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Amor y Respeto

21 noviembre, 2010

Efesios 5.33

Amor y respeto es una combinación de por sí difícil y rara. Sobre todo, cuando se trata de las relaciones de pareja, de la relación matrimonial. Amor, desde luego, es quizá la palabra que más se asocia con el matrimonio, pero pocas veces se la coloca en el mismo casillero con la palabra respeto. Sin embargo, desde la perspectiva bíblica y en lo que se refiere a la relación matrimonial que representa -y quizá hasta reproduce- el misterio de la relación de Cristo con su Iglesia, amor y respeto no son uno sin el otro y ambos resultan mutuamente condicionantes.

No resulta una cuestión menor que Pablo concluya su enseñanza respecto del cómo de la relación matrimonial refiriéndose, primero, a la tarea y responsabilidad del marido. Este, enseña Pablo, debe amar a su mujer como a sí mismo. Como sabemos, el Apóstol se refiere al amor ágape y este no es un impulso que provenga de los sentimientos, no siempre concuerda con la general inclinación de los sentimientos, ni se derrama solo sobre aquellos con los que se descubre una cierta afinidad. Busca el bien de todos, no busca el mal de nadie y sí busca el hacer bien a todos, mayormente a los de la familia de la fe. (Vine, W. E.) Esta larga cita resulta de por sí interesante pues contrasta con el significado que tradicionalmente atribuimos a la palabra amor. Para empezar, el término ágape desvincula al amor de los sentimientos, por lo que amor no es lo que se siente ni siempre concuerda con ello. Amor tampoco significa estar de acuerdo, tener afinidad con el ser amado. El amor ágape tampoco es un impulso, sino una disposición.

El llamado paulino a que el hombre ame a la mujer como a sí mismo revela la sabiduría bíblica. Los hombres no siempre nos gustamos a nosotros mismos, no siempre nos sentimos bien con nosotros mismos… pero siempre estamos a favor de nosotros mismos. Buscamos nuestro bien, procuramos nuestro bienestar. Por ello, somos pacientes con nosotros mismos, mantenemos la esperanza de que llegaremos a ser mejores y buscamos la manera de lograr aquello que nos hemos propuesto. Esto es, precisamente, lo que Pablo nos pide para nuestra esposa.

Pasada la emoción propia del enamoramiento, el esposo descubre que no siempre se siente impulsado a sentir bien, respecto de su esposa. Que, contra lo que él creyó, su mujer no siempre es una fuente de renovado entusiasmo y de burbujeante alegría. Es más, no resulta raro que el marido encuentre que la afinidad (proximidad, analogía o semejanza de una cosa con otra), no es un bien presente en su relación. Que la atracción o la disposición para adecuar sus caracteres, opiniones, gustos, etc., o es cosa del pasado o nunca existió entre ambos. En tal circunstancia, el llamado bíblico es a amar a la esposa con amor ágape, es decir, con una disposición favorable independientemente de las circunstancias que se viven.

Tal disposición consiste en el mantenimiento intencional y sostenido de la búsqueda del bien de la esposa, así como el negarse de manera comprometida a buscar o propiciar el mal de su mujer. Por el contrario, persiste en el propósito de hacer el bien a su mujer y para ello se decide a privilegiar a su esposa por sobre cualquier otra relación o interés. Los hombres que son respetados por sus mujeres encuentran menos difícil el amarlas de tal manera.

Y esto nos lleva a considerar la cuestión del respeto que las esposas deben a sus maridos. El mismo es, de por sí, un tema difícil de considerar. Sobre todo porque el término respeto, de fobeo, significa tener miedo; menos cruda, pero igualmente difícil, sería la traducción reverenciar. Aun la traducción latina respectus, resulta complicada: Veneración, acatamiento que se hace a alguien. Prefiero la segunda acepción del término: Miramiento, consideración, deferencia. Porque no se trata que la esposa tema al marido, ni que se incline ante él. Se trata de que reconozca los espacios de elección, de decisión y de autonomía que son propios de su esposo y actúe en consecuencia, con madurez, consideración y aprecio.

El respeto tiene que ver con la calidad del trato que la esposa da a su marido. Nuestra cultura ha privilegiado la aparición de hombres light y de mujeres autosuficientes. Por lo general, las mujeres son presionadas para actuar con mayores responsabilidades a edades menores a las que tienen los hombres cuando se les exige que sean responsables. El carácter light de los hombres, provoca que su umbral del dolor no sea suficiente para afrontar con madurez los retos de la vida. Por lo tanto, no pocos hombres son dependientes, pasivos y seguidores… de mujeres que se asumen fuertes, capaces y autosuficientes.

