en ella más de lo que resulta prudente.

Hay quienes permanecen en sus amarguras, temores, rencores, etc. Estos son sus propias cuevas. Hay que salir de las mismas aunque, de pronto, nos encontremos con las manos vacías. El vacío que llena el viento, el terremoto y el fuego, no significa que Dios no se haga presente. Lo hace, sí, cuando salimos animados por la evidencia de su presencia.

Conviene que vayamos al monte de Dios y que ahí busquemos, no solo su protección, sino su presencia. No solo su consuelo, sino su poder. No solo su comprensión, sino también su mandato.