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Los que crean en mí y se bauticen serán salvos

3 abril, 2016

Marcos 16.15-18 TLA

Bautismo y salvación van de la mano. La economía de la salvación, es decir, el camino a la salvación pasa por el bautismo en agua. Si bien, el mero rito del bautismo no salva a las personas, sí es necesario por cuanto en el mismo opera de manera sobrenatural el quehacer divino y es, al mismo tiempo, expresión del compromiso del creyente para con su Señor y Salvador: Jesucristo.

En su conversación con Nicodemo, nuestro Señor Jesús, establece la necesidad de nacer de nuevo de agua y del Espíritu para poder entrar en el reino de Dios. Juan 3.1-21. Obviamente, aquí el Señor se refiere a la vida que viene de arriba, la regeneración de la identidad original del ser humano. Esta solo es posible cuando aquello que el pecado ha creado muere: la servidumbre y la perversión propias de quien viven bajo el dominio de Satanás. En el bautismo, de acuerdo con Pablo, la persona muere para ser resucitada y vivir una vida nueva. Romanos 6.1-14. Obviamente, la nueva vida se vive en el Reino, bajo el señorío de Cristo. Así, muriendo al pecado y siendo resucitados en Cristo, hemos nacido de nuevo.

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El Pecado que nos Enreda

29 septiembre, 2013

Por eso, nosotros, teniendo a nuestro alrededor tantas personas que han demostrado su fe, dejemos a un lado todo lo que nos estorba y el pecado que nos enreda, y corramos con fortaleza la carrera que tenemos por delante. Hebreos 11.1

En el corazón del anuncio del evangelio de Jesucristo está el concepto de la nueva vida. Esto se refiere a que la vida en Cristo es plena, abundante y eterna. Además, es una vida libre del poder del pecado sobre el creyente. San Pablo se refiere a este hecho cuando declara que somos más que vencedores en todas las cosas, por medio de aquel [Cristo] que nos ha amado. Romanos 8

Sin embargo, un hecho que no podemos soslayar es que la iglesia de Jesucristo vive una condición en la que cada vez más los signos de la vida ceden ante el avance de los signos de la muerte. Vemos a cristianos y congregaciones que viven no vidas de victoria, sino vidas de derrota. No cada día más libres, sino cada vez más esclavos. No cada día más gozosos, sino cada día más tristes. Y, entonces tenemos que preguntarnos si las promesas del Señor son falsas, si sólo demuestran sus buenas intenciones, pero no es posible que sean ciertas, que puedan cumplirse en nosotros y en nuestro aquí y ahora.

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El Bautismo en Agua, ¿qué, para qué y cómo?

26 junio, 2011

El que creyere y fuere bautizado será salvo

Una de las declaraciones más contundentes de nuestro Señor Jesucristo la registra el Evangelio de Marcos 16.16: El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado. Lejos de ser una expresión aislada, tal declaración es consistente con la enseñanza bíblica respecto de la estrecha relación que existe entre el bautismo en agua y la salvación.

Nacer de agua y del Espíritu

Según el evangelista Juan, nuestro Señor Jesús le indicó a Nicodemo que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Juan 3.5 Tal enseñanza se refiere al misterio mismo de la obra redentora realizada por nuestro Señor Jesucristo. Una vez que, por el pecado, la persona está muerta espiritualmente no basta una tarea de recomposición de su naturaleza caída. Lo que se requiere es que la persona nazca de nuevo, que sea regenerada en ella la naturaleza con la que fue creada. De hecho, el Apóstol Pablo enseña que quien está en Cristo, nueva criatura es. 2 Corintios 5.16

En la enseñanza a Nicodemo, nuestro Señor se refiere a la obra del Espíritu Santo, quien regenera al creyente y le da nueva vida. Pero, destaca también, en primer orden, el nacimiento de agua. De manera unánime, los estudiosos de la Biblia asumen que con tal expresión el Señor se refiere al bautismo. Henry Alford asegura: Nacer de agua se refiere a la prenda y señal externa del bautismo —ser nacido del Espíritu a lo que significa, o sea la gracia interna del Espíritu Santo.

La salvación es, desde luego, una obra de gracia; pero no es una cuestión unilateral. No es suficiente con que Dios esté dispuesto a remitir los pecados por la sangre derramada por Jesucristo, su Hijo; se requiere que el creyente exprese de manera pública y suficiente su fe y, por lo tanto, la aceptación que hace de la obra de gracia ofrecida por Dios y su compromiso para vivir en consecuencia.

