Entonces oí una voz del cielo, que me decía: «Escribe esto: ‘Dichosos de aquí en adelante los que mueren unidos al Señor. ““Sí–dice el Espíritu–, ellos descansarán de sus trabajos, pues sus obras los acompañan.» Apocalipsis 14.13
C
uando, el lunes pasado, Manuel me llamó para informarme sobre el estado de Fernando al llegar al Instituto Nacional de Cardiología, sólo dijo tres palabras: Está muerto, Papá. Más que sus palabras, la emoción que su voz reflejaba fue lo que hizo evidente el impacto de la muerte. Preguntas, dudas, compasión, reclamos, etc., son emociones que acompañan la siempre inesperada llegada de la muerte y por ello la hacen tan impactante.
Sin embargo, ante el impacto de la muerte, conviene que nos ocupemos de la vida. De entrada, porque verdad de Perogrullo resulta el hecho de que lo que define a la persona no es su muerte, sino el cómo de su vida. Cómo fue la persona, cómo se relacionó con los suyos y con los otros, cuál su aporte a lo largo de la vida es lo que la define y, por lo tanto, lo que determina el modo en que trasciende más allá del momento y del cómo de su vida. Siempre me ha gusta el sentido de la palabra trascender, exhalar olor tan vivo y subido, que penetra y se extiende a gran distancia. Y, sí, lo que nos queda de quienes han muerto no es el olor de su muerte, sino el aroma de su vida. Es su vida la que nos marca, la que nos condiciona, la que determina el modo en que seguirán estando presentes aun cuando padezcamos su ausencia física.
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