Posted tagged ‘Relaciones’

Amarse a Uno Mismo

27 febrero, 2010

Pastor Adoniram Gaxiola

2 Samuel 13.10-22

Amarse a uno mismo resulta de primordial importancia. Quien se ama está en paz consigo mismo, por lo tanto puede conservar su equilibrio interior en cualquier circunstancia. Sobre todo, quien se ama a sí mismo puede mantener su dominio propio ante los retos implícitos en toda relación humana. Es más, amarse a sí mismo es una capacidad inherente a la condición de ser humano. La misma naturaleza humana, el diseño divino con que hemos sido creados hace que el amarnos, tanto como capacidad como necesidad, esté unido a nuestra identidad. Por ello quien no se ama a sí mismo sufre un desgarramiento de su identidad, pues no sólo no se ama, sino que se priva a sí mismo de lo que le es propio. Atenta contra sí mismo, de la misma manera que lo hace quien destruye las columnas que sostienen a una construcción.

Son muchas las razones que explican la falta de amor a uno mismo, el desamor. Fundamentalmente se originan tanto en el interior de la persona, como en su entorno social inmediato, la familia. La persona, al nacer, es maleable en su carácter por lo que resulta especialmente sensible a los estímulos familiares que recibe. Se dice que el carácter emocional de las personas se define en los primeros años de vida. Así, la persona no solo aprende a sentir respecto de los demás, sino que también aprende a sentir respecto de sí misma. Uso de manera reiterativa la expresión aprende a sentir, porque  no necesariamente lo que la persona siente respecto de sí mismo y respecto de los demás es natural, propio de su identidad. Más bien, aprehende lo que los demás sienten y perciben de ella. Es decir, hace propio, coge, lo que los demás tienen para ella. Dada su inmadurez emocional, la persona no tiene el juicio que le permite distinguir lo verdadero de lo falso, lo propio de lo impuesto, lo bueno de lo malo.

Un personaje bíblico que nos permite entender mejor esto es Absalón, el hijo de David. Absalón fue uno de los 19 hijos varones de David y tuvo una hermana. La familia de David era una familia en extremo disfuncional. El padre era un hombre pasional, inestable y sensual. Sus hijos sufrieron las consecuencias del pecado de su padre, fueron marcados existencialmente por el ambiente familiar, especialmente Absalón. En él podemos descubrir un peculiar sentido de lealtad familiar, protege y venga su hermana por la deshonra ocasionada por su hermano mayor, Amnón. Pero, también traiciona a su propio padre, al extremo de ponerlo en peligro de muerte. La historia de David y Absalón descubre a un hijo consentido, que había aprendido a sentirse superior, con mayor derecho y enfermamente cercano y enfrentado a su padre.

Absalón difícilmente podía amar a otros, puesto que no estaba en equilibrio consigo mismo… no parece que pudiera amarse a sí mismo.

Los conflictos de los padres, el alejamiento entre ellos y la separación de facto que los hijos pueden percibir, así como el abandono real o virtual que enfrenten, atenta contra el amor propio de estos. Lo mismo sucede con las relaciones diferenciadas y privilegiadas respecto de los hijos, los que resultan menos favorecidos por sus padres aprenden que no hay en ellos qué los haga dignos de ser amados. Pero, también, los que son amados en exceso aprenden a sentir lo que no es propio, lo que no les ayuda a desarrollar y conservar el equilibrio interior. Como Amnón sienten que los demás están a su servicio y disposición, necesitan someter a los otros para sentirse completos, todavía dignos de ser amados.

Si todo esto resulta importante y digno de ser tomado en cuenta, no es, con todo, lo más importante. Dios creó al hombre para vivir en comunión con él, lo hizo digno [merecedor] de ser amado y Dios es el primero que ama al ser humano de manera incondicional. Porque lo ama, el hombre es lo que más importa a Dios, más que la naturaleza, más que el Universo, más que los ángeles. Por amor al hombre, Dios entregó a su propio Hijo con el fin de recuperar la relación de amor que inicialmente se propuso. Sin embargo, el diablo no sólo ha querido arrebatarle a Dios su gloria y señorío; ya que no pudo hacerlo se propuso arrebatarle a quien Dios más ama: el hombre, creado a su imagen y semejanza. Satanás quiso hacer del hombre un ser indigno de ser amado, por ello es que, según la enseñanza de Jesús nos revela: el diablo ha venido a robar, matar y destruir lo que de Dios hay en el hombre.

