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La vida es la vida, es lo que es. No es todo la justa que uno deseara (y ¡qué bueno!), no es lo que creemos, ni mucho menos, lo que nos gustaría. Sí, la vida es lo que es. La nuestra está influenciada, casi determinada, por elementos internos y externos. Es decir, por cuestiones que se bien se originan en nuestro interior o que son generados por personas y situaciones ajenas a nosotros. Tal el caso de José.
Pablo destaca que la característica principal de nuestro antes de Cristo es que seguíamos los deseos de nuestras pasiones y la inclinación de nuestra naturaleza pecaminosa. Aquí Apóstol explica lo que significa vivir animados por la inercia, esa resistencia que oponen los cuerpos a cambiar el estado o la dirección de su movimiento. De un plumazo, Pablo revela la incapacidad de que padecíamos antes de Cristo para sobreponernos a las presiones internas y externas que nos mantenía esclavos de nuestros temores, deseos desordenados y heridas. Sin Cristo, asegura el Apóstol, estábamos muertos por causa de nuestros pecados. Es decir, viviendo sin vivir, sepultados en vida, incapaces de ser los que Dios creó a su imagen y semejanza. Vivíamos llevados por la inercia de nuestros sentidos y nuestros deseos desordenados.
En la vida hay cosas que no pueden hacerse bien si no terminamos otras antes. Cuando lo que se ha hecho muestra su error e irrelevancia o su falta de sentido y de resultados positivos, es tiempo de dejarlo, de abandonarlo para siempre. Lo nuevo requiere del término de lo viejo.
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