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A los que Viven Siempre Angustiados y Preocupados

11 julio, 2011

Mateo 11.25ss

Quizá la principal dificultad del Evangelio, sea su propia sencillez. De tan sencillo, nos resulta difícil entenderlo y aceptarlo. Dada la complejidad de nuestros problemas, pensamos que la solución de los mismos tiene que ser igualmente compleja y exigimos, nos exigimos, mucho más de lo que tenemos y podemos hacer, y no pocas veces más de lo que Dios mismo espera de nosotros.

Nuestro pasaje nos permite entender mejor el llamado de Jesús. Forma parte de una sección que tiene que ver con la compleja incredulidad de los hombres, para quienes nada parece ser suficiente pues, de todos, modos no creen. Jesús dice que las personas, son como niños que se sientan a jugar y les dicen a los otros: “Tocamos la flauta, pero ustedes no bailaron. Cantamos canciones tristes, pero ustedes no lloraron”. Nuestro Señor Jesús se refiere, entonces, al enfrentamiento entre la fe sencilla –la fe evangélica-, y el complicado camino que, buscando a Dios, recorren quienes no entienden que Dios ya se ha acercado a nosotros en Jesucristo.

Al leer a Mateo, lo primero que nuestro pasaje nos muestra es que Dios ha decidido revelar las cosas más profundas y difíciles a las personas más humildes y sencillas. Dios no juega a las escondidas. Él no quiere permanecer, ni lejano, ni oculto a nosotros. Por el contrario, Dios quiere que lo conozcamos y que establezcamos una relación amorosa, profunda y permanente con él.

La segunda cosa que Mateo nos muestra es que Dios ha escogido revelarse en Jesucristo. Es en Jesús en quien podemos conocer todo lo que necesitamos saber de Dios. Nadie conoce tan bien a Dios, como Jesús mismo. Y, como Dios mismo, Jesús viene a nuestro encuentro. Él es quien nos busca, quien nos provoca a la reconciliación y quien insiste en que permanezcamos juntos. Un viejo himno cristiano nos recuerda esto cuando dice:

Yo te busqué, Señor, más descubrí
que tú impulsabas mi alma en ese afán.
No era yo quien te buscaba a ti.
Tú me encontraste a mí.

Nuestro pasaje también nos muestra que Jesús tiene el propósito de transformar para bien nuestra vida. Esta transformación para bien la identifica como descanso. Es decir, nos transforma dándonos descanso. ¿A quiénes?, a ustedes que viven siempre angustiados, siempre preocupados. Vengan a mí, y yo los haré descansar. Descanso, éste es un término interesante, significa básicamente tres cosas:

  1. Permitir a alguien que se detenga en lo que está haciendo, para que recupere las fuerzas.
  2. Proporcionar un refrigerio a la persona, ayudarla a que se desahogue.
  3. Mantener quieta, en calma, en una paciente espera.

Que se detenga en lo que está haciendo, para que recupere las fuerzas. Dicen que es normal en situaciones de crisis el actuar inapropiadamente. Que es normal hacer lo que no conviene, diríamos. En efecto, las crisis además de dolor nos traen confusión y nos hacen torpes. En las crisis, caemos en un activismo sin sentido. Hacemos muchas cosas, sin tomar en cuenta si las mismas son convenientes o no lo son. Nuestra confusión y nuestra desesperación nos llevan a hacer, a hacer más, a hacer mucho. Pero, en no pocas circunstancias, lo que necesitamos es detenernos, dejar de hacer. Para recuperar las fuerzas, para poder dimensionar las cosas que estamos viviendo y, entonces, poder tomar las decisiones adecuadas y hacer lo que conviene. En Jesús encontramos esta dimensión del descanso. Lo podemos hacer cuando sabemos y creemos que él está en control de todo. Que, como asegura el Salmista, el Señor gobierna aún en medio de la tormenta.

Pero, la declaración más importante que hace Jesús es vengan a mí. Lo que nos dice es que el descanso está en él. Más aún, que él mismo es nuestro descanso, nuestra paz. Que se trata de una relación, mucho más que de un aprendizaje, o de un mero arreglar las cosas. Que este venir a él representa un reordenamiento de nuestra vida, mismo que tiene como resultado el equilibrio integral de todo nuestro ser y, aún el de nuestras circunstancias.

