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Hay que Salir de la Cueva

27 febrero, 2011

Santiago 5:17,18; 1 Reyes 19

Elías es uno de los personajes más conocidos y destacados en la Biblia. Ocupa un lugar en el pasado de Israel, como también lo ocupa al final de los tiempos. Ciertamente era un hombre excepcional: hizo milagros, resucitó muertos, provocó sequías y lluvias, etc. Pero, la Biblia también señala que: Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras.

Contra lo que pareciera ser lo lógico, la fe y las pasiones humanas no se excluyen. Se puede ser un hombre de fe y, al mismo tiempo, padecer afectos y sentimientos muy humanos.  ¿Cómo es posible ello? ¿Cómo se puede ejercer el poder de la fe, al mismo tiempo que se lucha contra los afectos y pasiones que atormentan?

En 1 Reyes 19, encontramos el relato de una de las experiencias más reveladoras del carácter de Elías. Después de salir victorioso de su encuentro con los profetas de Baal, y de haber ordenado la muerte de 450 de estos; después de haber provocado sequía y lluvia y de haber avergonzado a Acab, el rey, Elías huye al desierto atemorizado por las amenazas de Jezabel… una mujer. (Conviene notar que Elías se acostumbraba relacionarse con ellas como seres necesitados y de los cuales él podía disponer).

En su huída, Elías cae en tal estado de depresión y ansiedad que exclama uno de los lamentos más desesperanzadores: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres.

Su lamento expresa su cansancio de la vida, su deseo de evasión la realidad que lo oprime y la pérdida de su estima propia. Todo ello queda refrendado con la pasividad contenida en la única acción que se le ocurre tomar: se queda dormido debajo del enebro. Cansancio, negación, depresión, pasividad. De veras que Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras.

La Biblia dice que Dios: conoce nuestra condición, sabe bien de qué estamos hechos y, por lo tanto “se compadece de sus hijos. Salmos 103. La compasión es el amor en acción. Así que Dios, quien está al tanto de lo que nos pasa se apresura a actuar en nuestro favor.

El relato bíblico nos dice que un ángel despertó a Elías diciéndole: levántate y come. En tal orden, están presentes dos cuestiones: el reconocimiento a su capacidad, puede levantarse; así como el reconocimiento a su condición débil, necesita fortalecerse con el alimento. En tal condición, Dios provee agua y comida caliente.

Sin embargo, a veces llegamos, como Elías, a tal condición que lo que Dios hace no parece ser suficiente. Elías volvió a quedarse dormido, y el ángel volvió a despertarlo. Si lo despertó implica que lo había  dejado dormir, porque reconocía su condición de cansancio. Pero, a su llamado inicial, el ángel agrega la frase: porque largo camino te espera.

Vemos en Elías que los éxitos en la vida no excluyen las etapas de derrota. Pero, también vemos en la exhortación del ángel, que los fracasos en la vida no acaban con el camino que tenemos por delante.

Dios, quien nos da las victorias, también nos sustenta cuando acabamos debajo del enebro. ¿Cómo lo hace?

Recuperadas las fuerzas Elías caminó hasta el monte de Dios, Horeb. Al llegar a este se metió a una cueva y ahí pasó la noche. Dios se le aparece y le pregunta: ¿qué haces aquí, Elías? Y este responde haciendo una descripción de su situación: hizo lo bueno, lo persiguen, está asustado porque teme que lo maten.

Era obvio que Dios no lo había llevado hasta Horeb para que Elías siguiera con su cantinela. Envío al ángel a alimentarlo y protegerlo para que Elías hiciera lo que Dios le había encargado.

Desde luego, saber lo que debemos hacer no siempre es suficiente. Es más, saber lo que se espera de nosotros no significa que estemos listos para hacerlo. Ni siquiera estamos listos cuando llegamos hasta el monte de Dios, al lugar de su presencia y ahí nos escondemos.

