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José, el Esposo Atípico

20 diciembre, 2010

José es el personaje de la historia de la Navidad que mejor me cae. Con frecuencia me siento solidario con él. Me parece que, en el fondo, José encarna uno de los aspectos más complejos, definitorios y aun difíciles del ser esposo: Asumir –hacer propias-, sin poder ni capacidad alguna para influir y lograr que cambien, las decisiones, las experiencias y/o las maneras de pensar de la esposa. En efecto, cuando José se entera, aparentemente de forma indirecta, que María está embarazada, se encuentra ante una situación en la que él no ha participado y de la que, sin embargo, debe responder de alguna forma.

Bien es cierto que María y José no vivían todavía juntos, como también es cierto que, por razones que no entendemos, Dios decidió tratar directamente con María sin tomar en cuenta el papel que José tenía como esposo de ella. En el entorno judío esta era una situación atípica. Las mujeres judías no gozaban de autonomía, ni cuando hijas, un cuando esposas. No podían establecer acuerdos sin la participación de su padre o de su esposo. En el caso de María, ya existía un contrato matrimonial con José, su relación se encontraba en la fase de la consagración matrimonial, la quedushín. En esta fase, que precedía a la de la consumación del matrimonio y el vivir juntos, la nissuín, María estaba tan obligada a la fidelidad y obediencia su marido José, como si ya viviera con él. Por ello es que resulta especialmente significativo que el ángel Gabriel se haya dirigido a María, y no a José o a los dos juntos, para comunicarle algo tan trascendente como el hecho de su embarazo por el poder y quehacer del Espíritu Santo.

Ante los acontecimientos que nos ocupan, José, como muchos esposos, se ve enfrentado a una situación que le rebasa y le coloca en la necesidad de hacer una decisión sumamente complicada. El evangelista Mateo nos dice que José era un hombre justo. En el contexto bíblico esto significa que José era un hombre que valoraba la Ley Mosaica y las tradiciones y costumbres de su pueblo. Por ello, ante el hecho de que su esposa resulta embarazada por alguien que no es él, enfrenta la necesidad de proceder en justicia; es decir, de hacer aquello que la Ley establecía para tales casos: denunciar a María y dar por finiquitado el compromiso matrimonial con ella.

Ahora bien, la justicia no resultó suficiente para José en la medida que proceder justamente, de acuerdo con lo que la Ley establecía, provocaba un conflicto con otro aspecto del carácter de José. No sólo era justo, sino que también era misericordioso. Como observante cuidadoso de la Ley, sabía que su repudio público de María no sólo significaría para ella vergüenza y marginación. También abría la puerta para que María fuera castigada conforme a lo que la Ley establecía como el castigo para una esposa adúltera: ser apedreada hasta que muriera.

Obviamente, José amaba a María. Más aún, la misericordia de José le impedía asumir la responsabilidad de la muerte de cualquiera, particularmente, de la muerte de la mujer que él amaba y legalmente ya era su esposa. ¿Qué hacer?, era el dilema de José. Cumplir con lo que se sabe, lo que se ha aprendido y lo que se cree; o correr el riesgo de transitar por caminos desconocidos en el cómo de las relaciones conyugales. No debe haber sido esta una situación fácil para José. Mateo dice que José no quería denunciar públicamente a María, [y] decidió separarse de ella en secreto. Una mejor traducción dice de José, pero a la vez no quería. José sabía lo que un esposo tenía que hacer ante el embarazo, la presunta infidelidad, de su mujer. Su forma de pensar, la manera en que había aprendido a ser esposo, por el ejemplo de su padre, su abuelo, los otros esposos con los que él convivía, le mostraban el camino a seguir. José, por lo tanto, sabía lo que debía hacer, pero a la vez no quería hacerlo.

Por ello estuvo dispuesto a violentar, él mismo, la Ley Mosaica. Llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era separarse de María en secreto. Pero, la Ley no contemplaba tal modalidad. De hacerlo, él mismo quedaría en entredicho porque si el hijo de María no era suyo, debía haberla denunciado públicamente; y si era de él, entonces no tenía razón para repudiarla.