Resulta natural que en tales casos las mujeres encuentren difícil el respetar a sus maridos. Pero, también sucede que mujeres que han dejado de crecer integralmente, sea por renuncia consciente o por su propia inmadurez, dejan de estar satisfechas consigo mismas y, por lo tanto, también dejan de respetarse a sí mismas. A menor respeto a sí misma, a mayor insatisfacción consigo, la esposa encontrará cada día más difícil el respetar a su marido, el tratarlo con miramiento, consideración y deferencia.

Quizá se trate de una trampa sicológica que lleva a algunas mujeres a desarrollar un mecanismo de defensa, útil para evadir la responsabilidad propia respecto de sus circunstancias. Pero, quizá se trate, también, de una inadecuada comprensión de las cuestiones espirituales. Muchas mujeres que han dejado de crecer se afana con una espiritualidad escapista, en la que la moral, los convencionalismos y los ritos religiosos son el todo; pero, al mismo tiempo, renuncia a crecer y madurar su psique, su alma: Su inteligencia, sus conocimientos, su lenguaje, su capacidad creativa, etc. Estas mujeres se vuelven activistas, pues la mucha actividad les da la sensación de que están avanzando cuando, quizá, solo están patinando en el mismo sitio.

Solo quien está en equilibrio consigo misma puede respetar a su marido… aún cuando este no haga mucho para merecer tal respeto. La razón es que el respeto al marido tiene que ver, principalmente, con lo que la mujer es y no con lo que el marido tiene, ha logrado o parece merecer.

Como podemos ver, amor y respeto son cuestiones relativas a uno mismo, antes que al otro. Tienen que ver con lo que uno es, antes que con lo que quisiéramos que el otro sea. En cierta manera, la estabilidad matrimonial es fruto de la estabilidad personal integral: Espiritual, mental y física. De ahí la necesidad de la constante conversión a Dios y sus propósitos. En cada nueva etapa de la relación matrimonial la pareja encuentra nuevos retos para el amor y el respeto. La rutina, la costumbre, la cercanía, paradójicamente, hacen más difícil que los hombres amen, se dispongan a favor de sus esposas. A mayor conocimiento de las debilidades del marido, que con el creciente deterioro físico, mental y social del mismo, son más cada día, las mujeres pocas razones encuentran para respetar a sus esposos.

Pero, es el cultivo de la comunión con Dios y la sabiduría que de ella resulta, lo que permite a maridos y esposas el hacer lo que les es propio. Llevar nuestra relación matrimonial a Cristo, ofrecérsela a Dios como una ofrenda, no la hace menos difícil, quizá, pero sí la hace más viable. Porque la gracia divina, que nos justifica, añade y quita lo que hace falta a nuestra relación. Sobre todo, porque nos fortalece y sostiene en la emocionante y difícil tarea de mantener unidos y colaborando al amor y el respeto.

Amar a la Pareja

14 febrero, 2010

Pastor Adoniram Gaxiola

Efesios 5.21ss

Las relaciones matrimoniales, de pareja, son de por sí conflictivas, dificultan el ejercicio del amor. Ello no deja de ser paradójico, por cuanto, se cree, el matrimonio es causa y efecto del amor de la pareja. Es mayor la paradoja cuando asumimos que lo que dificulta el ejercicio del amor no es la mera existencia de problemas en la relación de pareja, sino que los esposos asumen los problemas como conflictos; es decir, como situaciones que les amenazan en la individual y que, por lo tanto, los convierten en enemigos de su pareja.

Tres son las principales áreas de conflicto en las relaciones matrimoniales. La primera, tiene que ver con el poder, que no la autoridad, dentro del vínculo matrimonial. Quién manda, quién decide, quién marca el camino a seguir. El ejercicio del poder se convierte en un conflicto porque los esposos asumen que si ceden poder, estarán en peligro. De ahí que recurran a todos los artilugios disponibles con tal de conservar el poder. Si el otro, o la otra, ejercen poder, se asume como una afrenta a la libertad personal y como un abuso que se sustenta en la capacidad, los recursos y la experiencia del otro. De ahí que se actúe pasiva y activamente de tal forma que se pueda garantizar que mi ejercicio del poder me mantenga a salvo del poder del otro. Se presume que quien ejerce más poder, está más seguro. Y esto tiene su lógica cuando la pareja ha dejado de asumirse uno, para considerarse como dos individuos en conflicto y, por lo tanto, en competencia.