En las circunstancias torales de la vida se necesita algo más. Desde luego, este algo más no puede encontrarse dentro de la cueva, por mucho que esta esté en el monte de Dios.

Dios le pide a Elías que salga de la cueva y se pare delante de Jehová. Una vez fuera, Dios le muestra viento, terremoto y fuego. Elementos que hablan de las ansiedades de la vida. Pero, aclara el escritor sagrado: Jehová no estaba en ninguno de ellos.

Sí estaba en el silbo apacible y delicado. El término apacible connota la presencia de la paz de Dios. Ello nos remite al tema del reposo de Dios. Es decir, al permanecer confiados en que Dios habrá de honrarse a sí mismo y honrar nuestros esfuerzos, tomando el control de todo y capacitándonos para seguir el camino que tenemos por delante.

Elías pudo ser el profeta poderoso, a pesar de ser el hombre temeroso, porque depositó sus pasiones en el Señor. Su confianza la mostró yendo a donde Dios lo enviaba y haciendo lo que le encargaba. Al ser y hacer así, sus pasiones no desaparecieron; pero tampoco fueron tan relevantes que le impidieran cumplir con su tarea.

Conviene terminar esta reflexión diciendo que el problema no es el meterse a la cueva, sino permanecer en ella más de lo que resulta prudente.

Hay quienes permanecen en sus amarguras, temores, rencores, etc. Estos son sus propias cuevas. Hay que salir de las mismas aunque, de pronto, nos encontremos con las manos vacías. El vacío que llena el viento, el terremoto y el fuego, no significa que Dios no se haga presente. Lo hace, sí, cuando salimos animados por la evidencia de su presencia.

Conviene que vayamos al monte de Dios y que ahí busquemos, no solo su protección, sino su presencia. No solo su consuelo, sino su poder. No solo su comprensión, sino también su mandato.

Amar a Dios Con Todo

8 enero, 2011
Marcos 12:30 Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.

La Biblia declara que no es posible agradar a Dios sin tener fe, porque para acercarse a Dios, uno tiene que creer que existe y que recompensa a los que lo buscan. Hebreos 11.6 Es esta una declaración radicalmente importante, pues apunta a una cuestión que resulta fundamental en el camino de la espiritualidad. En efecto, el meollo de dicha declaración es la parte que dice: uno tiene que creer que existe. El verbo creer se convierte en la clave del pasaje y, de hecho, en la clave de la espiritualidad cristiana.

En la Biblia creer es estar persuadido de algo y actuar en consecuencia. Persuadir, nos dice el diccionario es obligar a alguien con razones a creer o hacer algo. Quien cree asume la obligación de actuar en consecuencia con aquello que profesa, que cree y confiesa. Es decir, no se puede creer en Dios y vivir de cualquier manera, sino aceptando y llevando a la práctica lo que él ha establecido como propio para nuestra vida. De hecho, la indicación de nuestro Señor Jesús a sus discípulos incluye el que enseñen (a quienes acepten la doctrina de Cristo), a obedecer todo lo que él les ha mandado. Mateo 28.20

Resulta necesario entender lo que hasta aquí se ha dicho para poder comprender el pasaje que hemos leído. Por cierto, comprender es abrazar, ceñir, rodear por todas partes algo. Y, en efecto, de esto se trata: De hacer propia, parte esencial de nuestra intimidad, la instrucción bíblica de amar a Dios de manera totalitaria. De acuerdo con Vine, reconocido exégeta bíblico, el significado de los recursos con los que somos llamados a amar a Dios sería, en síntesis, el siguiente:

Corazón. Se refiere a toda la actividad mental y la calidad moral de los pensamientos y las acciones consecuentes.

Alma. Aquí se refiere al aliento de vida; el llamado es a amar a Dios con toda nuestra energía.

Mente. Se trata de la conciencia reflexiva. Es decir, con la forma en que percibimos y comprendemos las cosas de la vida, los sentimientos, el razonamiento y la determinación con la que enfrentamos cada aspecto de nuestras vidas.