No sé cuántos de nosotros podemos considerarnos entre los que viven siempre angustiados, siempre preocupados. Quizá varios. (Entre el 30% y el 40% de las ausencias por enfermedad corresponden a trastornos emocionales o mentales causados por el estrés, nos aseguran los estudiosos). Estoy seguro que hemos buscado… sin encontrar. Aún los que nos asumimos creyentes, sabemos de esta frustración. Por eso es tiempo de que todos nos volvamos a Jesús. Él está vivo e interesado en cumplir su propósito en nosotros. Por eso nos sigue llamando y diciendo: vengan a mí.

Vayamos, entonces, a él. Corramos el riesgo de la fe sencilla. Del que está dispuesto a decirle a Dios: si en verdad existes y de veras me amas, muéstrate a mí. Del que está dispuesto a confesarse trabajado y cargado, sin mayor posibilidad de respuesta que la que le pueda dar el mismo Señor Jesús. Vengamos a él con la fe del que se entrega sabiendo que el Maestro está aquí y te llama, como le dijera Marta a María, cuando esta esperaba el consuelo ante la muerte de su hermano Lázaro. Juan 11.28

Vengamos, pues, a Jesús, porque es cierto que el Maestro está aquí y nos llama para dar a nuestras almas el descanso que tanto necesitamos.

Amarnos a nosotros mismos

7 febrero, 2011

Hace algún tiempo, platicaba con un amigo. Este no dejada de quejarse de, y aún de maldecir a, su esposa, su propia madre, sus socios, etc. De pronto, a bocajarro le pregunté: Fulano, ¿te amas? Fue como si lo hubiera golpeado. Su rostro, antes lleno de ira y de prepotencia, pareció convertirse en el de un niño asustado y angustiado. Con voz baja me respondió: no hay nada en mí que yo pueda amar.

Amarnos a nosotros mismos resulta, en la mayoría de los casos, tarea difícil. Hemos aprendido a no amarnos; a pensar de nosotros mismos en términos peyorativos, con menosprecio; siempre sintiendo que nuestra tarea es apreciar lo mejor de los demás al mismo tiempo que enfatizamos nuestras propias limitaciones. Repito, hemos aprendido a no amarnos. No es que no nos amemos de inicio, sino que aprendemos que hacerlo es algo que no está bien, que no nos toca a nosotros hacerlo sino a los demás. Con frecuencia pregunto a los niños pequeños si están bonitos; si la mamá o alguno de sus hermanos mayores no andan por ahí, me responden que sí, que están bonitos. Cuando mamá o algún otro familiar llega a escucharlos, se burlan del niño y de su respuesta, a partir de ello es prácticamente imposible que este vuelva a aceptar que está bonito. Es decir, ha aprendido a no amarse, a no reconocerse bello, digno de ser amado y respetado.

Desde no pocos púlpitos y quizá desde estos mismos micrófonos se nos ha enseñado que amarnos a nosotros mismos resulta, cuando menos, peligroso, si no es que todo un pecado. El egoísmo, nos dicen, es el principio detonador de todos, o casi todos, los males que tienen que ver con las relaciones humanas. Pero, déjenme decirles que amarse a uno mismo no es, necesariamente, egoísmo. Este, de acuerdo con el diccionario consiste en el: inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás. El amor a uno mismo no es sino el reconocimiento de la dignidad propia y el respeto y aprecio a lo que uno es: imagen y semejanza de Dios.

Quienes enseñan en contra y previenen de los males resultantes del amor a uno mismo olvidan un hecho fundamental: que cuando nuestro Señor Jesús enseñó respecto del mandamiento del amor al prójimo, estableció como la medida de este, precisamente, el amor a uno mismo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo, prescribe un principio: el de amar al otro como nos amamos a nosotros mismos. También enuncia una verdad implícita, no puedes amar al otro más que en la medida que te amas a ti mismo.

Como hemos dicho antes, el amor consiste en el reconocimiento de la dignidad propia, así como del aprecio y el respeto consecuentes. Solo se ama quien acepta que es merecedor de aprecio y respeto. Solo quien se aprecia –reconoce que es valioso, y solo quien se respeta a si mismo puede, como fruto y expresión de su identidad, reconocer que su prójimo es merecedor de su aprecio y su respeto. El ser humano, hombres y mujeres todos, hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Esto nos da un valor peculiar, trascendente, no condicionado. Es cierto que el pecado hace del ser humano lo que Dios no hizo de él. Hace al hombre apenas una caricatura de lo que Dios creó.