La segunda área tiene que ver con el poder del dinero; más bien, el poder que se le reconoce al dinero. En no pocos casos, el dinero se convierte en la razón de ser de la vida de las personas. Dentro del matrimonio, a mayor dinero, se presume, mayor poder y, por lo tanto, mayor derecho. El dinero deja de ser un mero instrumento al servicio de la pareja, en cuanto medio para la satisfacción de las necesidades familiares y el logro de las metas de quienes forman la familia, para convertirse en el referente que determina quién está bien, quien puede, quien tiene derecho y viceversa.

La sexualidad, es la tercera área de conflicto entre los esposos. También esto resulta paradójico ya que en el plan de Dios, el sexo cumple la doble función de unir íntimamente a la pareja y hacer evidente el placer de la relación matrimonial. De manera lateral, la sexualidad produce hijos. Pero la procreación ni es la razón principal del matrimonio, ni el fin último de la práctica sexual. Esta tiene como razón fundamental el fomentar y fortalecer la unidad física, emocional y hasta espiritual de la pareja. En la práctica del amor conyugal se hace evidente que ambos dejan de ser uno más uno, para convertirse en una nueva persona. Sin embargo, las parejas en conflicto frecuentemente hacen de la práctica de su sexualidad un espacio que les permite fortalecer su individualidad. Es en este campo donde puedo hacer evidente que se trata de mí, de mi cuerpo, de mis sensaciones, etc. Así, te doy en la medida que lo que te doy sirve para reafirmar que yo soy yo y que yo tengo el control sobre mi mismo.

El factor común de tales áreas de conflicto es la conciencia de individualidad. Quienes pelean constantemente por cuestiones de poder, dinero y sexo, solo hacen evidente que han fracaso en la tarea de convertirse en una nueva persona, el nosotros que da sentido y explica a la pareja. Yo, mío y mi, son los referentes que animan, o desaniman, el proceso de constituirse en una sola carne. Quienes así proceden, cada vez menos son una nueva persona, la pareja, y cada vez más se distancian, aíslan y resienten respecto de la persona a la que amaron, prometieron amar y ahora se preguntan si de verdad la aman y si, siendo la respuesta positiva, vale la pena que lo hagan.

En los matrimonios en conflicto todo se hace o se deja de hacer por causa de sí mismo.

Detrás de toda pareja en conflicto existe una razón pocas veces atendidas. Las parejas en conflicto, o se han alejado de Dios, o nunca se han acercado a él, ni lo han reconocido como su Señor y guía. Es decir, todo conflicto matrimonial, o de pareja, evidencia un fracaso en la relación de los esposos con Dios, tanto en el terreno individual, como en el terreno conyugal. Ya sea por ignorancia, porque se desconoce lo que Dios ha establecido como los fundamentos de la relación matrimonial; o por rebeldía, porque no se está dispuesto a obedecer lo que Dios ha establecido como lo justo, lo propio, para los esposos, la identificación espiritual se pierde. Así, las parejas en conflicto intra matrimonial, terminan en conflicto con Dios. No solo se separan entre sí, los esposos en conflicto también hacen notorio su alejamiento de Dios.

Si en el origen de los conflictos matrimoniales se encuentra una relación disfuncional con Dios, resulta lógico asumir que la solución de los conflictos matrimoniales pasa por un sintonizarse con Dios. Es decir, que en la medida que los miembros de la pareja, individualmente, y la pareja de manera conjunta, se vuelvan a Dios y procuren cumplir sus preceptos para el matrimonio y hacer suya la voluntad divina, estarán en camino del éxito matrimonial.

La Biblia revela la voluntad de Dios para el matrimonio cuando define un patrón relacional para la pareja. El pasaje que, en mi opinión, mejor describe este patrón es el de Efesios 5.21-28. La clave del pasaje está en el primer versículo: estén sujetos los unos a los otros, por reverencia a Cristo. El cómo de la relación matrimonial complementaria, satisfactoria y generadora de gozo y alegría, tiene a Cristo como su referente primario. Ni al esposo, ni a la esposa, menos a los hijos: a Cristo. Toda pareja que tiene un referente distinto a Cristo, está en curso de colisión. Es decir, está camino del conflicto, este llegará, tarde o temprano.

