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Los jóvenes tienen derecho

24 noviembre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

Es un hecho que la iglesia es el principal obstáculo que muchos jóvenes enfrentan en su búsqueda de Dios. Y no es que se trate de un mero pretexto de estoy jóvenes, esto es cierto y no podemos, ni debemos, ignorarlo. No siempre se trata de una mala intención, o de que a la iglesia no le interesen o le estorben los jóvenes. Lo trágico es que, muchas veces, aquello que irrita a los adolescentes y jóvenes y que termina por alejarlos de la iglesia es, paradójicamente, fruto del interés y la preocupación que la misma tiene a favor de ellos.

Las razones para ello son muchas, quizá la principal el deseo de no pocos padres, madres y amigos que no quieren que los adolescentes y jóvenes pasen y enfrenten lo que ellos han vivido y les ha llenado de dolor, fracaso y amargura. Lo malo es que tan buena intención no siempre se expresa de la manera más adecuada y oportuna. Por lo general, los adultos y viejos (incluyendo a no pocos pastores), optan por recurrir a la prohibición, el control absoluto y el descuento de los deseos, las inquietudes y el derecho de los jóvenes a decidir por sí mismos las cosas que consideran importantes en su vida.

Dios y la Biblia se convierten, en manos de los padres y líderes preocupados por los jóvenes, en instrumentos que justifican el control, el miedo inducido y hasta las amenazas explícitas e implícitas con las que se pretende proteger a los muchachos y las muchachas de las tentaciones y los peligros del mundo. Así, mucho antes de que los jóvenes tengan la oportunidad de conocer al Señor por sí mismos y de descubrir a sus propias expensas el verdadero mensaje de la Biblia, desarrollan un rechazo al grado de que se vuelven alérgicos a Dios, a la Biblia y, no se diga, a la iglesia misma.

Por el otro lado están muchos de los jóvenes que permanecen en la iglesia… por las razones equivocadas. De vez en cuando me meto a los foros juveniles de Internet y no deja de sorprenderme, una y otra vez, lo que leo. Pero, me parece justo usar la palabra alienación para definir mucho de ello. La Real Academia Española define la alienación como “[el] proceso mediante el cual el individuo o una colectividad transforman su conciencia hasta hacerla contradictoria con lo que debía esperarse de su condición”. Y uso este término porque la Palabra de Dios asegura que Cristo ha venido para traer libertad a los cautivos; que su Palabra nos hará libres; y que, si el Hijos nos hace libres, seremos verdaderamente libres.

La contradicción consiste en el hecho de que no pocos jóvenes cristianos van por la vida siendo esclavos de juicios, prohibiciones y temores que están lejos de significar libertad y vida plena. Cuestiones relacionadas con el tipo de música que escuchan, su vestimenta, la relación amistosa con quienes no son cristianos, etc., son terreno en que no pocos jóvenes permanecen atrapados. Dejan de ser ellos mismos para ser lo que otros quieren que sean. En consecuencia se cumple en ellos lo que el Apóstol Pablo asegura a los romanos: “yo sé que no hay nada impuro en sí mismo; como creyente en el Señor Jesús, estoy seguro de ello. Pero si alguno piensa que una cosa es impura, será impura para él”. Ro 14.14

Creo que unos y otros, tanto aquellos jóvenes que abandonan la iglesia y reniegan de Dios; como aquellos que permanecen en la misma sin crecer por sí mismos, comprendiendo el sentido bíblico de la libertad cristiana, padecen de un mismo mal: desconocen lo que la Biblia enseña acerca de la libertad, la responsabilidad personal y la plenitud de la vida en Cristo.

Por ejemplo, creo que son pocos los jóvenes que saben que la Biblia tiene recomendaciones tales como: “Diviértete, joven, ahora que estás lleno de vida; disfruta de lo bueno ahora que puedes. Déjate llevar por los impulsos de tu corazón y por todo lo que ves, pero recuerda que de todo ello Dios te pedirá cuentas”. Ec 11.9 Y que, si acaso han escuchado algún sermón sobre este pasaje, el énfasis de tal predicación ha sido la oración final del versículo.