Pero, Dios ama al pecador. Para Dios aún el pecador sigue teniendo valor, tanto, que ha estado dispuesto a entregar a su Hijo Jesucristo para el rescate del hombre caído. Así, aún sin Cristo, podemos amar lo que hay de Dios en nosotros. Mucho más podemos hacerlo estando en Cristo, quien ha venido a regenerarnos y ha pagado el precio más alto posible: su propia sangre. Sí, hay mucho en nosotros que podemos apreciar y respetar. Haciéndolo estamos en condiciones de apreciar y respetar al prójimo; de reconocer que también él, o ella, son merecedores de nuestro aprecio y respeto.

Alguien ha dicho que aprender es, en realidad, desaprender. Si esto es cierto, y creo que lo es, lo primero que debemos hacer es desaprender a no amarnos a nosotros mismos. Desaprender a no apreciarnos, a no usar un lenguaje de menosprecio respecto de nosotros mismos. Negarnos a nosotros mismos no es un acto de adjudicarnos un menor-precio a nosotros mismos. Al contrario, es estar dispuestos a dejar de lado lo que vale tanto para nosotros, con tal de cumplir un propósito superior, el que Dios ha dispuesto en y al través de nosotros. Pablo no considera que todo lo que él llegó a ser y logró antes de Cristo careciera de valor alguno. Solo lo considera basura, cuando lo compara con el valor y la importancia de Cristo en su vida. Dice que a nada le concede valor si lo comparo con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Fil 3.8. Nuestro valor como personas solo desmerece ante Jesucristo.

Además de desaprender a no amarnos a nosotros mismos, debemos estar dispuestos a reconsiderar los modelos relacionales que hemos desarrollado. Quien no se respeta a sí mismo, quien no se ama, busca, necesita, que los demás lo respeten. Así, o se vuelve un perseguidor necesitado de mostrar su superioridad, o se convierte en una víctima siempre buscando quien le rescate y le haga sentirse valioso.

Debemos, entonces, preguntarnos si el sustento de nuestras relaciones es el aprecio y el respeto a nosotros mismos y a los demás. Conviene que, al considerar nuestras relaciones amorosas nos preguntemos, ¿cómo me respeto a mí mismo al relacionarme contigo? ¿Cómo hago evidente que te aprecio y te respeto en mi relación contigo? Si abuso de ti o permito que me humilles, no hay respeto, ni mutuo, ni a mi mismo. Entonces, tenemos que transformar nuestros modelos de relación. Recuerdo a una mujer que, después de haber escuchado la Palabra, regresó a su casa y le dijo a su marido: o cambias tu manera de tratarme o aquí terminamos. Ahora sé quien soy en Cristo y he decidido pagar el precio necesario para respetarte y hacerme respetar. ¡Esto sí que es amarse a sí misma y amar al esposo!

Finalmente, el amor a nosotros mismo es resultado del cómo de nuestra relación con Dios. Como en el caso de Isaías cuando estuvo en el Templo, el estar en la presencia de Dios nos resulta en extremo riesgoso. Su santidad hace evidente nuestra inmundicia. Su Espíritu en nosotros, nos da testimonio de que somos sus hijos, al tiempo que nos guía a toda verdad y toda justicia. El camino a la verdad y a la justicia pasa por la denuncia de la mentira y del error. Nuestra conciencia da testimonio de nuestra condición y señala tanto nuestros aciertos, como nuestras faltas. La santidad nos hace agradables a Dios. Fortalece nuestro aprecio por nosotros mismos, nos motiva a respetarnos, a reconocernos dignos. Nuestro pecado, por lo contrario, nos rebaja ante nosotros mismos. No hay lugar para el orgullo y la satisfacción en el pecado. El pecado no da prestigio, no produce satisfacción, no fructifica en aprecio. Por el contrario, el pecado seca, el pecado vuelve el verdor en sequedales. Amarnos a nosotros mismos requiere de nuestra consagración a Dios, de nuestra lucha contra el pecado que nos asedia.