Reconocer a Cristo, reverenciarlo, en la intimidad del hogar empieza por darse cuenta que él está presente en el hogar. Que es testigo del quehacer conyugal y familiar. En consecuencia, se trata de vivir de tal manera, de que los esposos se relacionen de tal forma, que evidencien su respeto al Señor. Es decir, se trata de acatar, honrar, al Señor con la manera en que nos relacionamos como esposos.

Obviamente, solo estará interesado en honrar a Dios quien le teme y le ama. Quien lo reconoce como su Señor. Por eso es que hemos dicho que se trata de una cuestión espiritual, del cómo de nuestra relación con Dios y del grado de nuestra comunión con él. Quien menosprecia a Dios, lo ignora – lo deja aparte-, del todo de su vida, incluyendo su vida matrimonial.

En el matrimonio cristiano todo se hace, o se deja de hacer, por causa de Cristo.

El modelo de matrimonio cristiano, del matrimonio exitoso, requiere que la sujeción mutua se exprese de dos formas complementarias. A la mujer se le pide que se someta a su marido y al hombre que ame a su esposa. No debemos perder de vista que ambas indicaciones se refieren a la forma en que ambos muestran su sometimiento mutuo. Por ello es que el sometimiento de la mujer a su marido no es mayor que el de este a su esposa y viceversa.

Alguien ha dicho que, de acuerdo con el evangelio de Cristo, la sujeción mutua es inseparable del amor verdadero. El amoroso sí que produce la sujeción voluntaria al otro, siempre es expresión de la libertad de la persona y no resultado de la imposición violenta de la voluntad del otro. En este modelo de relación, el yo comete un suicidio temporal por cuanto el ego del cónyuge es silenciado por causa del bienestar de su pareja. Se trata de un suicidio temporal y espacial en el que uno muere en aras de que el otro viva. Se trata de un negarme a mí mismo, para que el otro pueda realizarse en mayor grado y así contribuir a la realización plena de la pareja. Pues, cuando uno se duele, ambos padecen; y cuando uno se alegra, ambos son bienaventurados.

En esta disposición de sometimiento mutuo, la instrucción a la mujer resulta redundante: las esposas deben estar sujetas a sus esposas como al Señor. No cabe duda que tal principio corresponde a un modelo matrimonial tradicional, patriarcal, hasta, en apariencia, machista. Sin embargo, la aclaración como al Señor, redimensiona el mandato. El sometimiento debido al esposo no se equipara al exigido por un déspota. No tiene como razón de ser al esposo, sino al éxito matrimonial, entendiendo este como el resultado feliz de la relación de esposos.

Además, la referencia como al Señor destaca que la cabeza y el cuerpo son una sola unidad. Así, el reconocimiento al liderazgo del marido contribuye al bienestar de la mujer misma. Al mismo tiempo que el marido, al cumplir fielmente con su tarea de cabeza de familia, dirige a los suyos a la obtención del bien común. El sometimiento de la mujer al esposo no es otra cosa que el respeto a la función y responsabilidad del mismo. La mujer no atropella, no invade y no exime de las responsabilidades que le corresponden al esposo y le deja ser y hacer lo que le es propio. Es esta una tarea que exige de la mujer paciencia, esperanza y comprensión, desde luego. Pero, también exige firmeza pues requiere que se mantenga haciendo lo bueno, aun cuando su marido parezca haber perdido el paso.

Esto nos lleva a la cuestión de cómo seguir a quien no parece tener, o de plano no tiene, rumbo. Cómo seguir a un marido que ni a brújula llega, es una cuestión que no puede dejarse de lado. La instrucción de Pedro, en el sentido de que la mujer debe someterse a su marido aun cuando este no sea creyente, destaca la confianza que el Apóstol tiene en el poder del testimonio de la mujer sujeta a Cristo. El que ella persevere haciendo el bien puede animar y conducir al marido a que él retome el camino adecuado. Es como cuando dos personas cantan y una de ellas desafina. Si la compañera de esta se deja llevar por el desentono, ambas darán al traste con la interpretación que hacen. Sin embargo, en la medida que la persona afinada se mantiene en el tono correcto, quien se ha desviado de este podrá recuperarlo y contribuir así a la armonía musical. Lo mismo sucede en la pareja. Respetar al marido significa no dejar de ser lo que la mujer es en Cristo, reteniendo sus responsabilidades y negándose a manipular, condescender o asumir como propias las responsabilidades del otro.

