Demasiado breve y complicada
Job 14.1-2
A Job le fue tan bien en la vida que su prosperidad se convirtió en motivo de conversación entre Dios y el diablo. Quienes conocían a Job lo envidiaban, quienes oían hablar de su riqueza deseaban ser como él. En fin, Job era la persona a la que había que poner de ejemplo cuando se hablaba de la buena vida. Job era especial porque era diferente a la mayoría de las personas. Era justo, sí, pero ello no era lo que lo hacía especial.
Indudablemente también había otras personas temerosas de Dios, cuidadosas al extremo de honrar al Señor, aunque fueran menos ricas o muy pobres en comparación con Job. Lo que hacía especial a este hombre y a su familia era que vivían en lo que podemos llamar una burbuja de prosperidad. Aunque eran seres humanos, Job y los suyos poco sabían de humanidad. Es decir, nada sabían de la fragilidad o flaqueza propia del ser humano.
Resulta interesante el que sea un hombre con tales características quien resuma el todo de la vida diciendo: Es muy corta nuestra vida, y muy grande nuestro sufrimiento. Somos como las flores: nacemos, y pronto nos marchitamos; somos como una sombra que pronto desaparece. ¿Qué fue lo que llevó a Job a sintetizar la vida con tanta pesadumbre? ¿Cuál fue el punto de inflexión a partir del cual la vida de Job no se recuperó? Cualquiera diría que la razón de tal pesadumbre fueron las pérdidas de Job. Primero, la de su riqueza, la que significaba el punto de equilibrio de su vida privilegiada. Después, la muerte violenta de aquellos a los que más amaba, sus hijos. Así, de pronto Job se ve privado de lo que lo sostiene, sus riquezas. Y de lo que da razón a su vida, sus hijos.
Sin embargo, cuando leemos a Job nos encontramos que lo que lo destruye no son sus pérdidas, sino la convicción profunda de que la vida, Dios mismo, lo ha tratado injustamente. Convencido de su propia justicia, Job concluye que el dolor y las pérdidas sufridas no correspondían, no eran propias de su condición y derechos. Tan perfecta y placentera había sido la vida de Job, que esta se había convertido en el modelo de lo que la vida debía ser. A su dolor Job suma el peso que resulta del juicio que hace de lo sucedido, generando así su sufrimiento. Es decir, lo que más duele a Job es que haya sido a él, tan próspero y tan justo, que la vida lo haya puesto a prueba. Lo mismo pasa con la mayoría de nosotros, hemos creado conciente e inconcientemente un modelo ideal de la vida, hemos concluido lo que la vida debe ser. Y es a partir de tal modelo, arbitrario y condicionado a nuestras circunstancias, que nos acercamos tanto al gozo como al dolor. Justificando el primero y rechazando, como no propio de nosotros, el segundo.
Entrevisté a una mujer, madre soltera de una hija adolescente, después de haber sufrido una cirugía radical de ambos senos como consecuencia del cáncer que la aquejaba. ¿Qué pensó [le pregunté] de lo que le estaba pasando, qué pensó de Dios, usted que había puesto su fe en él? Su respuesta me impresionó: Pensé que si cuando había recibido cosas buenas, como el nacimiento de mi hija, no le pregunte a Dios, ¿por qué a mí?, tampoco podía reclamarle por el cáncer que me aquejaba, dijo. Entendí que estaba ante una persona que había aprendido tres cosas básicas que la Biblia nos enseña acerca de la vida y que tal conocimiento explicaba que su tragedia no la hubiera destruido. Entendí por qué, a diferencia de Job, a su cáncer, a su tragedia, no le había agregado el peso del sufrimiento innecesario.
Lo que la Biblia nos enseña acerca de la vida es lo siguiente:
La vida tiene su propia dinámica. Nuestra vida es resultado de una serie de fuerzas, de causas y efectos resultantes de nuestra condición de seres humanos. Estas tienen que ver con nuestro cuerpo, con nuestras relaciones, con el entorno social que nos rodea, con nuestras creencias y convicciones más profundas, así como del cómo de nuestra relación con Dios. En este sentido, el cómo de nuestra vida es resultado tanto de variables de las que tenemos conciencia y de las que podemos manejar; como de aquellas de las que no somos concientes, así como de las que no podemos manejar. Ello implica que nuestra vida contenga zonas de riesgo, espacios propicios para el dolor y la tragedia. A estos, la Biblia los identifica como el día malo. Días inevitables y para los cuáles debemos estar preparados.