Muchas veces, el motivo de nuestro rechazo o nuestra agresión al otro es nuestro propio pecado. Odiamos lo que vemos en el otro… y que hace evidente lo que está en nosotros. No lo respetamos, no lo amamos, porque no podemos amar lo que hay en nosotros. Y es que, como mi amigo comprendió, cuando pecamos no hay nada en nosotros que podamos amar.

A este amigo, a mí mismo y a quienes nos escuchan, nos hará bien saber que el Apóstol Pedro nos recuerda que: Quien quiera amar la vida y pasar días felices, cuide su lengua de hablar mal y sus labios de decir mentiras; aléjese del mal y haga el bien, busque la paz y sígala. 1 Pe 3.10. Alejarnos del mal, buscar la paz con los que amamos, nos permitirá, no sólo amarnos a nosotros mismos, sino construir relaciones ricas y enriquecedoras en las que la paz y la justicia habrán de producir gozo en la compañía de aquellos a los que amamos.

A la Luz del Amor de Dios

6 septiembre, 2010

La semana pasada, Milca me comentaba que mientras que en el día podía sobrellevar con mayor fortaleza los malestares propios de la enfermedad que le aflige, durante las noches el dolor y la tribulación resultaban casi insoportables. Al escucharla y cuando, orando por ella, he recordado sus palabras y el tono de su voz, no he podido sustraerme a la convicción de que la noche, las noches de la vida, tienen un efecto multiplicador de las tribulaciones, los temores y la ansiedad de los humanos.

La Biblia, que en la traducción Reina-Valera 69 contiene la palabra noche en 345 versículos, asume la noche como un período asociado a la separación de Dios y a la muerte misma. Quizá por ello es que una de las más hermosas promesas del Apocalipsis, un libro de esperanza y regocijo espiritual, es, precisamente que, en la presencia eterna del Señor, no habrá más noche. Es decir, los redimidos nunca más volverán a estar separados de su Dios, ni habrán de enfrentar el temor de la muerte.

El temor de la muerte. Quizá sea este el elemento más distintivo, dramático y desgastante de las noches de nuestra vida. Recordemos esas muchas noches en las que, al lado de la cama del ser amado –ya en el hospital, ya en la casa misma-, la oscuridad de la noche, la soledad asociada a la misma y la impotencia resultantes nos hacen temer, con mayor intensidad que durante el día, lo que nos parece ser la inminencia de la muerte. O, recordemos nuestra propia experiencia, cuando estando enfermos nosotros mismos, o en medio de circunstancias de gran tribulación ante los conflictos personales o los de aquellos a los que amamos, tememos con mayor intensidad la cercanía de la muerte. No sólo porque tememos morir físicamente, sino porque nos sentimos alejados –hasta olvidados-, de Dios y llegamos a asumir que no hay lugar para la esperanza mientras las tinieblas sigan cubriendo el todo de nuestra vida.

En tales circunstancias anhelamos el resplandor de la luz del día, porque, nos parece, nuestros afanes son menores, o menos definitivos, cuando la luz trae seguridad, abre horizontes y nos permite tomar conciencia de la presencia de aquellos a los que amamos; siendo la de Dios la primera presencia que se hace evidente a la luz del día.

Siempre que leo el Salmo 130, me identifico bien con el Salmista. No hablaba de nadie más, sino de sí mismo, cuando aseguraba: Mi alma espera a Jehová más que los centinelas a la mañana, más que los vigilantes a la mañana. Y, sin embargo, expresaba la que es la experiencia de muchas mujeres y de muchos hombres; quienes, en las noches de la vida anhelan la llegada del nuevo día.

Sí, cuando nos encontramos atrapados en las noches de la vida no hay anhelo más ferviente que el que la noche pase y llegue un nuevo día. Porque, si de nosotros dependiera, nuestra vida bien podría componerse sólo de días, porque ¿a quién le hacen falta las noches de la vida?

Sin embargo, la Biblia nos enseña algunas cosas acerca de la noche, mismas que conviene tener presente. En primer lugar, la Biblia nos enseña que la vida se compone de días y de noches. De luz y de sombras. De alegrías y de tristezas. Ni los días sustituyen a las noches, ni estas expulsan de la vida los tiempos de luz y de seguridad. La riqueza de la vida está, precisamente, en el equilibrio interior que la persona mantiene tanto en los días como en las noches de la vida. El ser humano es más que las circunstancias de la vida. Las trasciende, va más allá de ellas porque las vive a la luz de la eternidad y no sólo de lo inmediato.

