Aunque estén viejos
Salmos 92 DHHD
Hay viejos que aun cuando se mueren siguen estando presentes. Uno de ellos es Rosy Anteles. Nos acompañó los últimos once años de su vida y aunque ya han pasado varios días desde su partida, permanece en nosotros. Rosy es una de esas personas a las que la vida trató con especial rabia: nacida en un hogar en el que no fue ni deseada ni aceptada, casada con un hombre que la traicionó y dedicada en cuerpo y alma a sus hijos, que ni la comprendieron ni la acompañaron en su vejez. Sin embargo, una mujer que se impuso a la vida y que permaneció íntegra y congruente con su fe y su propósito hasta el final. Una mujer para la que el cáncer que acabó con su cuerpo no pudo destruir ni su confianza en Dios ni su propósito de bendecir a quienes la rodearon, nosotros entre ellos.
El salmista le dice a Dios: tus obras me ponen alegre, gritaré de gozo por lo que has hecho con tus manos. Como pastor de Rosy me tocó acompañarla en momentos difíciles en los que parecía no haber lugar para nada más que el reclamo, el resentimiento y el ojo por ojo. Casi siempre salí derrotado en mi intención de animarla a que tomara medidas radicales que permitieran detener injusticias o modificar conductas que le lastimaban. Mis derrotas resultaban del hecho de que Rosy casi siempre encontraba algo en lo cual gozarse, mucho por lo cual dar gracias a Dios. No sólo me derrotaban sus palabras, sino el gozo que hacía brillar su rostro cuando contaba los testimonios que la animaban. En no pocos casos, cuando parecía no haber obra alguna, ella cerraba toda discusión alegando que, en todo, la presencia de Dios, su Dios, se hacía manifiesta. Y eso, decía, era suficiente para alegrarse y gritar de gozo.
Leyendo con ella nuestro salmo pudo entender la razón de su entereza. Para empezar, Rosy era un árbol siempre cargado de frutos. Resultaba imposible acercarse a ella y no recibir algo especial y trascendente. Hemos escuchado infinidad de testimonios que confirman esto. Sembró en muchos y bendijo a otros tantos en el momento mismo en que la conocieron. Siempre elegante en su persona, fue prototipo del árbol fino al que se refiere nuestro salmo.
Desde luego, la calidad de su vida resultaba de en quién estaba plantada. Rosy estaba plantada en el templo del Señor. Dios era la razón de su vida, Dios la explicaba. Que el maltrato materno no la hubiera amargado. Que el abandono del esposo cuando sus hijos estaban pequeños no la hubiera destruido. Que la soledad acompaña en la que vivió sus últimos años no le impidiera dar ánimo, vida a muchos, sólo se explica en el hecho de que Dios era el sustento y el propósito de su vida. Su fe era simple, sencilla: Dios es el Señor, lo que él decida está bien y al amoldarme a su razón él cumplirá su propósito en mí y yo podré hacer y enfrentar lo que sea.
He dicho que los aciertos y los errores de Rosy tienen un mismo origen, una misma razón: su intención de agradar a Dios en lo que hacía y en lo que dejaba de hacer. Ejemplo de ello fue su constante renuncia a exigir lo que le era propio, lo que era suyo por derecho. Su disposición frecuente a poner la otra mejilla, a cargar la carga que injustamente se le imponía por dos millas, a dar la capa además de la blusa a quienes abusaban de ella. Ella hacía y dejaba de hacer para que Dios tuviera el espacio y el momento adecuado para hacer lo que a él le correspondía hacer. Siempre respetuosa, se hizo a un lado para dejar que Dios actuara a sus anchas.
¿Le resultó? No siempre en el corto plazo. Pero, resulta que no era el corto plazo lo que animaba a Rosy. Estuvo dispuesta a perder para ganar, a hacerse a un lado, a dejar pasar, para permanecer siendo ella, fiel a Dios y fiel a sí misma. Y, por ello, podemos estar seguros que le resultó. Como Pablo, Rosy peleó bien la buena batalla, supo guardar -por sobre todo su fe, más aún, su fidelidad. Ahora descansa esperando el día glorioso en el que el Señor, su Señor, habrá de darle la corona de la vida eterna.
Rosy, aunque ausente, sigue dando frutos. En vida lo hizo con su manera de ser, ahora con su testimonio también nos provoca. Porque Rosy fue una provocadora, su vida nos retaba y nos reta. Como en el caso de Elías, en Rosy no hubo pasión humana que no conociera y que ella no superara para el Señor. Dicen que infancia es destino, no fue el caso de ella. Dicen que los males de amores dan permiso para la infidelidad, ella se mantuvo fiel. Dicen que la vejez es derrota y tiempo de lamentos, Rosy la enfrentó con elegancia y, siempre, en esperanza. Así que está entre nosotros provocándonos a imitarla en su fe, en su confianza, en su congruencia y, sobre todo, en su propósito de permanecer arraigada en Dios honrándolo en lo que sí y en lo que no de la vida.
Gracias, Rosy.
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