De acuerdo con la enseñanza paulina, es por el bautismo en agua que estamos en Cristo, que somos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte. Ello se debe al hecho de que en el bautismo morimos a nosotros mismos y renacemos para vivir para Dios. Romanos 6.3-14

De tal suerte, el bautismo en agua es la expresión contundente de la fe del creyente. A quien no le es suficiente el creer, sino que debe expresar pública y contundentemente tanto lo que cree respecto de la obra redentora de Jesucristo, como lo que se propone hacer en consecuencia.

En este sentido, el bautismo es, además de una ordenanza establecida por el mismo Señor Jesucristo, en razón de su autoridad (Mateo 28.19ss), un sacramento. Es decir, la señal evidente del quehacer salvífico de Dios, así como de la conversión a él del creyente.

Para perdón de los pecados

La respuesta que da Pedro a quienes habiendo oído las buenas nuevas de Jesucristo preguntaron: ¿qué haremos?, es sumamente reveladora del propósito, el cómo y la obra del bautismo en agua. En efecto, el Apóstol Pedro exhorta: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Hechos 2.37,38.

Lo primero que destaca de tal declaración es el hecho de que la conversión tiene que ver con lo que se piensa y no con lo que se siente. El término usado por Pedro, metanoeo, se refiere a un cambio de opinión o de propósito. Del contexto se desprende que la persona que no está en Cristo simplemente no puede vivir en comunión con él, tener en sí misma el Espíritu Santo de Dios.

Quien no está en Cristo, está en pecado y es, por lo tanto, enemigo de Dios. Santiago 4.4 Nadie puede, por sí mismo, cambiar su condición de enemigo a ser uno con Cristo. Romanos 3.20 Por lo tanto, se requiere de la gracia divina que opera en favor del creyente mediante la remisión de sus pecados. Es decir, mediante el perdón de los pecados.

La Biblia declara que todos los seres humanos hemos pecado y, por lo tanto, estamos destituidos de la gloria de Dios. Romanos 3.23 Otra traducción, La Palabra, lo expone así: puesto que todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios. Este estar privados de la gloria de Dios, no sólo separa a la persona del Señor, sino que la hace esclava de Satanás. Juan 8.34; Romanos 6.16-20 Como esclavos bajo el poder del diablo, sólo tenemos una mayor degradación integral de nosotros mismos, misma que afecta a los nuestros y termina por destruir el todo de la vida. Jesucristo, según su propio testimonio, ha venido para liberarnos del poder del pecado y para destruir las obras del diablo. Juan 10.10; 1 Juan 3.8 Él ha pagado el precio de nuestra redención y por lo tanto tiene el poder para perdonar nuestros pecados.

De acuerdo con Pedro, es el bautismo el medio establecido por Dios para el perdón de los pecados. Según Pedro, el arrepentimiento no es suficiente; a este ha de seguirle el bautismo en agua. Conviene aquí citar a J. W. McGarvey, quien explica que el perdón de los pecados no tiene que ver con la convicción interior de la persona, sino con la determinación de Dios mismo. Al respecto, McGarvey dice:

Pero el perdón no es un acto que se verifique dentro del alma del culpable; ocurre en la mente del que perdona, y esto no puede ser conocido por quien ha sido perdonado, sino por algún medio de comunicación.

El medio por el cual Dios comunica su perdón es, precisamente, el bautismo en agua. Dado que la Iglesia, el cuerpo de Cristo, es quien lo realiza en el nombre (la autoridad del Señor), la misma tiene el poder para testimoniar que Dios ha perdonado los pecados de quien ha sido bautizado. Es tal sentido que debemos entender lo que Pablo dice a Tito [3.5]: Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo.

Que el bautismo en agua sea para el perdón de los pecados, plantea un serio cuestionamiento a la razón y validez del bautismo de los infantes. Primero, porque los niños son sin pecado y así, ya es de ellos el reino de Dios. Mateo 18.3; 19.14 La Biblia asegura que Dios no imputa, no hace responsables a los hijos del pecado de los padres, ni viceversa. Ezequiel 18.20 En segundo lugar, porque para que el bautismo sea válido se requiere de la fe de quien se bautiza. El bautismo en agua es mucho más que un mero símbolo, que un mero rito. Es un pacto que requiere tanto de la voluntad de Dios ya expresada en Jesucristo, como de la voluntad del creyente que se manifiesta, precisamente, en el acto del bautismo. 1 Pedro 3.21 Y, en tercer lugar, porque en el bautismo el creyente confiesa sus pecados, así como su propósito de honrar a Dios el resto de su vida.

Quienes fueron bautizados de niños, no se bautizaron, los bautizaron. Por el contrario, la forma imperativa de la instrucción petrina contenida en Hechos 2.38, así como la indicación dada a Saulo para su propio bautismo: Levántate, bautízate y lávate de tus pecados, invocando el nombre del Señor [Hechos 22.16], son evidencia de la necesidad de que el bautismo en agua sea resultado del arrepentimiento, la conversión y la decisión personales, antes que de la fe y la buena intención de padres y padrinos.