Difícil situación la de José. ¿Qué hacer, cumplir de la forma debida o ir en contra de lo que él mismo era, creía y consideraba propio? ¿Qué hacer ante aquello en lo que el proceder de su mujer lo colocaba en una condición de ignorancia, confusión y conflicto interior? Esta es una pregunta válida no sólo para José, sino para muchos esposos de nuestros días. La cotidianidad de la vida conyugal lleva a los esposos a circunstancias inesperadas y desconocidas que actúan como parteaguas de lo que son, piensan, hacen y deciden. Muchas cosas de lo que sus mujeres piensan, hacen y deciden ponen a prueba lo que los maridos han aprendido que es lo correcto, lo propio, lo conveniente. Como José, no pocos concluyen que lo mejor es separarse en secreto de sus mujeres.

Este separarse en secreto, incluye la toma de distancia emocional, y aun espiritual, respecto de la esposa. Se termina por ver a la mujer como a alguien ajena al esposo, con la que, sin embargo, hay que seguir interactuando, relacionándose, de la mejor manera posible. Es decir, los maridos se separan de su mujer en lo secreto –muy dentro suyo-, aunque permanezcan en relación con ellas. Pero, como en el caso de José, llegar a tales conclusiones y/o tomar tales decisiones, lejos de traer paz al marido y de contribuir al bien de la relación matrimonial, sólo producen noches oscuras, como la de José.

Siempre me ha parecido muy interesante, bella y reveladora la expresión con la que el ángel anima a José: No tengas miedo de tomar a María por esposa (no temas recibir a María como tu mujer). El ángel mete el dedo en la llaga, pues hace evidente que la mayoría de los esposos experimentan miedo ante las expresiones de la libertad y autonomía de sus mujeres. Que la esposa no sea, piense y actúe como el marido piensa que debe hacerlo, genera miedo en el corazón del esposo. El miedo coarta la libertad y termina por destruir a quien lo experimenta y a quienes ama. Por ello es que el ángel invita a José a que no actúe como se acostumbra hacerlo; más bien, le propone, abre tus ojos y descubre que lo que pasa en María es quehacer del Espíritu Santo. José, ábrete y disponte a conocer y participar de los tiempos nuevos que el Espíritu Santo está trayendo a tu mujer, a ti mismo y a todo el mundo.

El nacimiento del niño Jesús también nos anuncia que el cómo de las relaciones matrimoniales es transformado a la luz de Cristo. Jesús libera a las mujeres y las trata de tú a tú, sin intermediarios, sin tutores. Reconoce en ellas la imagen y semejanza de Dios. Por ello, para hablar con María, Dios no tiene que pedirle permiso a José. Pero, Jesús también libera a los hombres de la pesada carga de ser los dueños, los responsables últimos de sus mujeres. El reconocerlas como iguales a ellos, el respetar sus espacios de decisión y autoridad, el participar de aquello en lo que ellas están envueltas, aun cuando parezca ponerlos en riesgo, no es razón para que teman. La razón es sencilla, en el fortalecimiento de la identidad, la individualidad, de su esposa, es el Espíritu Santo quien está actuando.

José me cae bien porque me identifico con él cuando me confundo, me estremezco, me enfado, ante el actuar independiente de mi esposa. Pero, José me cae mejor porque veo en él la clase de esposo que me propongo ser cada día. Justo, pero misericordioso; temeroso, pero confiado; cansado, pero paciente; ignorante, pero obediente a la palabra recibida de Dios para el bien de mi matrimonio. Y a esto animo a los esposos que me escuchan o leen. Oro por que la realidad de Cristo en los esposos cristianos nos permita ser participantes, junto con José, de las buenas nuevas de paz para los hombres que gozamos del favor de Dios.

Los Derechos de las Mujeres

5 octubre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

Los derechos de las mujeres son derechos naturales. Es decir, son derechos propios a su condición de ser humanos. No les son otorgados, ni ellas tienen que ganarlos. Dado que las mujeres son, entonces tienen derechos. Desafortunadamente, en nuestra cultura no se honra este principio. A las mujeres se les regatean sus derechos. En su condición de mujeres se les exige un doble esfuerzo, una actitud agradecida y el cumplimiento de muchos, muchos, méritos, para que, finalmente, se les reconozcan algunos derechos.

Esto sucede “hasta en las mejores familias”. Los hombres han sido formados con una actitud complaciente hacia las mujeres. Aún los que, en apariencia, no violentan los derechos de las mujeres, en no pocos casos son movidos por la idea de que son ellos los que dan, los que permiten, los que ayudan. En muy pocos casos están los hombres capacitados para reconocer a las mujeres como sus iguales, sin verse o sentirse en riesgo ante ellas.