Cumplir con el mandato de Cristo requiere que las mujeres dejen hacer mucho de lo que han venido haciendo y que empiecen a hacer lo que les es propio, tanto en cuestiones de liderazgo familiar, como en las que tienen que ver con la generación y administración de los recursos económicos, como en el modelo de sexualidad propio de su pareja. Por ejemplo, hay mujeres que no solo cocinan, lavan y limpian para el esposo; también le dan casa y le financian sus juguetes, pero, a más de ello tienen que contribuir a partes iguales para el gasto familiar. Nada más alejado del principio bíblico que asocia al liderazgo masculino el cumplimiento mayoritario de la generación de recursos, la prestación de servicio y el cuidado de la esposa y de los hijos, en ese orden.

A los esposos la Biblia les exige, no que obedezcan a sus mujeres, sino que las amen. ¿Estamos ante una discriminación? ¿Se trata de fortalecer estructuras machistas como las únicas válidas para el matrimonio? Lo cierto es que una lectura parcial del texto bíblico así pareciera sugerirlo. Pero, una lectura cuidadosa de los textos bíblicos destacan dos cuestiones torales: La primera, se exige al hombre que ame a su esposa como Cristo amó a la iglesia. La segunda, se le exige al esposo que ame a su esposa como a su propio cuerpo, porque, se aclara, quien ama así a su esposa, se ama a sí mismo.

Difícilmente podremos encontrar una forma de sometimiento mayor, más costoso y sacrificial que el que está implícito en la manera cristiana de amar a la esposa.

Fijémonos que a los esposos cristianos se les llama a imitar a Cristo en cuanto a su amor a la iglesia. El cómo de este amor, la dimensión del mismo se explicita con la frase: dio su vida por ella. Dio, entregó, son términos interesantes. Primero, porque destacan el hecho de que la iglesia no despoja a Cristo, sino que él se auto despoja a favor de la misma. Lo mismo se llama a hacer al marido: privilegia a tu mujer por sobre ti mismo. Además, porque de manera implícita se llama al hombre no solo a renunciar a lo suyo a favor de su mujer, sino a tolerar también la prisión que ello significa. Puede hacerlo porque sabe que así su amor da fruto en la realización plena de su esposa, en el que ella pueda ser bienaventurada, feliz y exitosa.

La expresión de este amor cristiano a la esposa se evidencia tanto en el sustento y el cuidado que el marido provee a la esposa. En una cultura de pretendida igualdad, estos elementos bíblicos deben ser recuperados. Toca al marido la tarea fundamental de alimentar a la esposa. Es decir, toca al esposo cristiano la tarea de ser el primer proveedor para la esposa y sus hijos. El aporte que la esposa haga al gasto familiar siempre deberá ser complementario al aporte del marido. Cualquier otro modelo de relación, por muy necesario o civilizado que parezca, es ajeno al principio cristiano para el matrimonio. Además, toca también al marido la tarea de cuidar a la esposa. La idea es retadora, thalpo significa: calentar, suavizar por calor; luego, mantenerse caliente, como de aves cubriendo a sus polluelos con sus plumas. Se trata de un cuidado tierno que tiene como propósito garantizar el bienestar de la esposa, su comodidad. Difícilmente hay amor más enriquecedor y trascendente que el que se exige de los esposos cristianos.

Ante la mala fama del matrimonio, ante el número creciente de parejas separadas, ante las propias heridas resultantes de la relación matrimonial, parecieran ser pocas las razones para creer que el matrimonio puede funcionar y ser exitoso. Pareciera haber razón para que cada vez más solteros tengan miedo de casarse y para que cada vez más casados estén pensando en huir de, dar por terminado, su matrimonio.

La fe cristiana, el evangelio de Cristo, nos anima a renovar la esperanza. Se puede estar casado y ser feliz. Se puede estar casado y alcanzar el éxito en la vida. Sí, se puede… en Cristo. Los matrimonios en conflicto viven tiempos de conversión y de gracia. Si se vuelven al Señor y hacen suyo el modelo cristiano del matrimonio, estarán dando lugar a la gracia divina. Entonces, con la ayuda de Dios, podrán descubrirse a sí mismos como capaces de amar y amarse de una manera plena, cautivadora y, sobre todo, feliz y trascendente.