Permítanme aventurar una propuesta diferente. Esta parte del principio de que Dios nos ha creado, a todos, a su imagen y semejanza. Es decir, con la capacidad de elegir ante las distintas alternativas que la vida, en todas sus áreas, nos propone. Además de ello, los seres humanos hemos sido bendecidos con ese gobierno interior que es la conciencia. Esta es la facultad que todo ser humano tiene de llegar a conocer la voluntad de Dios y que Dios ha dispuesto para gobernar nuestras vidas. Dios ha decidido correr el riesgo de que el ser humano pueda elegir por sí mismo lo que le conviene. Aún cuando Dios sabe de las limitaciones propias de la naturaleza pecadora del hombre, así como del poder de las influencias personales, familiares y sociales que las personas enfrentan, Dios nunca, repito, nunca, ha impuesto a nadie que haga aquello que Dios ha establecido como lo justo, como lo correcto.

Dios, por así decirlo, se ha convertido a sí mismo como una opción más por las que las personas podemos optar. La bien conocida convocatoria deuteronómica: “Miren, hoy les doy a elegir entre la vida y el bien, por un lado, y la muerte y el mal, por el otro”. Sí, ya sé que en el siguiente versículo Dios se refiere a lo que él ha mandado y de ello nos ocuparemos a continuación. Pero, el hecho es que Dios “da a elegir entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal”. No impone la vida, ni el bien; como tampoco impide la elección del mal que conduce a la muerte.

¿Estoy diciendo, entonces, que los jóvenes pueden hacer lo que quieran con su vida, y ya? Lejos de mí tal cosa. El pasaje que hemos leído en Eclesiastés 9, invita a los jóvenes a que gocen la vida. A que se dejen llevar por los impulsos de su corazón y por todo lo que ven. En tal invitación está implícito el reconocimiento al derecho que tienen para proceder así. Pero, no es todo lo que el autor bíblico dice, también les invita a que recuerden que de todo ello Dios les pedirá cuentas. Es decir, la Palabra enseña que la libertad de elección no deja de lado la responsabilidad, esta implica el hecho de enfrentar las consecuencias de aquello que se decide y hace.

El “acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud”, nos ayuda a comprender mejor esto. En efecto, el término acuérdate, significa también piensa, toma en cuenta, añadiríamos. Es decir, joven, en el ejercicio de tu libertad, al decidir lo que consideres mejor para ti, piensa, toma en cuenta a Dios. Toda decisión se compone de diversos elementos: pensamientos, emociones, sensaciones, deseos, etc. En función de ellos es que decidimos. Si nos hace sentir bien o no, si pensamos que está bien, qué tanto lo deseamos, etc. Bueno, mi recomendación es que a tales elementos de decisión añadas uno más: la voluntad de Dios.

El Apóstol Pablo tiene una propuesta en principio subversiva, revolucionaria. A los corintios les asegura: “Se dice, uno es libre de hacer lo que quiera, es cierto… pero no todo conviene”. Así que, los jóvenes que me escuchan o leen, deben saber que sí, que tienen del derecho de hacer lo que quieran. También deben recordarlo sus padres. Porque no se trata de ir contra tal derecho, sino de acompañarlo con la convicción de que no todo conviene, que no todo edifica.

La iglesia, los padres, tenemos que aprender a correr el riesgo de que nuestros adolescentes y jóvenes tomen decisiones por sí mismos. Aún a correr el riesgo de que se equivoquen. Podemos hacerlo confiados en el Señor si en lugar de prohibirles, reprimirlos y/o amenazarlos les damos ejemplo de sabiduría, temor de Dios y buena conducta. Si, como hacen los padres y pastores sabios enriquecemos la experiencia de nuestros hijos aportándoles elementos de juicio sanos, respetuosos y congruentes para que ellos puedan usarlos por sí mismos.

Los jóvenes tienen que crecer y abundar en el ser ellos mismos, no meros apéndices ni prolongación de nosotros. Así, sus padres y la iglesia somos llamados a respetarlos. Sí padres, abuelos, pastores y maestros, hay que respetar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes. Exactamente de la misma manera en que Dios nos ha respetado a nosotros mismos.