Aquí hay agua;  ¿qué impide que yo sea bautizado?[1]

La manera en que la Iglesia Primitiva realizó la ceremonia bautismal nos proporciona un modelo a seguir. Para empezar, debemos tomar en cuenta que la palabra bautismo viene del término baptisma, que se refiere al proceso de inmersión, sumersión, y emergencia [salir a la superficie]. De ahí que, siguiendo la práctica neotestamentaria, nosotros practicamos el bautismo por inmersión; es decir, sumergiendo por completo en agua a la persona. Desde luego, no consideramos que sea la cantidad de agua la que determine la validez del acto. Pero, imitamos a la Iglesia Primitiva en esta práctica.

Por otro lado, y de indudable superior importancia, durante la ceremonia bautismal invocamos la autoridad de nuestro Señor Jesucristo sobre el creyente, utilizando la fórmula bautismal que la Iglesia Primitiva utilizó de manera recurrente en el primer Siglo de la Era Cristiana. El libro de los Hechos de los Apóstoles, registra que la Iglesia Primitiva bautizó utilizando la fórmula en el nombre de Jesucristo, o alguna de sus variantes. Hechos 2.38; 8.12,16; 10.48; 19.5 Desde luego, esto no contraviene lo establecido por nuestro Señor Jesucristo en Mateo 28.19, pues, tal como lo comprueba Lucas 24.47, nuestro Señor enseñó que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones.

Al respecto conviene hacer dos precisiones. Aunque nosotros recuperamos la fórmula bautismal utilizada por la Iglesia Primitiva, reconocemos la validez de los bautismos realizados utilizando la fórmula: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Primero, porque la misma aparece en labios de nuestro Señor Jesucristo. Además, porque entendemos las razones doctrinales históricas que hicieron necesario que la Iglesia Primitiva desarrollara tal fórmula –en las postrimerías del primer Siglo-, ante los embates heréticos que atentaban contra la doctrina de la doble naturaleza de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Resulta importante recuperar lo que el conocido y respetado teólogo católico Hans Küng, declara al respecto:

¿Qué quiere decir ´en nombre de Jesús´? Nombre, en este contexto, es un concepto jurídico que significa autoridad y ámbito jurídico. Al pronunciarse sobre el neófito el nombre de Jesús, pasa a ser propiedad del Señor resucitado, es sometido a su señorío y protección. Se torna propiedad del Señor resucitado y participa así de su vida, de su espíritu y de su relación filial con Dios. Tiene parte en el Señor mismo. En este sentido, la fórmula trinitaria sólo atestiguada en Mt 28,29 es desarrollo de lo contenido en la fórmula cristológica… Este es también el sentido de la fórmula bautismal trinitaria: El bautismo se administra en el nombre de aquel en quien, por el Espíritu, Dios mismo está con nosotros.[2]

Finalmente, Lucas, autor del libro de los Hechos de los Apóstoles, suma suficientes evidencias que muestran que el bautismo es oficiado por los líderes espirituales de la comunidad cristiana. Pedro, Silas, el mismo Pablo, entre otros, fueron los encargados de oficiar las ceremonias bautismales de la Iglesia Primitiva. Por ello es que nosotros imitamos esta práctica y son los ministros de la Iglesia quienes, en ceremonia pública y frente a ella, ofician tan importante ceremonia. Así, la Iglesia es testigo fiel de la conversión –la muerte al pecado y el nacimiento a una nueva vida del creyente-; al mismo tiempo que por la autoridad que le ha sido conferida, la Iglesia declara en el nombre de Jesucristo que los pecados del neófito han sido perdonados.

En conclusión

En el libro citado, Hans Küng declara que el bautismo es más que un mero signo de fe y de confesión, destinado solamente a confirmar la fe… pero, el bautismo no da sin más solidez a la fe; la fe no es simplemente resultado natural o fruto automático del bautismo. De ahí la importancia de que quienes han venido a Cristo y creído en su evangelio, se bauticen de manera voluntaria y consciente. As, al nacer de nuevo por el poder de la sangre de Jesucristo, podrán caminar en comunión perfecta con el Señor y se le unirán en la magna tarea de la evangelización y la diaconía, siendo así testigos de Cristo en medio de una generación que vaga sin Dios y sin esperanza. Así se cumplirá en nosotros la promesa de nuestro Señor Jesucristo:

recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes y los capacitará para que den testimonio de mí en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta el último rincón de la tierra. Hechos 1.8


[1] Hechos 8.36

[2] La Iglesia. Küng, Hans. Biblioteca Herder. Págs. 249 y 250