Lo malo es que no son pocas las mujeres que piensan igual de sí mismas. Viven esforzándose para ganarse el derecho a ser, a ser tomadas en cuenta, a ser respetadas. Ellas mismas, conciente e inconcientemente, se repliegan y renuncian a sus derechos. Aún cuando se lamentan por ser marginadas, ellas mismas contribuyen al despojo de su dignidad, de su integridad y de su libertad.

Hay dos declaraciones bíblicas que ayudarán tanto a los hombres como a las mujeres que estén interesados en descubrir y transitar por los principios eternos que garantizan relaciones más sanas, satisfactorias y productivas entre los hombres y las mujeres.

La primera declaración la hace el mismo Dios, en Génesis 1.26-28: “Llenen el mundo y gobiérnenlo”, les dice a Adán y a Eva. La declaración incluye dos principios que trascienden cualquier cultura y forma de pensar. Ambos principios se sustentan en el derecho que Dios otorga en un plano de igualdad tanto al hombre como a la mujer. Derecho es: “la facultad de hacer o exigir todo aquello que la ley o la autoridad establece en nuestro favor, o que el dueño de uno cosa nos permite en ella”. Dios, el dueño de todo lo creado, ha otorgado tanto a la mujer como al hombre, la facultad de hacer o exigir todo aquello que él ha establecido en su favor. De acuerdo con el pasaje bíblico, esta facultad (capacidad), tiene que ver con “llenar el mundo y gobernarlo”. En el “llenar el mundo”,  encontramos un principio de plenitud. Mujer y hombre tienen el derecho a la plenitud: tanto a ser plenos, como a generar plenitud. Es decir, no hay límites para ellos dentro de la Creación. Lo que ellos se propongan alcanzar les es propio.

En segundo lugar, encontramos un principio de gobierno, de autoridad. Ambos están facultados para hacer aquello que les es propio… en igualdad de autoridad. Es decir, ni la mujer tiene que pedir permiso al hombre, ni este tiene que hacerlo con la mujer. No existe, de entrada, un principio de subordinación jerárquica. En un plano de igualdad lo que se hace necesario es el acuerdo entre iguales.

Aquí conviene destacar que el primer derecho de la mujer es ser lo que ella es. En el entorno familiar se tiene la responsabilidad de acompañar a las mujeres en la búsqueda y definición de su propia identidad, de su individualidad. Los familiares deben respetar los espacios de las mujeres, desde niñas, y contribuir al desarrollo de su potencial biótico; es decir, de su capacidad innata para ser y alcanzar lo que se propongan.

Lo que la mujer es, igual que en el caso del hombre, está determinado por el desarrollo de su propia visión. En un complejo proceso, lleno de dolor y de aventura, los seres humanos maduramos. Desarrollamos nuestro carácter identificando aquellas peculiaridades que nos son propias: deseos, habilidades, inquietudes, el llamado, la vocación, etc. Conforme nos vamos conociendo a nosotros mismos podemos mirar hacia el futuro. Podemos ver desde aquí el allá. Derecho de las mujeres es el compromiso de los suyos para que, desde pequeñas, cuenten con los recursos para conocerse a sí mismas y poder engendrar y tejer sus sueños, su visión de sí mismas.

Engendrar, en cuanto contar con los elementos de información, formación y fortalecimiento que les permitan hacer elecciones adecuadas y oportunas. Tejer, en cuanto se les apoye y acompañe en el cumplimiento de las tareas y etapas que les permitan alcanzar lo que se han propuesto. Tienen derecho, las mujeres, a contar con los recursos espirituales, intelectuales, afectivos, materiales y económicos que les permitan realizar la doble tarea de engendrar y tejer sus sueños.