Lo interesante es que Satanás destruye dando, incrementando aquello que daña al hombre. Santiago nos enseña que el pecado, el errar, empieza cuando cada uno de su concupiscencia es atraído y seducido. [1.14] Una traducción más actual dice que cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seduce. [NVI] Los malos deseos, la concupiscencia, no son otra cosa sino deseos desordenados.

La construcción de nuestro carácter, desde la infancia, generó, desarrolló deseos de dos clases: deseos ordenados y deseos desordenados. Los primeros animan y fortalecen lo que nos es propio, la superación, el gusto de lo bueno, el servicio a los demás. Los deseos desordenados, por el contrario, animan y fortalecen actitudes y conductas que atentan contra nuestra dignidad propia y, por lo tanto, dificultan de manera creciente el que nos amemos a nosotros mismos.

Más y más de lo que los deseos desordenados producen, poder, sensualidad, dinero, promiscuidad, etc., nunca producen mayor amor propio. Como Absalón, no se amó más cuando derrocó a su padre, ni siquiera se amó más cuando se acostó con las mujeres de David. Por eso es el diablo nos quita dándonos. Él sabe que mientras más tengamos de lo que es fruto de nuestros deseos desordenados, más vacíos estaremos y menos razón tendremos para amarnos a nosotros mismos.

Jesucristo dijo que él había venido para destruir las obras del diablo y para que nosotros tuviéramos vida en abundancia. ¿Cómo lo hizo? Recuperando en nosotros el amor del Padre. No que el Padre hubiera dejado de amarnos, sino que nuestro pecado hizo que dejáramos de ser amables; es decir, dignos de ser amados. Lo hizo, destruyendo las obras del diablo y dándonos un nuevo espíritu, una nueva manera de pensar y de sentir. Pablo lo define así: Pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino un espíritu de poder, de amor y de buen juicio. [2 Ti 1.7]Es decir, en Cristo ha traído a nosotros el equilibrio perdido y, por lo tanto, ha recuperado la paz que nos permite amarnos a nosotros mismos y amar a nuestros semejantes.

Siempre me ha parecido excepcionalmente importante y atractiva la declaración paulina: Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. [Fil 4.7] Lo importante es la promesa: la paz de Dios guardará nuestros corazones y pensamientos. Es decir, lo que sentimos y lo que pensamos. El término sugiere que la paz de Dios pondrá una guardia militar que impida el ataque del enemigo. Más aún, resulta interesante que el Apóstol se refiere, como paz, a la armonía entre Dios y el hombre y, por consiguiente la armonía de este consigo misma y, en consecuencia la capacidad para poder permanecer en equilibrio en las vicisitudes de las relaciones humanas.

En conclusión

La Biblia nos enseña que en y por Cristo, aquellos que han perdido el derecho de ser amados por Dios y por lo tanto la capacidad de amarse a sí mismos, recuperan tanto el derecho como la capacidad de hacerlo. Pero, también nos enseña que se ama a sí mismo quien se sabe amado por Dios y permanece en una relación nutricia con su Señor. Enseña que nuestro amor a nosotros mismos se nutre del amor que el Padre nos tiene y manifiesta. Que, a final de cuentas, nos amamos con el mismo amor que somos amados.

Y que ese amor en nosotros, el amor de Dios, recupera definitiva, aunque paulatinamente, el equilibrio interior que nos permite ser libres del poder de nuestros más íntimos deseos desordenados. Sabiéndonos amados, podemos amarnos a nosotros mismos.

Como quieran que los demás hagan con ustedes

25 octubre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

Mateo 7.12

San Pablo asegura que nuestra predicación es locura para muchos que la escuchan. Una de las razones para ello es que el mensaje de Cristo resulta extraño a quienes han aprendido a vivir de cierta manera. En muchos casos, aún la insatisfacción provocada por tal clase de vida no les impide rechazar, muchas veces a priori, el mensaje de vida.