Dejar, Unir

25 julio, 2009

Génesis 2.22-25

En la boda de Adriana y Milton

Dicen que cada nuevo matrimonio es una oportunidad que Dios se da a sí mismo para recuperarse del fracaso de Adán y Eva. No sé si ello será cierto, lo que sí sé es que cada nuevo matrimonio representa la oportunidad de empezar una nueva forma de vida. Oportunidad que da a los casados el espacio para descubrir lo mejor (y lo peor), de sí mismos, sabiendo que son ellos quienes irán creando el camino para su plena realización con personas y como pareja.

El camino a la plenitud matrimonial pasa por dos condiciones: hay que dejar y hay que unir. Muchos matrimonios se han quedado a la mitad del camino porque no han dejado y no han unido. Y es que el cumplimiento de ambas condiciones resulta esencial, costoso, sí, pero siempre gratificante. Dejar y unir, como una semilla llena de vida, siempre darán como fruto “una nueva carne”, es decir, la formación de esa persona a la que llamamos “pareja”.

Todos los novios, cuando se preparan para ir a la que será su “nidito de amor”, descubren que hay que dejar cosas, costumbres y relaciones. Aún los que reciben al cónyuge en su propia casa, tienen que escoger, separar y deshacerse también de cosas, costumbres y relaciones. Lo que sucede en los días previos a la boda es anuncio de lo que habrá de venir en el día a día del nuevo matrimonio. Conciente e inconcientemente se tendrá que ir dejando lo que no es propio de la nueva relación.

Dejar Padre y Madre

La figura bíblica que se refiere a dejar “padre y madre” es por demás reveladora. Lo primero que implica es que los que se casan salen, deben hacerlo, de la cobertura parental. Se trata, por lo tanto, de una emancipación plena. Me gusta la segunda acepción del término emancipar: “Liberarse de cualquier clase de subordinación o dependencia”. Para ser una nueva persona, para ser pareja, los casados deben estar libres de cualquier sometimiento o reconocimiento a un poder familiar superior.

Para los casados esto significa el asumir plenamente la responsabilidad de sí mismos. Hacerse cargo de las consecuencias de sus decisiones, así como del costo de las mismas. Deben asumirse otros, respecto de sus padres, hermanos y demás familiares. Esto tiene que ver con el establecimiento de prioridades, así como la reelaboración de los roles personales los que tienen que ver con la relación con sus familias parentales. Para los nuevos esposos, el uno y el otro son y están antes que sus padres y demás parientes. Aunque persiste su condición de hijos y hermanos, esta se reestructura y queda subordinada a los intereses, las prioridades y las responsabilidades propias de la relación de esposos. Tarea difícil esta.

Desde luego, tarea difícil para los esposos. En particular para quienes llegan al matrimonio trayendo hijos, y hasta nietos, de pasadas relaciones. También a estos hay que dejar, en el sentido bíblico de la expresión, para asumir como primera y principal relación la que les une a su pareja.

Pero, también, tarea difícil para las familias parentales. Para que los nuevos esposos puedan dejar, se requiere que los padres, hermanos y demás parientes, estén dispuestos a dejarlos ir. Antes decía que lo que sucede en los días previos a la boda es anuncio de lo que ha de venir. Después de treinta años de casar parejas, conozco bien de los conflictos intrafamiliares por cuestiones tales como si hay o no recepción de bodas, por el monto de los gastos nupciales, por a quién se invita y a quién no, etc. Estas y otras muchas cuestiones solo evidencian la necesidad conciente e inconciente de los padres, hermanos, abuelos, tíos, etc., de mantener bajo la cobertura familiar a los que se están yendo. Y son, también, anuncio de lo que puede venir si unos y otros no se deciden a irse y a dejar ir. El matrimonio es asunto de los dos que se casan. Ellos marcan rumbo, establecen tiempos y prioridades y pagan, siempre, el precio de sus decisiones.

Así que, a los novios les digo: “paguen el precio de ser ustedes mismos, dejen y váyanse”. A los familiares les recomiendo: “dejen ir a sus hijos, hermanos, padres, etc.”, el camino por el que habrán de andar es de ellos y a ellos toca el decidir a dónde, cuándo, cómo y con quiénes habrán de transitarlo. Que los novios se vayan y que los suyos los dejen ir es una expresión sublime del amor. Porque no se van porque dejen de amar a los suyos, ni los dejamos ir porque ya no los queramos. No, se van y los dejamos para que ellos y nosotros podamos descubrir y transitar nuevos caminos de amor.

