Archivo de septiembre 2009

La Consagración de los Hijos

11 septiembre, 2009

Interés y preocupación constante de los padres es la suerte de sus hijos. Es decir, la condición en que estos se encuentran en cada etapa de sus vidas. Animados por tal interés y preocupación los padres hacen y deshacen todo lo que está a su alcance con tal de poder asegurar que las circunstancias de sus hijos sean buenas y que los mismos estén a salvo de todo mal.

Sin embargo, bien pronto, los padres descubren que no tienen ni las capacidades ni las oportunidades para evitar el sufrimiento de sus hijos. La Biblia cuenta que José y María acudieron al templo a consagrar al pequeño Jesús a Dios. La consagración de los hijos es una práctica establecida por Dios y tiene dos propósitos. El primero consiste en hacerlos sagrados. Es decir, dedicarlos a Dios para que lo sirvan y honren en todo lo que hagan. El segundo propósito consiste en invocar la permanente dirección divina en la vida de los hijos. Los padres que consagran a sus hijos quieren que Dios los dirija porque saben que la dirección divina les protege de todo aquello que pueda dañarlos.

La consagración de los hijos es una ofrenda que los padres hacen a Dios. Con ella no obligan a sus hijos, pero Dios, que conoce el corazón de los padres, se asocia a ellos y toma en cuenta su deseo. Más aún, lo honra. A su manera y en su tiempo sale al encuentro de los hijos consagrados y los llama a vivir para él y bajo su dirección protectora. Vale la pena, por lo tanto, consagrar a Dios los hijos que nos ha dado.

El Amor, Motor de Cambio

10 septiembre, 2009

El tema del amor trasciende todo interés humano. Las personas necesitan saberse amadas y tener la oportunidad de amar a otros. El amor da sentido a la vida y fortalece el sentido de pertenencia de todos. Quizá el temor más grande de muchos es no ser amados y no haber tenido la oportunidad de amar a otros.

Cuando nuestro Señor Jesús se despedía de sus discípulos más cercanos les dejó un mandamiento nuevo: que se amaran los unos a los otros. Les dijo que por el amor que se mostraran entre ellos sería que los no creyentes los reconocieran como sus discípulos.

El cambio para bien de las personas, las parejas, las familias y las comunidades, etc., empieza cuando alguien asume la tarea de amar como él mismo ha sido amado por Dios. Amar al prójimo empieza, siempre, siendo una decisión personal. Quien la toma decide que las cosas habrán de ser diferentes y, al amar al otro, comprueba que, en efecto, en las relaciones humanas, el amor es el motor del cambio.

No puede dar uvas de sí misma

5 septiembre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

Juan 15.1-11

Una de las características de quienes son llamados por Dios a salvación y al ministerio es el deseo, la necesidad, de dar fruto. Es decir, de vivir de tal manera que la vida propia tenga sentido, propósito e impacte a otros para bien. Surge en el creyente deseoso de agradar a Dios una inquietud por compartir con otros lo que él mismo ha encontrado. Quizá a esto se refería nuestro Señor Jesucristo cuando indica que del que cree en él, “de su interior brotarán ríos de agua viva”. Juan 7.38

Sin embargo, sucede que quien quiere compartir con otros aquello que ha descubierto de Dios, lo que ha transformado su propia vida, pronto descubre una cuestión fundamental: la capacidad para compartir y aún impactar en la vida de los otros, es directamente proporcional al grado de intimidad en la relación personal con Cristo. Pero, también descubre que el deseo mismo, la necesidad, de llevar al otro a Jesucristo se da igual proporcionalidad a la profundidad de la relación personal con Cristo. A más Cristo, mayor necesidad de compartirlo, de que los otros cambien su vida y reciban el gozo de la presencia del Señor.

En nuestro pasaje, el Señor Jesús establece el principio que fundamenta y explica lo que aquí decimos. Tanto en lo que se refiere al deseo de producir fruto, como lo que tiene que ver con la capacidad para producirlo. RVA traduce Juan 15.5 así: “El que permanece en mí y yo en él, este lleva mucho fruto,  porque separados de mí nada podéis hacer”. Comprender este principio de la permanencia resulta fundamental. Se refiere al propósito y compromiso del creyente para persistir en su fe. Este propósito ser constante en la fe es causa y efecto de la relación profunda con Cristo. Dios honra nuestra fe, no la ignora sino que la recompensa. Quien le busca no resulta defraudado, le encuentra y recibe de él lo que el Señor ha determinado darle. Lucas 11.10 La consecuencia natural de buscar a Dios es más de Dios en nosotros.

Hay dos cuestiones que hacen evidente la necesidad de un poder superior al propio, de una fuerza mayor que la que tenemos cuando se trata de compartir a Cristo con otros. Primero, el sentido de urgencia que resulta de la condición vulnerable, riesgosa y hasta trágica que el otro está viviendo. La segunda cuestión es el amor que tenemos por el otro. A mayor amor, mayor necesidad del bien del otro. Mientras más le amamos, más nos duele su condición y mayor interés tenemos en que su suerte cambie.

Pero, también, a mayor amor y mayor interés, más evidente nuestra propia incapacidad para convencer, animar y aún cambiar al otro. La razón es sencilla, nosotros, apenas ramas, no podemos dar uvas de nosotros mismos. Este de nosotros mismos es la clave para entender las palabras de Jesús.

La buena noticia, el motivo de nuestro gozo en medio de las circunstancias que vivimos, es que Jesucristo, nuestro Señor, es la vid verdadera y nosotros somos sus ramas. Como sabe quien conoce lo mínimo acerca de la botánica, la vida y la fuerza de las ramas resulta de la savia que fluye desde las raíces y al través del tronco. Así, Jesús promete que: “El que permanece unido a mí, yo unido a él, da mucho fruto”. Vs 5.  Por ello, sin importar nuestras limitaciones personales, sí podemos dar fruto. No de nosotros mismos, pero sí de aquel quien está en nosotros y en quien vivimos, nos movemos y somos. Hechos 17.28

Les hablo así para que se alegren conmigo y su alegría sea completa”, dice Jesús. O, como traduce RVA: “Estas cosas les he hablado para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea completo”. El término que se traduce por alegren o gozo, es una metonimia. Lo que Jesús hace es asumirse él mismo como el gozo del creyente. El “se alegren conmigo”, no se refiere solo a alegrarse por estar en compañía de Jesús, sino que él mismo es la sustancia del gozo del creyente.

Jesús dijo que él no podía hacer nada por sí mismo. Juan 5.30 Pero ello no significaba que no pudiera hacer lo que había recibido de su Padre hacer, y lo que, por lo tanto, deseaba hacer. Dado que su Padre estaba con él, podía hacer todo lo que agradaba al Padre. En la misma línea, el Señor ha hecho una grandiosa promesa para los suyos: “Antes bien,  como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman”. 1 Corintios 2.9

Nosotros podemos hacer y lograr todo aquello que el Padre ha puesto en nuestro corazón hacer. Filipenses 2. 13 Podemos alcanzar con el poder de su Palabra a los que amamos y confiar que el Señor hará la obra redentora en ellos. Podemos ser agentes de cambio efectivos, como lo fueron los primeros cristianos de quienes se dijo que trastornaban al mundo entero. Hechos 17.6 Sí, podemos ser y hacer todo esto, siempre y cuando permanezcamos unidos a nuestro Señor Jesucristo.