Tal el caso del pasaje que nos ocupa. La llamada regla de oro se enfrenta con un hecho absoluto en quienes no viven la realidad del Reino de Dios: se asumen como los acreedores de cuantos les rodean. Es decir, asumen que tarea de los demás es tratarlos como les es debido, hacer por y para ellos lo que necesitan y responder a sus expectativas, sin importar lo que ellos mismos sean o hagan. Es decir, se trata de personas que, por las razones que sean, van por la vida convencidas de que si de responsabilidades se trata, estas se les deben a ellas y si de derechos hablamos, estos les corresponden aún a costa de la dignidad, la paz y el equilibrio de los demás.

En efecto, muchos de los problemas relacionales: de pareja, filiales, amistosos, laborales, etc., se complican porque las partes en conflicto esperan que sean los otros los que hagan lo que es propio. Si de parejas se trata, se espera que el marido o la esposa cambien; si de los compañeros de trabajo, se espera que sea el otro el que se dé cuenta y haga lo que yo pienso, etc.

Nuestro Señor Jesús hace evidente que en el origen de los conflictos relacionales se encuentran necesidades insatisfechas de las personas en lucha. La insatisfacción insatisfecha genera una mayor necesidad, hasta llegar al grado de que la persona necesitada resulta incapaz de controlar su frustración, su ira y deseos de revancha, lo que expresa con su intolerancia, persecución y diversas formas de agresión al otro. No solo ello, su capacidad de juicio se reduce de tal forma que se vuelve insensible a sus propios errores y propicia un mayor daño para sí misma y para con quienes está en conflicto.

El “como quieran que los demás hagan con ustedes” de la frase de Jesús, evidencia que Dios no solo no ignora nuestras necesidades y deseos, sino que los legitima en la medida que los mismos son expresión de nuestra condición y naturaleza humana.

En los conflictos relacionales, sean estos del tipo que sean, uno de los problemas que los exacerban es tanto el temor a que el otro no reconozca mis necesidades, como el efectivo menosprecio que el otro hace de las mismas. Por ejemplo, el esposo necesita que su mujer le escuche, pero también que le hable. Sin embargo, por la experiencia vivida, puede temer que a su mujer no le interese hacer ninguna de las dos cosas. Si a ello suma la incapacidad y/o el desinterés de la esposa en comprender su necesidad, generalmente actuará exigiendo al esposo que la escuche y le hable.

Lo que Jesús dice es que la necesidad del marido es real y es legítima. Y esto resulta fundamental entenderlo. Todos tenemos necesidades sentidas, si algunas no tiene lógica o al otro le parecen que no son reales, siguen siendo nuestras necesidades. Sin embargo, tal no es el tema que ocupa a nuestro Señor. Él se ocupa de un modelo de satisfacción de necesidades que es propio del Reino de Dios. En cierta manera, a lo que Jesús nos llama es a dejar de buscar la satisfacción de nuestras necesidades en el modelo que es según la carne. Los que siguen tal modelo, no pueden agradar a Dios (Ro 8.8), ni, por lo tanto, satisfacer sus necesidades sentidas. La carne lo único que produce es corrupción. Como a muchos nos consta.

De lo que se trata, según el modelo propuesto por Jesús, es que quien está en necesidad tome el control del proceso para garantizar que encontrará lo que le hace falta. En este proceso, quien necesita ser tratado de cierta manera, actúa de la misma para con quien puede contribuir a la satisfacción de sus necesidades. Creo que aquí podemos aplicar uno que llamaremos principio de género. Género es la clase o tipo a que pertenecen personas y cosas. Otra forma de decirlo es iguales atraen a iguales. En la propuesta de Jesús está presente este principio, para recibir lo que deseas debes dar el mismo género, la misma clase, de lo que esperas recibir. Porque, si das una clase distinta a lo que esperas recibir, nunca recibirás lo que esperas.

Es como salirse de curso, no importa cuánto avances en el mar o en el aire, cada vez estarás más lejos del destino deseado. Tan cierto es esto que nuestro Señor Jesucristo concluye que en eso se resumen la ley y los profetas. Es decir, no hay duda acerca de la validez de tal principio.