Fuerzas (fortaleza). Es esta la virtud fundamental que consiste en vencer el temor y huir de la temeridad.

Lo que resulta de la integralidad del llamado de Jesús es que somos llamados a desarrollar una fe con propósito. Primero, porque somos llamados a fortalecer nuestra intención de vivir para Dios. Ello implica que nuestra fe resulta, crece en proporción directa a nuestra determinación de amar a Dios. Nos esforzamos y aún nos sacrificamos, si ello es necesario. Nos negamos a nosotros mismos, somos humildes y entregamos aún aquello a lo que tenemos derecho con tal de que Dios sea glorificado en nosotros.

Pero, propósito también es meta, objetivo, algo que pretendemos conseguir. Quien ama a Dios, quien dice hacerlo, debe cultivar el propósito de llegar hasta el final, hasta la meta. Apocalipsis 2.10 hace un llamado: ¡Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida! La expresión hasta la muerte, no se refiere solo al final de la vida en el sentido de ser fiel hasta que se muera uno. Dado el contexto de persecución que enfrenta Juan y sus lectores, la expresión adquiere una dimensión diferente. Se trata de ser fiel hasta el extremo de la muerte. A preferir la muerte a dejar de amar (y servir a Dios).

Conviene aquí apuntar que amar a Dios con todo no implica una perfección de vida. Nadie es justo, sino solo Dios. Como bien expresa el Catecismo Menor de Westminster: Buscamos hacer lo bueno y castigar lo malo, pero sólo Dios es justo. Al igual que el que ama está consciente de sus limitaciones, pero, con todo se esfuerza por agradar a su ser amado, así nosotros somos llamados a perseverar en nuestro esfuerzo de agradar a Dios en todo lo que somos y hacemos.

Hacer nuestro tal propósito se convierte en garantía de una vida sana, de una vida plena. Quien ama a Dios, lo obedece; camina por el camino que Dios ha trazado. Efesios 2.20 Y, quien camina el camino de Dios nunca camina caminos desconocidos, porque siempre camina en Jesucristo. Él, nuestro Señor y Salvador, quien habita en nosotros por su Espíritu Santo, es el Camino, la Verdad y la Vida en y para todas y cada una de las áreas de nuestra vida.

¿Por qué nos ocupamos de estas cosas? La respuesta es sencilla, nuestra vida puede ser mejor de lo que está siendo. En algunas áreas de la misma, la forma en que pensamos y nos conducimos tiene el poder de deteriorar el todo de nuestra vida. En algunos casos se trata del cómo de la relación de pareja, en otros del cómo de las relaciones familiares en su conjunto, o del cómo de nuestro quehacer laboral, etc. La disfuncionalidad evidente en tales áreas está, nos consta y lo sufrimos, afectando el todo de nuestra vida y el todo de nuestras relaciones. La razón que explica en última instancia el por qué de tal circunstancia es sencilla y obvia: No nos estamos ocupando de amar a Dios con todo nuestro corazón, nuestra alma, nuestra mente y nuestras fuerzas. En consecuencia, estamos viviendo a nuestra manera y no hemos escogido la forma de vida en la que hay dirección, firmeza, paz y satisfacción.

Todas las cuestiones importantes de la vida empiezan en el espacio vital que se da entre Dios y nosotros. Por ello, mientras más de Dios en nuestro corazón, nuestra alma, nuestra mente y nuestras fuerzas, mayor sabiduría y capacidad para hacer una vida plena y satisfactoria. Quienes viven lo que está acabando con ellos: con su amor, su paciencia, su esperanza, su paz, etc., no tienen que seguir viviendo lo mismo. Pueden vivir la vida que Cristo ofrece a los que le aman.