La gente joven tiene todo el derecho a ser respetada. Es decir, a que le tengamos consideración, a que los tomemos en cuenta, a que los escuchemos, a que seamos pacientes. Sobre todo, a que les tengamos confianza. Esta es la esperanza firme que se tiene de alguien o algo. Yo confío en mis hijos y en mis hijas, mantengo mi esperanza en ellos. Pero, no tengo nada de que vanagloriarme, porque mi confianza en ellos no es concesión mía, es el más absoluto respeto al derecho que ellos tienen de ser considerados como personas confiables.

A veces, y en no pocos casos, parecería que no hay razón para confiar y mantener la esperanza en los hijos. En tales circunstancias conviene recordar dos cosas. La primera es que Dios ama a nuestros hijos mucho más de lo que nosotros podemos amarlos. La segunda, que la Palabra de Dios tiene poder y cumplirá el propósito para el cual ha sido enviada. Concientes de tales cosas podemos orar confiadamente, interceder por nuestros hijos y, sobre todo, respetar lo que son y lo que hacen aunque no siempre lo entendamos, ni estemos de acuerdo con ello.

Termino reiterando a los jóvenes que tienen el derecho a ser ellos mismos. Tienen derecho a vestirse de la forma que quieran y oír la música que les guste. Más importante, les recuerdo que tienen derecho a soñar y a querer. A ir hasta donde quieran llegar. Pero, les animo a que no lo hagan a solas. A que recuerden que sin Dios no estarán nunca completos. A que sueñen los sueños que Dios les revele por medio de su Espíritu Santo. Y que adonde quieran llegar, lo hagan caminando el camino de Cristo. A que no permitan que los errores, fruto del amor y la preocupación de los viejos, los aparten de Cristo y de su iglesia. En fin, los invito a que descubran por sí mismos, y al lado de nuestro Señor, que la vida en Cristo es en verdad plena y la libertad que él nos ofrece es la única que nos hace verdaderamente libres.

¿Quién será mi Mensajero?

27 septiembre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

Isaías 6

Los creyentes recibimos un doble llamado de Dios. El primero, a aceptar la salvación que él nos ofrece por medio de Cristo. El segundo, a cumplir con una tarea específica, particular e irrepetible. Al ser salvos, se desarrolla en nosotros una capacidad especial para ver y oir lo que nos rodea. Mientras más profundizamos en ese estado de salvación-comunión al que hemos sido llamados, tenemos una capacidad mayor para ver lo que no es aparente. Más aún, para mirar de otra manera lo que nuestros ojos ven, y para escuchar de manera distinta lo que nuestros oídos oyen. Tal el caso de Isaías.

Isaías era sacerdote, como nosotros. Como sacerdote tenía un lugar privilegiado en el templo para observar y participar de las ceremonias religiosas que ahí se realizaban. Con toda seguridad, el día del relato, se celebraba un “culto de acción de gracias” por el rey Ozías. Isaías veía lo mismo que sus compañeros sacerdotes, lo mismo que el pueblo. Pero, también miraba otras cosas. Primero, miraba que la devoción mostrada a Dios en el templo, contrastaba con formas de vida, personales y comunitarias, en las que Dios era ignorado. El entusiasmo religioso no era correspondido con la fidelidad de lo cotidiano. El sabía de la situación que había llevado a Dios a reclamarle a Israel: “Todo es música de arpas, salterios, tambores y flautas, y mucho vino en sus banquetes; pero no se fijan en lo que hace el Señor, no toman en cuenta sus obras”. Además, miraba el corazón de Dios. Es decir, como quien está cercano al ser amado, Isaías conocía el sentir de Dios respecto de lo que pasaba ese día en el templo… y en la vida cotidiana de Israel.

En ese contraste, en esa coyuntura, Isaías tiene una visión. En la visión escucha una pregunta. Y en la pregunta recibe un llamado: “¿A quién voy a enviar? ¿Quién será mi mensajero? Sorprendentemente, Isaías no pregunta ¿a dónde?, o ¿para hablar a quién? No, simplemente responde: “Aquí estoy, envíame a mí”.

¿Qué llevó a Isaías a responder de tal manera? ¿Qué buscaba, qué esperaba? ¿Éxito profesional? ¿Realización personal? ¿Riquezas, fama? Todo lo tenía. Era miembro de la minoría más influyente y rica de Israel, después de la Casa Real. Entonces, ¿lo animaba una tarea emocionante, gratificante, exitosa en sí misma? Basta leer los vvss 9 al 13, para darnos cuenta de que no había lugar para tales expectativas.