Los seres humanos tenemos mucho más capacidad y poder para definir nuestro destino que lo que generalmente estamos dispuestos a creer y aceptar. Si el futuro es cosecha, el mismo depende en buena medida de lo que sembramos hoy. Es cierto que nuestra siembra puede ser atacada y que habrá quienes en nuestro trigal siembren cizaña. Pero, según aseguró Jesús, en el día de la cosecha el trigo seguirá siendo trigo. Es decir, podemos confiar que el fruto de la justicia, siempre será justicia. Santiago3.18 asegura: los que procuran la paz, siembran en paz para recoger como fruto la justicia.

En la búsqueda de la satisfacción de nuestras necesidades, dejemos de actuar de la manera equivocada, mejor hagamos con los demás como queremos que hagan con nosotros.

Los Derechos de las Mujeres

5 octubre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

Los derechos de las mujeres son derechos naturales. Es decir, son derechos propios a su condición de ser humanos. No les son otorgados, ni ellas tienen que ganarlos. Dado que las mujeres son, entonces tienen derechos. Desafortunadamente, en nuestra cultura no se honra este principio. A las mujeres se les regatean sus derechos. En su condición de mujeres se les exige un doble esfuerzo, una actitud agradecida y el cumplimiento de muchos, muchos, méritos, para que, finalmente, se les reconozcan algunos derechos.

Esto sucede “hasta en las mejores familias”. Los hombres han sido formados con una actitud complaciente hacia las mujeres. Aún los que, en apariencia, no violentan los derechos de las mujeres, en no pocos casos son movidos por la idea de que son ellos los que dan, los que permiten, los que ayudan. En muy pocos casos están los hombres capacitados para reconocer a las mujeres como sus iguales, sin verse o sentirse en riesgo ante ellas.

Lo malo es que no son pocas las mujeres que piensan igual de sí mismas. Viven esforzándose para ganarse el derecho a ser, a ser tomadas en cuenta, a ser respetadas. Ellas mismas, conciente e inconcientemente, se repliegan y renuncian a sus derechos. Aún cuando se lamentan por ser marginadas, ellas mismas contribuyen al despojo de su dignidad, de su integridad y de su libertad.

Hay dos declaraciones bíblicas que ayudarán tanto a los hombres como a las mujeres que estén interesados en descubrir y transitar por los principios eternos que garantizan relaciones más sanas, satisfactorias y productivas entre los hombres y las mujeres.

La primera declaración la hace el mismo Dios, en Génesis 1.26-28: “Llenen el mundo y gobiérnenlo”, les dice a Adán y a Eva. La declaración incluye dos principios que trascienden cualquier cultura y forma de pensar. Ambos principios se sustentan en el derecho que Dios otorga en un plano de igualdad tanto al hombre como a la mujer. Derecho es: “la facultad de hacer o exigir todo aquello que la ley o la autoridad establece en nuestro favor, o que el dueño de uno cosa nos permite en ella”. Dios, el dueño de todo lo creado, ha otorgado tanto a la mujer como al hombre, la facultad de hacer o exigir todo aquello que él ha establecido en su favor. De acuerdo con el pasaje bíblico, esta facultad (capacidad), tiene que ver con “llenar el mundo y gobernarlo”. En el “llenar el mundo”,  encontramos un principio de plenitud. Mujer y hombre tienen el derecho a la plenitud: tanto a ser plenos, como a generar plenitud. Es decir, no hay límites para ellos dentro de la Creación. Lo que ellos se propongan alcanzar les es propio.

En segundo lugar, encontramos un principio de gobierno, de autoridad. Ambos están facultados para hacer aquello que les es propio… en igualdad de autoridad. Es decir, ni la mujer tiene que pedir permiso al hombre, ni este tiene que hacerlo con la mujer. No existe, de entrada, un principio de subordinación jerárquica. En un plano de igualdad lo que se hace necesario es el acuerdo entre iguales.

Aquí conviene destacar que el primer derecho de la mujer es ser lo que ella es. En el entorno familiar se tiene la responsabilidad de acompañar a las mujeres en la búsqueda y definición de su propia identidad, de su individualidad. Los familiares deben respetar los espacios de las mujeres, desde niñas, y contribuir al desarrollo de su potencial biótico; es decir, de su capacidad innata para ser y alcanzar lo que se propongan.

