Fe y Familia

Juan 10.10

Dos de cada diez familias mexicanas padecen la falta de cariño, revelaba la Encuesta Nacional sobre las Dinámicas de Familia, según nota del periódico Milenio en diciembre de 2006. De mantenerse la dinámica del deterioro familiar evidenciada por dicha encuesta, el número de familias con problemas de cariño habrá crecido al día de hoy. Lamentablemente, la falta de cariño no es el único factor que afecta a las familias mexicanas: separación, divorcio, violencia, distanciamiento, mala comunicación, desamor, etc. ¿Quién no conoce, o no ha vivido, alguna de tales experiencias dolorosas?

No obstante su deterioro, la familia sigue siendo un pilar fundamental de la sociedad y una de las riquezas más preciadas de los seres humanos. En cierta manera, la familia es lo que nos queda… cuando todo lo demás ha fallado. De ahí que hemos aprendido a apreciar lo que tenemos y que, muchas veces de manera inconciente, nos ocupemos de presentarla de la mejor manera posible, ya sea a nosotros mismos, ya a quienes están a nuestro alrededor. Actuamos de la misma manera en que lo hacen no pocos ancianos con la ropa que usan y que se encuentra un tanto deslavada, la limpian, la planchan y la adornan de la mejor manera posible.

Ahora bien, la familia y la fe siempre van de la mano. De hecho, detrás de toda crisis familiar está presente una condición o circunstancia espiritual, tanto en las buenas como en las malas. El hombre que ama a su esposa revela su comunión con Dios y su propósito de honrarlo. Quien la trata con aspereza, o de plano la abandona, evidencia que es animado por el pecado y que está en enemistad con el Señor.

Así, cuando nos aproximamos al tema de la familia, y de nuestra familia en particular, lo hacemos desde la perspectiva de la fe, tengamos o no consciencia de ello. La fe bíblica nos indica que el propósito destructor de Satanás, robar, matar y destruir, (Jn 10.10), se enfila de manera particular y dolosa en contra de la familia. El discernimiento espiritual nos permite entender que detrás de toda violencia, insensibilidad, distanciamiento, abuso, etc., existe un propósito maligno de destruir a la familia como un todo y a cada uno de quienes la forman en lo particular.

Por ello es que si nos preocupamos y ocupamos de la restauración familiar, tengamos que hacerlo, también, desde la perspectiva de la fe. En efecto, la restauración de la familia, y la de sus miembros, sólo es posible bajo la dirección de nuestro Señor Jesucristo y por el poder de su Espíritu Santo.

Dado que nuestro Señor Jesús ha venido para destruir las obras del diablo y para traernos vida abundante, podemos confiar que gracias a él y por el poder suyo, nuestras familias pueden ser restauradas. En algunos casos, de manera plena y en otros, aunque parcialmente, la restauración lograda será suficiente para asegurar el bienestar de quienes se han propuesto honrar a Dios en todos y cada uno de sus espacios vitales.

En medio de las crisis familiares que enfrentamos podemos tener dos convicciones básicas y fundacionales: (1) Dios tiene planes de bienestar para nuestra familia; y (2) las familias cristianas somos llamadas a enfrentar los problemas y los conflictos familiares, desde la perspectiva de nuestra vocación, de nuestro llamamiento, para que así Dios sea honrado en nosotros.

La primera convicción nos permite y anima a perseverar en el propósito de la restauración familiar. A no darnos por vencidos y actuar fatalistamente. Creer que Dios tiene planes de bienestar para nuestra familia nos ayuda creer, actuar y esperar creyendo que, de alguna manera, Dios restaurará lo que ahora está destruido, empezando por nosotros en lo individual. Por ello podemos vivir en esperanza y haciendo la vida familiar a la luz de la fe y no solo bajo las sombras de la realidad que nos abruma.

La segunda convicción nos libera de la esclavitud emocional, física, relacional y aún espiritual a la que nos ha sometido el dolor de la familia, antes de Cristo. La gran tragedia de las familias sin Cristo es que al mal recibido casi siempre se responde con mal. En tal dinámica el único triunfador es, precisamente, el mal, y con él, el malo. Ello porque tanto quienes ejercen la violencia, como quienes la sufren, terminan esclavos de una dinámica familiar que les impide la práctica de lo bueno. Pero, cuando enfrentamos el dolor de la familia en Cristo, podemos vencer con el bien el mal. Es decir, podemos dejar de ser vencidos por el mal y pasar a ser más que vencedores, actuando con justicia y viviendo con la dignidad que nos es propia.

En la cruz, al redimirnos del pecado y darnos vida nueva, Jesús también abrió el camino para la redención de nuestros familiares y la restauración de nuestra familia. El poder de su sangre no se agota en el perdón, sino en la regeneración de nuestra manera de pensar, sentir, actuar y relacionarnos. Así, quienes hemos sido redimidos por la sangre preciosa de Jesucristo, somos llamados, y podemos, vivir la experiencia familiar en amor, armonía y esperanza.

Nuestras familias, nosotros mismos, necesitamos de relaciones familiares que se distingan por el cultivo del cariño familiar. Es decir, de que unos y otros procuremos que los demás sepan que los amamos y que nos interesa su bienestar tanto como el nuestro propio. En otras palabras, todos necesitamos que nuestras relaciones familiares, además de pacíficas y nutrientes, sean también amorosas. Que nos animen a saber que valemos, que somos importantes para los nuestros y que podemos confiarnos mutuamente.

Ello es posible gracias al amor y al poder de nuestro Señor Jesucristo. En su presencia, en la obediencia de sus mandamientos y bajo su cuidado podemos vivir de tal manera que el amor y la caridad sean el distintivo de nuestras relaciones familiares. Creamos en ello y vivamos de acuerdo con tal convicción.

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