Ello es posible porque, como lo enseña la Biblia, la noche y el día son lo mismo para Dios. El Salmista le dice a Dios: Aun las tinieblas no encubren de ti, y la noche resplandece como el día; lo mismo te son las tinieblas que la luz. ¿En qué sentido es que el día y la noche le dan lo mismo a Dios? Permítanme proponer que la declaración del Salmista (29.10), contiene la razón que buscamos. En efecto, el Salmista asegura: Jehová preside en el diluvio, y se sienta Jehová como rey para siempre. En los diluvios nada permanece, el agua arrastra con todo, según sabemos. Sin embargo, el Salmista nos recuerda que Jehová preside en el diluvio; es decir, que el Señor retiene su autoridad y poder aun en la circunstancia del diluvio. También nos recuerda que no lo mantiene de cualquier forma, por el contrario, David asegura que el Señor se sienta como rey para siempre. Es decir, en las noches de la vida, Dios sigue estando al frente de la misma y se mantiene firme. Firme en su poder, pero también firme en su compasión y en su compromiso para con nosotros, sus hijos, su pueblo.

Además de lo anterior, podemos trascender –ir más allá de nuestras noches y nuestros días-, porque Dios, a quien le da lo mismo la luz que las tinieblas-, ha prometido acompañarnos en las noches de nuestra vida. El Salmo 23, como sabemos, nos asegura que cuando andemos por valles de sombra de muerte, el Señor estará con nosotros. Me gusta más la traducción de Dios Habla Hoy: Aunque pase por el más oscuro de los valles, no temeré peligro alguno, porque tú, Señor, estás conmigo; tu vara y tu bastón me inspiran confianza. Aunque muchas veces nos parece, cuando atravesamos las noches de la vida, que Dios nos espera al otro lado de la oscuridad, al amparo de la luz; lo cierto es que Dios camina a nuestro lado en los más oscuros valles de nuestra existencia. Aunque no vemos su luz, esta sigue brillando y guiándonos. Aunque a veces no sintamos su presencia, él, nuestro amoroso Padre, no sólo nos acompañan, también nos sostiene y nos anima: vivifica nuestro cuerpo e infunde vigor a nuestra alma.

Finalmente, las noches de la vida no tienen el poder para definir lo que somos, lo que valemos y nuestro destino. Las noches de la vida: nuestras enfermedades, nuestros conflictos, aun nuestras derrotas, son meras circunstancias. Es decir, meros accidente de tiempo, lugar, modo, mismos que con la ayuda de Dios no solo superamos, sino de los que podemos levantarnos en victoria. San Pablo nos recuerda que: ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.

En los días y en las noches de la vida, los que hemos sido salvados por la sangre preciosa del Cordero de Dios, nos mantenemos unidos a él. Esta es nuestra victoria, este es nuestro triunfo. Nada puede separarnos del amor de Dios, nada. Ni la luz, ni las tinieblas. Ni lo que vivimos de día, ni lo que vivimos de noche. Porque el amor de Dios permanece, trasciende, a nuestras circunstancias.

A Milca, y a las milcas y los milcos que me escuchan, quiero decirles que Dios está con ustedes en todo tiempo y en todo lugar. También quiero animarles, exhortarles a que de día y de noche hagan su principal petición a Dios, la de su amor y su presencia consoladora. Más importante que la salud, que la tranquilidad y que la abundancia, es la realidad presente del amor divino. Sin este, la salud, la tranquilidad y la abundancia, nada son, para nada sirven. Pero, el amor de Dios es suficiente, es bastante para lo que necesitamos. Con frecuencia, cuando oro por quienes atraviesan los valles oscuros de la vida, lo hago pidiendo que el amor de Dios sea tan abundante y tan evidente, que la persona en necesidad no pueda ignorarlo. Así, podrá seguir adelante en medio de las tinieblas, mirando el rostro de Dios a la luz de la fe. Quiera el Señor amarte a ti de esta manera. Que el amor de Dios se haga tan evidente en tu vida que lo mismo te sean las tinieblas que la luz, para seguir confiando en la misericordia y provisión divinas. Sí, mi oración es que transites por las noches de la vida a la luz esplendorosa del amor de Dios.