Lo que la mujer es, igual que en el caso del hombre, está determinado por el desarrollo de su propia visión. En un complejo proceso, lleno de dolor y de aventura, los seres humanos maduramos. Desarrollamos nuestro carácter identificando aquellas peculiaridades que nos son propias: deseos, habilidades, inquietudes, el llamado, la vocación, etc. Conforme nos vamos conociendo a nosotros mismos podemos mirar hacia el futuro. Podemos ver desde aquí el allá. Derecho de las mujeres es el compromiso de los suyos para que, desde pequeñas, cuenten con los recursos para conocerse a sí mismas y poder engendrar y tejer sus sueños, su visión de sí mismas.

Engendrar, en cuanto contar con los elementos de información, formación y fortalecimiento que les permitan hacer elecciones adecuadas y oportunas. Tejer, en cuanto se les apoye y acompañe en el cumplimiento de las tareas y etapas que les permitan alcanzar lo que se han propuesto. Tienen derecho, las mujeres, a contar con los recursos espirituales, intelectuales, afectivos, materiales y económicos que les permitan realizar la doble tarea de engendrar y tejer sus sueños.

La segunda declaración la encontramos en labios de Pedro, el pescador: “dando honor a la mujer como a vaso más frágil,  y como a coherederas de la gracia de la vida”. 1 Pedro 3.7. “En México, el 70% de las mujeres aseguraron sufrir violencia por parte de su pareja.” Abuso físico, sexual, emocional, económico, moral. El abuso de la mujer es cimiento y expresión de nuestra cultura hedonista, de la doctrina que proclama el placer como el fin supremo de la vida. En efecto, en esta cultura de pecado, la mujer ha sido convertida en un objeto de placer y, al mismo tiempo, en un instrumento para el confort del hombre. La mujer, se piensa, tiene la responsabilidad de satisfacer al hombre tanto directa como indirectamente. Por lo tanto, la mujer debe vivir en función de, y para el servicio del hombre. De ahí que se le niega el derecho a ejercer su voluntad, a satisfacer de manera prioritaria sus necesidades y, sobre todo, a decir no a las exigencias explícitas e implícitas del hombre. No siempre tales abusos se expresan de manera explícita y grosera, en no pocos casos se manifiestan de manera socarrona y aún sutil. Pero no importa el empaque, toda violación a la dignidad de la mujer es violencia.

La mujer tiene el derecho a ser tratada dignamente, con honor. En la cultura bíblica este derecho tiene un doble sustento: primero, porque se considera a la mujer como un vaso más frágil. La expresión es difícil de comprender, pero el término usado por Pedro puede ayudarnos. Significa tanto débil, como enfermo. Luego entonces, podemos asumir que la mujer ha sido debilitada por la cultura de pecado. Tanto dentro de las estructuras familiares, como de las sociales. La mujer ha venido a ser lo que no era cuando fue creada en igualdad con el hombre: débil y enferma en su carácter, en sus capacidades, en su facultad para ejercer el gobierno de sí misma y en la Creación. Por ello los hombres, sus esposos, les debemos un trato deferente, no áspero.

Pero, hay una segunda razón para que la mujer sea tratada con honor por su esposo: ella es coheredera de la gracia de la vida. Lo que la cultura de pecado ha hecho a la mujer no ha sido capaz de despojarla de su dignidad creacional. Sigue siendo igual al hombre, sigue siendo coheredera junto con el hombre. El hombre que menosprecia a su mujer está declarando su menosprecio a sí mismo. El hombre que ama a su mujer, como Cristo ama a la Iglesia, se ama a sí mismo y entonces puede reconocer la dignidad, el honor, de su mujer y actuar en consecuencia.

Preguntas para reflexión

¿Cuáles son las violaciones a los derechos de las mujeres en mi familia?

¿De qué manera y qué áreas resulta menos fácil respetar la dignidad de la esposa, la madre, las hermanas, dentro de mi familia?

¿Qué cosas concretas podemos hacer para respetar el derecho de las mujeres de la familia a ser ellas mismas y a ser tratadas con honor?