Entonces, ¿qué llevó a Isaías a unirse a Dios en una tarea tan poco prometedora?

En primer lugar, la conciencia del señorío y la magnificencia de Dios. El sabía que al Rey al que se celebra en el templo no es a Ozías, sino al Todopoderoso de Israel. Él es el centro de la vida de su pueblo. Es él quien gobierna, es a él a quien se le debe todo honor y gloria. “Sentado en un trono muy alto”. “El borde de su manto llenaba el templo”. “La tierra esta llena de la gloria del que es Santo, Santo, Santo”.

En segundo lugar, la conciencia del carácter y condición de Isaías. “Soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios impuros”. La santidad de Dios evidencia, por contraste, el pecado de Isaías. La magnificencia de Dios evidencia, también por contraste, la vulnerabilidad de Isaías. Y al tener conciencia de todo ello, también tenía conciencia de la gracia recibida. Él no era mejor que los demás, pero Dios le daba un trato diferente, especial, bendecido. Como a nosotros. Que hemos recibido, como principal privilegio, el de la salvación.

Pero hay un elemento más: Isaías oye las voces de los seres como de fuego, mira las puertas del templo temblar y ve llenarse de humo el santuario entero. Hay miles de personas congregadas en el templo y solo Isaías ve y oye. Y lo que ve y oye lo altera.

Hay quienes, como Isaías, están viendo y oyendo cosas que los que están a su alrededor ni imagina. Están alterados y están confundidos. Algunos cierran los ojos para no ver. Otros, como niños ante lo que no comprenden se enojan, con Dios o con el sujeto de su visión.

¿Qué es lo que ven? Simplemente, lo mismo que Dios ve: millones de hombres y mujeres sin Dios y sin esperanza, multitudes en aflicción, familias disfuncionales, jóvenes sin futuro, etc. E Isaías, como Dios mismo, no permanece indiferente, no puede permanecer indiferente.

Lo que hace diferente a Isaías de quienes no quieren ver y oir lo que otros no ven y oyen; y de los que ante la confusión se desesperan y aún enojan, es un par de cosas: Isaías sabe que Dios no revela nada a sus siervos, a menos que tenga el propósito de involucrarlos en lo que él está haciendo al respecto. Así que, Isaías también sabe que en lo que vemos está el llamado.

Quien se ocupa de ti para mostrarte lo que hay en su corazón, te está llamando para que lo sirvas. Su pregunta es retórica. Porque es la pregunta del que lo llena todo. Del Rey. De tu Señor. Así que, en realidad, no pregunta, te ordena que vayas.

A veces nos resistimos a salir del templo y a abandonar a Ozías, con todo lo que él representa. El hecho es que Dios ya no está en el templo, ni en las ceremonias que ahí se realizan, ni en la alegría del pueblo que celebra a Ozías. Dios ha dejado de estar en lo que te resulta cotidiano, cómodo, manejable. Dios está afuera… o en otro lugar, y es ahí a donde él te está llamando.

Algunos de ustedes están en crisis. Ven y escuchan lo que otros no. Han descubierto que ya no encajan… pero quieren seguir estando “entre el porche y el Altar”. Sólo tengo una invitación que hacerte, a ti que, sabemos, estás viendo y oyendo lo que otros no: ve y haz a donde, y lo que, el Señor te está llamando. Recuerda que en lo que ves y oyes está el llamado. Ve a él y ve con él.

Colaboradores de Dios

19 septiembre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

1 Corintios 3.1-15

A veces pareciera que la manifestación creciente del pecado de los no creyentes, o los conflictos y/o la infidelidad de los cristianos serían lo suficientemente poderosos para detener el quehacer divino. No hay tal. A pesar de nuestro pecado, a pesar de nuestra indiferencia e insensibilidad, a pesar de nuestros conflictos, Dios sigue haciendo aquello que se ha propuesto a favor de los hombres: tanto de los que aún vagan sin Dios y sin esperanza, como de aquellos que ya forman parte de la Iglesia. (más…)