Por ello les animo a que hagamos un alto en nuestra vida y encaremos cada una de las circunstancias que nos están desgastando y nos propongamos enfrentarlas en el amor de Cristo. Es decir, que de manera consciente y proactiva nos propongamos mostrar nuestro amor a Dios en la manera en que encaramos y resolvemos las situaciones que nos afectan. Y así, a que obedezcamos el principio bíblico que nos exhorta: Y todo lo que hagan o digan, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios el Padre por medio de él. Colosenses 3.17

 

 

Para Entender la Violencia Intrafamiliar

20 septiembre, 2010

Hace algún tiempo fui invitado por el grupo de matrimonios de una iglesia citadina para hablar, se me insistió, sobre el tema de la violencia intrafamiliar. La insistencia con la que se me había pedido que fuera ese y no otro el tema a tratar me llevó, al empezar mi exposición, a preguntar cuántas de las familias ahí representadas enfrentaban situaciones de violencia al interior de sus hogares. Después de que repetí varias veces la misma pregunta, la respuesta siguió siendo la misma: silencio. Sin embargo, después de que respondieron a un sencillo cuestionario, casi las dos terceras partes de los asistentes reconocieron que, en mayor o en menor grado, se enfrentaban a situaciones de violencia intrafamiliar.

No me extrañó del todo dicha situación. Parte de las causas que explican la proliferación de la violencia intrafamiliar, hasta en las mejores familias, es precisamente el desconocimiento que se tiene respecto de lo que la misma es y cómo se manifiesta. Por lo general, se asocia la violencia intrafamiliar exclusivamente con la violencia física. Se piensa que si no hay golpes, no hay violencia. No hay tal. Paradójicamente otras expresiones de la violencia intrafamiliar son mucho más dolorosas y dañinas que la mera violencia física, ello sin menospreciar el daño e impacto de esta última. Recuerdo a una mujer que me decía que hubiera preferido, mil veces, que su padre la hubiera golpeado a que le dijera tantas cosas y tantas veces que le hacía sentir que no valía y que no le importaba a nadie.

Parecería absurdo pensar que haya quienes sufran de violencia intrafamiliar y no se den cuenta de ello. Sin embargo, un hecho que explica el porqué de tal ignorancia es la cultura familiar y social en que las personas viven y han crecido. Por ejemplo, en algunas zonas urbanas es normal ver que el hombre viaje a lomo del caballo o el burro, mientras que la mujer le sigue caminando a pie y llegando en sus brazos o espalda a uno o a más de sus hijos. Obviamente, quienes crecen mirando y participando de tal patrón relacional difícilmente considerarán que sea injusto, que se trate de una forma de violencia contra la mujer tal disparidad de trato. Sin embargo, lo es. O pensemos en nuestros hogares cristianos, cuando el domingo al volver a casa llenos del gozo del Espíritu de Dios, el hombre se siente a ver la tele o se recueste un rato –pues viene muy cansado de estar todo el día en la iglesia-, mientras su mujer le prepara la cena. Como estos, hay muchos casos que nos parecen normales, pero que esconden tras de sí severas y dolorosas formas de agresión en contra de las mujeres.

La violencia intrafamiliar tiene muchos rostros y aunque en apariencia sólo vaya dirigida a algunos de los miembros de la familia: mujeres, niños o ancianos, generalmente, termina por afectar a todos los miembros de la misma. Para comprender la complejidad de la violencia intrafamiliar y de sus consecuencias, conviene tomar en cuenta dos conceptos: abuso y maltrato. Dado que la violencia intrafamiliar es una cuestión de poder, se trata de un abuso. Es decir, del mal uso que se hace de algo o de alguien. Este mal uso tiene que ver con lo excesivo, lo injusto, lo impropio o lo indebido de la autoridad, o del mero poder, que el abusador detenta. La violencia intrafamiliar afecta a los más débiles, dado que es realizada por quienes tienen mayor poder o autoridad que estos. Tal abuso se manifiesta, y aquí tenemos el segundo concepto clave, cuando se maltrata a otro o a otros.