La segunda declaración la encontramos en labios de Pedro, el pescador: “dando honor a la mujer como a vaso más frágil,  y como a coherederas de la gracia de la vida”. 1 Pedro 3.7. “En México, el 70% de las mujeres aseguraron sufrir violencia por parte de su pareja.” Abuso físico, sexual, emocional, económico, moral. El abuso de la mujer es cimiento y expresión de nuestra cultura hedonista, de la doctrina que proclama el placer como el fin supremo de la vida. En efecto, en esta cultura de pecado, la mujer ha sido convertida en un objeto de placer y, al mismo tiempo, en un instrumento para el confort del hombre. La mujer, se piensa, tiene la responsabilidad de satisfacer al hombre tanto directa como indirectamente. Por lo tanto, la mujer debe vivir en función de, y para el servicio del hombre. De ahí que se le niega el derecho a ejercer su voluntad, a satisfacer de manera prioritaria sus necesidades y, sobre todo, a decir no a las exigencias explícitas e implícitas del hombre. No siempre tales abusos se expresan de manera explícita y grosera, en no pocos casos se manifiestan de manera socarrona y aún sutil. Pero no importa el empaque, toda violación a la dignidad de la mujer es violencia.

La mujer tiene el derecho a ser tratada dignamente, con honor. En la cultura bíblica este derecho tiene un doble sustento: primero, porque se considera a la mujer como un vaso más frágil. La expresión es difícil de comprender, pero el término usado por Pedro puede ayudarnos. Significa tanto débil, como enfermo. Luego entonces, podemos asumir que la mujer ha sido debilitada por la cultura de pecado. Tanto dentro de las estructuras familiares, como de las sociales. La mujer ha venido a ser lo que no era cuando fue creada en igualdad con el hombre: débil y enferma en su carácter, en sus capacidades, en su facultad para ejercer el gobierno de sí misma y en la Creación. Por ello los hombres, sus esposos, les debemos un trato deferente, no áspero.

Pero, hay una segunda razón para que la mujer sea tratada con honor por su esposo: ella es coheredera de la gracia de la vida. Lo que la cultura de pecado ha hecho a la mujer no ha sido capaz de despojarla de su dignidad creacional. Sigue siendo igual al hombre, sigue siendo coheredera junto con el hombre. El hombre que menosprecia a su mujer está declarando su menosprecio a sí mismo. El hombre que ama a su mujer, como Cristo ama a la Iglesia, se ama a sí mismo y entonces puede reconocer la dignidad, el honor, de su mujer y actuar en consecuencia.

Preguntas para reflexión

¿Cuáles son las violaciones a los derechos de las mujeres en mi familia?

¿De qué manera y qué áreas resulta menos fácil respetar la dignidad de la esposa, la madre, las hermanas, dentro de mi familia?

¿Qué cosas concretas podemos hacer para respetar el derecho de las mujeres de la familia a ser ellas mismas y a ser tratadas con honor?

Rompiendo la Maldición de la Pareja

28 septiembre, 2009

La meditación, Mujeres Necias, ha provocado un buen número de llamadas, comentarios y aún encuentros con personas interesadas en el tema. Resalta el hecho de que un buen número de mujeres me han recordado aquel adagio que dice: “La mula no era arisca, la hicieron”. También ha llamado mi atención el que varios hombres hayan mostrado su satisfacción porque se trató un tema que les afecta y duele: la necedad de sus propias esposas. Pero, lo que más llama mi atención es que unas y otros insistan en permanecer en un modelo de relación, una manera de ser pareja, que no les satisface y sí les hiere constante y crecientemente.

Una vez más, hemos comprobado que la problemática de las parejas es compleja, particular y, siempre, diferente. Podemos hacer una paráfrasis de aquel popular dicho y declarar que, en materia de conflictos, cada pareja es un mundo. Sin embargo, también hemos encontrado que hay un factor que se encuentra presente en la mayoría de las parejas, tanto las que permanecen juntas –aunque no necesariamente por ello unidas-, como las separadas, divorciadas o en camino a ello. Que este factor trasciende cuestiones de edad, nivel social, confesión religiosa, etc. Se trata de un modelo de relación en el que se pretende que la mujer debe estar necesariamente subordinada al marido.

