Al terminar nuestro ciclo de reflexiones sobre la exhortación petrina para que nos esforcemos en el desarrollo de las cualidades propias de nuestra identidad, invito a ustedes a que los dos últimos domingos del mes de marzo los dediquemos a meditar sobre el qué y el cómo de nuestras relaciones familiares.
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Sin santidad no hay familia
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Nos hemos preguntado cómo enfrentar las desviaciones resultantes de las pérdidas, los conflictos y el desapego afectivo de algunos de los miembros de la familia. En otras palabras, cuando el sistema familiar se vuelve disfuncional, ¿qué podemos hacer para recuperar el equilibrio? Es más, ¿hay algún recurso que prevenga a la familia de aquellas crisis que se pueden evitar? Para tales preguntas hay una misma respuesta: el ejercicio de la santidad previene a las familias de caer en crisis innecesarias al mismo tiempo que se convierte en el recurso por excelencia para superar las dificultades que la disfuncionalidad familiar genera.
Desafortunadamente, cuando las familias no conocen o consideran la naturaleza e importancia de la santidad, desarrollan el conocido efecto dominó. A los fallos de alguno de sus integrantes responden fallando. Así, se da una constante sucesión de malas decisiones, conductas erróneas y actitudes negativas que, casi siempre, se justifican en función de la falta del otro. En una versión trágica de la Ley del Talión, gobiernan su conducta a partir del ojo por ojo y diente por diente. Olvidando que, como señalara Gandhi, si seguimos el principio del ojo por ojo, todo mundo terminará ciego. Aún hay quienes castigan al deudor lastimándose a sí mismos. Se arriesgan, se menosprecian, se envuelven en relaciones nocivas que pueden terminar destruyéndolos.
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