La cuestión del maltrato es una cuestión toral, de suma importancia, en el cómo de las relaciones familiares. Maltratar no sólo es tratar mal a alguien de palabra u obra. También es echar a perder. Porque el maltrato tiene que ver con lo que pasa aquí y ahora, es cierto; pero también produce un fruto a largo plazo. De acuerdo con el lenguaje bíblico, el maltrato planta en el corazón de las personas abusadas, raíces de amargura mismas que, como resulta obvio, sólo podrán producir frutos amargos. El término bíblico que se traduce como amargura, se refiere a un aborrecimiento amargo.

El aborrecimiento se compone de sentimientos maliciosos e injustificables, que lo mismo se tienen respecto de quien nos ha lastimado, de quien ha abusado de nosotros; como se tienen respecto de nosotros mismo. No solo se llega a odiar al abusador, sino que se termina odiándose a uno mismo. El odio empieza siendo un sentimiento de rechazo o repugnancia frente a alguien o algo, nos dice el diccionario. Sumamente doloroso resulta el que quienes han sido sistemáticamente abusados, por sus padres, esposos, hermanos o hijos, terminan, casi siempre, sintiendo que son ellos los culpables y, por lo tanto, merecedores de tantos abusos. Recuerdo, entre otras, a una mujer que habiendo sido abusada sexualmente por su abuelo materno y sus hermanos mayores, se preguntaba cómo es que podía haber sido tan mala que, ya a los cinco años, los provocaba para que abusaran de ella.

Aquí sólo apuntaremos que quienes han sido abusados llegan a sentir repugnancia de sí mismos, porque el abuso afecta de manera integral el todo de su identidad. Afecta sus pensamientos y sus emociones, creando verdaderas fortalezas espirituales, que no son otra cosa sino maneras de pensar negativas y dañinas; les afecta físicamente, puesto que produce el efecto conocido como de somatización, mismo que consiste en que los pensamientos y emociones terminan alterando la salud de la persona produciendo enfermedades y dolores reales. Y, desde luego, les afecta espiritualmente.

Quien ha sido, o está siendo abusado por aquellos a quienes ama, se vuelve más vulnerable ante los ataques del diablo, quien como león rugiente que busca a los más débiles, solo tiene como propósito el robar, matar y destruir. El ataque satánico busca disminuir la credibilidad y la confianza que la persona abusada tiene respecto a Dios. Muchos de los que han sufrido o sufren abuso, aprenden a pensar que Dios no los ama, que no le interesan y que alguna razón habrá para que Dios los esté castigando de tal manera. Cuando se rebelan contra el padre, el esposo o cualquier otro miembro que abusa de ellos, o cuando tienen algún sentimiento de ira o coraje en contra del abusador, se sienten culpables y, por lo tanto, indignos de la gracia divina. El abuso que sufren, y el dolor que del mismo resulta, apaga el gozo del Espíritu y aleja paulatinamente a la persona de la fuente de su salvación.

La buena noticia es que el Hijo del Hombre, nuestro Señor y Salvador Jesucristo, ha venido para deshacer las obras del diablo y para dar vida abundante a quienes han sido lastimados y despojados de su dignidad, su paz y su confianza. Quien ha sido abusado no tiene por qué vivir bajo el poder de sus abusadores, ni de los abusos recibidos. En Cristo encuentra el poder y la libertad para vivir una vida plena y caminar por la senda de la justicia y la paz. De esto nos ocuparemos en nuestra próxima entrega.

Mientras tanto, les invito a que hagamos nuestra la promesa del Señor que nos asegura: El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes pastos me hace descansar. Junto a tranquilas aguas me conduce; me infunde nuevas fuerzas, por amor a su nombre. Aun si voy por valles tenebrosos, no temo peligro alguno porque tú estás a mi lado; tu vara de pastor me reconforta.