No todas las tragedias se originan en el mundo espiritual. Ni todo lo que pasa viene de Dios ni en todo lo que pasa hay un propósito divino. No hay tal cosa como un determinismo vital, ni de parte de Dios, ni de parte del diablo. Hay quienes acostumbran responsabilizar a Dios o al diablo de todo lo bueno y de todo lo malo. En una perspectiva dualista, a Dios se le considera el originador de lo bueno y al diablo el de lo malo. Sin embargo, aunque hay dones buenos que vienen de Dios (Stg 1.17), el ser humano es también generador de cosas buenas, así como lo es de cosas malas. Dios y el diablo animan en nosotros la realización de tales cosas, en último sentido, pero somos nosotros los responsables de la práctica del bien y del mal. Así, ni todo lo que sucede es voluntad de Dios, entendiendo esta como la intención divina; ni todo lo malo es responsabilidad del diablo, en cuanto el ejecutor del mal que practicamos y que termina por afectarnos a nosotros mismos y/o a terceros.
Cabe la pena apuntar aquí que todo hecho, bueno o malo, realizado por nosotros y/o por terceros, conlleva sus respectivos efectos colaterales. Estos, a diferencia de los efectos causales escapan al control nuestro, provocando, en consecuencia, que seamos víctimas y culpables de aquello que nos lastima. Podemos hacer lo que queremos, bueno o malo. Pero, no podemos controlar las consecuencias de lo hecho, sea bueno o sea malo.
¿Recuerdas las historia de la mujer que arrepentida de ser tan chismosa fue a confesarse y a pedir perdón? El sacerdote condicionó su perdón a que consiguiera una almohada de plumas de ganso y fuera a la casa de cada persona de la que había contado chismes y depositara una de las plumas en la puerta de cada casa. Cuando terminó de hacerlo, la mujer regresó con el sacerdote para obtener el perdón deseado. Sin embargo, el sacerdote le indicó que era necesario que fuera a cada casa y recogiera las plumas dejadas en cada puerta. La mujer expresó su sorpresa, no puedo hacerlo, dijo, porque el viento se las habrá llevado con destinos desconocidos. El sacerdote le dijo que lo mismo pasa con nuestras acciones, podemos y sabemos decidir lo que hacemos y con quiénes. Pero no podemos evitar que lo hecho genere situaciones sobre las que no tendremos control. Podemos ser perdonados, sí, pero las consecuencias de nuestras acciones seguirán su propia dinámica y camino.
El favor de Dios nos capacita para enfrentar las dinámicas de la vida. En cuestiones del quehacer cotidiano de la vida, Dios ni evita ni sustituye, Dios capacita y empodera a quienes ponen su confianza en él. Es decir, Dios no hará por nosotros lo que a nosotros corresponde hacer. Además, Dios quien nos ha creado libres y capaces para vivir nuestra libertad en Cristo, no nos impone ni su justicia, ni su propósito. Dios nos respeta. A veces se alegra por nuestras decisiones y a veces las lamenta. En estos casos, Dios se duele con y por nosotros por lo que estamos enfrentando como consecuencia del ejercicio de nuestra libertad y del ejercicio que otros hacen de la misma.
Lo que sí hace Dios es acompañarnos, dirigirnos, ayudarnos, consolarnos, fortalecernos… en fin, todo lo que necesitamos para salir delante de las circunstancias que enfrentamos, independientemente de lo que haya causado la tragedia que hoy nos lastima y aflige. Comprender lo anterior nos permite acercarnos a la vida y a las tragedias de la misma redimensionando nuestro sufrimiento. Como muchos otros, Viktor Frankl nos recuerda que si bien no podemos cambiar las situaciones que nos producen dolor, sí podemos escoger la actitud con la que enfrentaremos nuestros sufrimientos.
El salmista hizo una declaración de confianza que es, al mismo tiempo, un compromiso de vida. Dijo: Tu palabra es una lámpara que guía mis pies y una luz para mi camino. Salmo 119.105 NTV Quien quiere vivir sabiamente la vida breve que tiene, debe conocer su destino y el camino para llegar a él. La Palabra de Dios, Jesucristo y la Biblia, nos revelan la razón de nuestra vida, el destino al que debemos aspirar y el cómo llegar a él, libres del peso y las consecuencias de las malas decisiones.
Nuestra vida es demasiado breve y complicada como para vivirla al ahi se va. La vida es impredecible, no sabemos si tendremos el tiempo y la oportunidad para enderezar, recuperar, componer lo que hemos dañado. Estar alertas, preparados para lo que viene –aún cuando no sepamos qué es eso que hemos de enfrentar-. Permanecer confiados en la misericordia del Señor. Y, sobre todo, fortalecernos estando siempre en su presencia y procurando honrarle en todo lo que hacemos. Todo esto habrá de contribuir para que, cuando llegue el día malo, al dolor de la vida, al reto de vida que enfrentamos, no tengamos que sumarle un mayor sufrimiento.
A esto los animo, a esto los convoco.
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