El Pecado que nos Enreda

Por eso, nosotros, teniendo a nuestro alrededor tantas personas que han demostrado su fe, dejemos a un lado todo lo que nos estorba y el pecado que nos enreda, y corramos con fortaleza la carrera que tenemos por delante. Hebreos 11.1

En el corazón del anuncio del evangelio de Jesucristo está el concepto de la nueva vida. Esto se refiere a que la vida en Cristo es plena, abundante y eterna. Además, es una vida libre del poder del pecado sobre el creyente. San Pablo se refiere a este hecho cuando declara que somos más que vencedores en todas las cosas, por medio de aquel [Cristo] que nos ha amado. Romanos 8

Sin embargo, un hecho que no podemos soslayar es que la iglesia de Jesucristo vive una condición en la que cada vez más los signos de la vida ceden ante el avance de los signos de la muerte. Vemos a cristianos y congregaciones que viven no vidas de victoria, sino vidas de derrota. No cada día más libres, sino cada vez más esclavos. No cada día más gozosos, sino cada día más tristes. Y, entonces tenemos que preguntarnos si las promesas del Señor son falsas, si sólo demuestran sus buenas intenciones, pero no es posible que sean ciertas, que puedan cumplirse en nosotros y en nuestro aquí y ahora.

El autor de nuestro pasaje rechaza, de hecho, tal acercamiento. Para ello, invoca el testimonio de tantas personas que han demostrado su fe. Son tantas que RVA se refiere a ellas como una tan grande nube de testigos. Este autor no se pierde en especulaciones teóricas, sino que recurre a aquellos cristianos que ha profesado la fe de tal forma que se han convertido en testigos, a quienes consta, que la vida en Cristo es una vida plena y que los creyentes fieles son, en efecto, más que vencedores ante todas las cosas.

Dado que nosotros también tenemos tales testigos, conviene preguntarnos por qué en la vida de algunos de nosotros y de nuestras congregaciones, decrecen las señales de vida y aumentan los signos de la muerte. Debemos preguntarnos qué es lo que hace necesario que pidamos a Dios que nos avive, que traiga un avivamiento a su iglesia y, en particular a nuestra congregación.

Esta semana, al estar confesando mi pecado, el pecado de los míos y el pecado de mi congregación, vino a mí una especie de revelación que me produjo gran pesar y gran temor. Vino lo que me gustaría llamar una conciencia de pecado, la convicción de que lo que explica que lejos de que estemos siendo más que vencedores en todas las cosas, estamos siendo derrotados vez tras vez en las circunstancias que personal, familiar y congregacionalmente estamos enfrentando. La cuestión no es que sea el pecado la razón para nuestras tragedias, aunque algunas de estas podrían explicarse en función de una vida no santa. La cuestión es nuestra incapacidad para superar, para vencer y trascender las luchas que vivimos.

Esta conciencia de pecado me llevo a Gálatas 5.19-21: Cuando ustedes siguen los deseos de la naturaleza pecaminosa, los resultados son más que claros: inmoralidad sexual, impureza, pasiones sensuales, idolatría, hechicería, hostilidad, peleas, celos, arrebatos de furia, ambición egoísta, discordias, divisiones, envidia, borracheras, fiestas desenfrenadas y otros pecados parecidos. Permítanme repetirles lo que les dije antes: cualquiera que lleve esa clase de vida no heredará el reino de Dios. Mi pesar y mi temor resultaron del hecho de que la mayoría de las conductas pecaminosas que el Apóstol enlista, son parte de un número significativo de los miembros de la iglesia hoy en día, y de nuestra congregación en particular. Descubrí, o tomé conciencia, que al lado de casi cada enunciado paulino podría poner uno, dos o más nombre de miembros de esta comunidad, incluyendo el mío propio.

Y no es que no lo haya sabido antes, porque el pecado es una práctica consciente y notoria. Lo que pasa es que, me apena confesarlo, no le hemos dado a tal realidad la importancia que esta merece. Nos hemos acostumbrado a vivir haciendo lo que ofende a Dios y nos quita la vida, nos hace débiles e incapaces para enfrentar las pruebas a las que la vida nos enfrenta. Es esta engañosa conciencia de impunidad, ese suponer que no hay castigo para lo que hacemos, lo que nos lleva no sólo a tolerar lo malo sino a practicarlo cada vez más con menor remordimiento e incomodidad.

Desde luego, no podemos esperar un avivamiento, que Dios traiga nueva vida a nosotros, a nuestras familias y a nuestra congregación si seguimos practicando el pecado. El hijo pródigo descubrió que su pecado lo hacía no digno de ser llamado hijo de su padre. Al no ser dignos, al perder tal cualidad por la práctica del pecado, dejamos de ser merecedores del auxilio, de la ayuda y del cuidado de nuestro Padre. Ello explica el que, en no pocas ocasiones, nuestras oraciones no tengan el resultado que esperamos.

Por lo tanto, necesitamos tomar las medidas necesarias para cambiar la condición que hoy vivimos. Debemos salir de nuestra autocomplacencia, de nuestro espíritu condescendiente, que explica, justifica y fortalece la práctica del pecado, aún cuando sabemos que este nos aleja de Dios.

De nuestro pasaje conviene resaltar la advertencia de que el pecado nos enreda. El término griego destaca que llegamos al momento en que el pecado nos asedia, nos persigue, aprovechando cualquier circunstancia de vida para atraparnos y sujetarnos con mayor firmeza. Sabemos de esto. Estamos viviendo circunstancias cada vez más dolorosas e insatisfactorias y, al mismo tiempo, más poderosas. Por ello es que no podemos salir de las mismas y, cada vez más, nos enredamos más y más en ellas.

Dios ha hecho una promesa, en 2 Crónicas 7.13 y 14: Puede ser que a veces yo cierre los cielos para que no llueva o mande langostas para que devoren las cosechas o envíe plagas entre ustedes; pero si mi pueblo, que lleva mi nombre, se humilla y ora, busca mi rostro y se aparta de su conducta perversa, yo oiré desde el cielo, perdonaré sus pecados y restauraré su tierra.

Tengo miedo de que Dios nos esté cerrando los cielos. De que se esté cansando de nosotros y por ello cierre sus oídos a nuestro clamor. Tengo miedo de que las pruebas que enfrentamos abran grietas tan grandes que podamos caer destruidos. Por ello, les animo a que nos humillemos, oremos, busquemos el rostro de Dios –sabiendo que no somos merecedores de ello-, y que nos volvamos al Señor apartándonos de toda conducta perversa. Así, quizá él vuelva a estar dispuesto a escuchar, perdonar y restaurar lo que ahora se está destruyendo en nosotros.

A tal esfuerzo todos somos llamados. Porque todos hemos pecado y nuestro pecado nos aparta de Dios y, por lo tanto, nos coloca en condición de gran riesgo. Por ello, mis amados hermanos, les invito –yo el primero-, a que caminemos la vergonzosa senda del arrepentimiento y la confesión y a que renovemos nuestro propósito de correr con fortaleza la carrera que tenemos por delante.

 

 

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