Llegarán a Ser como Una Sola Persona

Las últimas palabras de nuestra lectura bíblica, NVI las traduce así: “Y los dos se funden en un nuevo ser”. Dejar padre y madre para llegar a ser uno solo, sin dejar de ser uno mismo. En tal propósito, ser como una sola persona, existe la tensión del “ya y todavía no”. En cierta manera, los nuevos esposos ya son una nueva persona, por eso son un matrimonio, una pareja. Pero, al mismo tiempo, no lo son sino que están en dirección de serlo. Por eso es que he utilizado el término “camino” como sinónimo de la relación matrimonial. Camino es la “tierra hollada por donde se transita habitualmente” y “vía que se construye para transitar”.

El matrimonio es tierra que hay que transitar habitualmente. También es una vía que nos lleva al propósito de terminar siendo uno solo. Tres son las etapas de este hollar la tierra que convertimos en vía: el deseo, los sueños y el propósito. La etapa del deseo es emocionante y candente; llena de romanticismo y pasión. Sin embargo, no garantiza el que la pareja se funda en un nuevo ser. Tampoco la etapa de los sueños, cuando la pasión se agota, cuando las emociones disminuyen, soñamos con lo que fue y con lo que nos gustaría que fuera. Pero, como los sueños, sueños son, poco sirven para hacer de la pareja un solo ser. La unión de la pareja pasa necesariamente por el compromiso. Es decir, por la obligación contraída con uno mismo y con el otro. La obligación que se mantiene pese a las dificultades, pese a los desánimos, pese a las decepciones.

Quien empieza un camino sabe que lo que valida la experiencia no es el iniciarlo, sino el llegar al final previsto. Pero, son muchas las parejas que dejaron el camino cuando dejó de haber razón para el compromiso. Hablar de esto así y en las circunstancias sociales que nos envuelven puede resultar incómodo y, para algunos, hasta obsoleto. Pero, quiero creer que quienes se casan quieren alcanzar el propósito de llegar a ser una sola persona. Que no se unen para fracasar, sino para trascender. Que más interesados están en el fin del asunto, que en estos emocionantes momentos del principio del mismo.

A quienes ya han hollado tierras de otros caminos, debo advertir que en su actual caminar habrán de encontrar paisajes que les recordarán viejos caminos. Y que, por momentos les parecerá que están allá y no aquí. Y, quizá, se vean animados a renunciar al viaje que han emprendido. Yo les animo a que se propongan alcanzar la meta, que luchen contra todo lo que pretenda echarlos fuera del camino. Que, contra toda desesperanza, mantengan la esperanza. Que perseveren y que no desistan a menos que permanecer en este camino atente contra su propia dignidad y valía.

Los caminos largos nos hacen viajar de noche, entre las tinieblas. Los que se casan habrán de encontrar valles de sombra y de muerte. Pero no estarán solos cuando enfrentan tales realidades. El que consagren su matrimonio a Dios les garantiza la presencia divina a lo largo de su caminar. La gracia, el amor y la guía divinos son, han sido y serán la razón que les sostiene, les consuela y les dirige.

Salir al camino del matrimonio sin la presencia de Dios no es un acto de valor y autosuficiencia, es, cuando menos, un acto irresponsable. Todos los matrimonios necesitamos de la gracia divina. Del regalo incondicional que Dios nos da de la salvación en Cristo. San Pablo aseguro que, por gracia, Dios nos ha dado un espíritu, una manera de pensar, que se distingue por el amor, el poder para ser dignos en cualquier circunstancia y el dominio propio que nos permite prevalecer aún ante la inmadurez del otro. Necesitamos también del amor que escucha, comprende y acompaña en las más diversas circunstancias a las que el matrimonio nos lleva. Y, desde luego, necesitamos de la guianza divina. Si el matrimonio es camino que no conocemos, hay uno que ya nos espera al final del mismo: nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Él puede decirnos por donde, cuando y como ser y hacer matrimonio. Cuando no sabemos, él sabe y cuando no podemos, él puede.

En Cristo, quienes se casan, pueden alcanzar las metas que se han propuesto. Pueden disfrutar el placer de caminar juntos por caminos desconocidos. Es más, en Cristo, quienes se casan pueden encontrar la libertad para ser totalmente ellos y totalmente uno. Porque en Cristo, no solo el inicio es bueno, el final lo es mejor.