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Job 14.1-2
A Job le fue tan bien en la vida que su prosperidad aún se convirtió en motivo de conversación entre Dios y el diablo. Quienes conocían a Job lo envidiaban, quienes oían hablar de su riqueza deseaban ser como él. En fin, Job era la persona a la que había que poner de ejemplo cuando se hablaba de la buena vida. Job era especial porque era diferente a la mayoría de las personas. Era justo, sí, pero ello no era lo que lo hacía especial. Indudablemente también había otras personas temerosas de Dios, cuidadosas al extremo de honrar al Señor, aunque fueran menos ricas o muy pobres en comparación con Job. Lo que hacía especial a este hombre y a su familia era que vivían en una burbuja de prosperidad. Aunque seres humanos, Job y los suyos poco sabían de humanidad. Es decir, nada sabían de la fragilidad o flaqueza propia del ser humano.
Sólo podemos acercarnos a entender la crudeza de nuestro relato si conocemos la condición que vivía la ciudad de Samaria, la capital del reino de Israel. Esta, la ciudad real, después del asedio sufrido por parte de Siria, enfrentó la hambruna, la enfermedad y la muerte. Muestra de ello es que hubo quienes comieron a sus propios hijos. El sitio de Samaria es una de esas experiencias humanas que no parecen tener sentido. Que sorprenden no sólo por la crudeza del sufrimiento vivido, sino por el hecho de que este no distingue entre clases sociales, buenos y malos, razas, etc. Afecta a todos y a todos los hace iguales ante el embate de la tragedia. Situaciones que provocan situaciones que, si las llegamos a imaginar, supones que les pasarán a los otros, pero no a nosotros. Y que, cuando se manifiestan descubren que, en efecto, todos somos iguales ante la tragedia.
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