Culturalmente estos hombres y mujeres han aprendido que toca a la mujer la tarea de seguidora y al hombre el asumir la responsabilidad de la jefatura familiar; entendiendo esta como el derecho del hombre a decidir lo que está bien para la mujer y los hijos, lo que deben ser y hacer estos y la manera en que la familia debe organizarse. El resultado es una relación simbiótica que lejos de satisfacer a los miembros de la familia les impone roles y cargas que no les son propias. La mujer sumisa debe pagar el precio de su relegamiento, de su menosprecio y de la renuncia a su dignidad. A cambio de ello recibe el seudo beneficio de la protección, la seguridad económica y, sobre todo, el de no tener que asumir la responsabilidad de su propia vida, ya que lo que de lo que ella es y hace debe responsabilizarse a su marido. Este, por su lado, recibe el seudo beneficio de ser el señor de la familia, impone su voluntad y no tiene que dar cuenta de lo que es y hace a nadie. Pero, a cambio de ello, debe llevar sobre sus hombros no solo la responsabilidad de proveer a los suyos los recursos que requieren, sino que también resulta responsable del éxito o fracaso de los mismos. A fin de cuentas, la felicidad de los suyos depende de él, puesto que él los dirige.

Dado que tal manera de relación conyugal-familiar es contraria a la identidad con la que hemos sido creados, la misma fructifica en insatisfacción respecto de sí mismo y del otro y conduce, irremediablemente, a conflictos que atentan contra la estabilidad y la unidad de la pareja. Desafortunadamente, insistimos, una inadecuada interpretación de los pasajes bíblicos relativos al matrimonio, resulta ser el marco teórico que empuja a hombres y mujeres a relacionarse de manera tan destructiva. Conviene que, una vez más, consideremos lo que la Biblia dice al respecto.

Para empezar, no debemos olvidar nunca que hombre y mujer fuimos creados en un principio de igualdad. Al propósito divino de “hagamos al hombre”, sigue la declaración bíblica: “varón y hembra lo creó”. El relato de la presencia de Adán y Eva en el paraíso, destaca sobre todo el principio de equilibrio que guarda la Creación toda, incluyendo la relación entre los seres humanos. Adán era Adán y Eva, Eva. Cada quién él mismo y ambos en relación. La desafortunada experiencia de Eva con la serpiente, evidencia que la mujer era libre de tomar decisiones por sí misma; al igual que lo era Adán. En la desobediencia de ambos se hace evidente la libertad individual del ser humano.

Cuando Adán trata de justificarse ante el reclamo de Dios por su desobediencia, acusa a Eva, cierto, pero, cabe destacar, la identifica como su compañera. “La mujer que me diste como compañera”. Sin embargo, tal calidad de relación termina por el pecado. Dios, castiga a Adán y a Eva, modificando la calidad de iguales con la que fueron creados. Con ello hace evidente que el equilibrio que caracteriza a la Creación ha sido roto, habrá enemistad, trabajo improductivo, dolor, etc. En el caso particular de la mujer, Dios advierte que su deseo la llevará a su marido y él tendrá autoridad sobre ella.

Así, podemos ver el que la ascendencia del hombre por sobre la mujer es resultado del pecado y consecuencia del hecho de que la mujer pierde su identidad dado que hay una fuerza interior que la obliga a someterse a la voluntad del esposo; de la misma manera que las bestias se ven impelidas a devorar a otras. Tal es el sentido del término usado por el escritor bíblico. Es la naturaleza caída de la mujer, por el pecado, la que le lleva a necesitar compulsivamente de su marido.

Sin embargo, ni la ascendencia del hombre sobre la mujer, ni la necesidad compulsiva que la mujer tiene respecto de su marido, son elementos que contribuyen a la salud de la pareja. El hombre que controla, pronto se siente abrumado y fastidiado por tener que ser el responsable único de la salud de su familia. La mujer obligada a depender del marido en razón de su falta de identidad, pronto se llena de amargura y procurará vengarse del marido.

La salvación que hombres y mujeres recibimos en Cristo regenera en nosotros la identidad con la que hemos sido creados. Nunca será suficiente, menos demasiado, el recordar el principio bíblico de que, en Cristo, somos nuevas criaturas y que todas las cosas son, también nuevas. Por ello es que el Apóstol Pablo nos recuerda que, en Cristo, ya no hay diferencias cualitativas entre hombres y mujeres, así como tampoco las hay entre judíos y no judíos. En Cristo, Dios ha reconciliado todo consigo mismo. En consecuencia, en Cristo se recupera el principio de equilibrio que caracterizó el hecho de la Creación.

Es indispensable considerar tal realidad para poder comprender el principio neotestamentario de la sujeción. Este incluye, desde luego, la sujeción de la mujer al hombre, pero no se agota en ella. En Cristo no es solo la mujer la que se sujeta al hombre, este también se sujeta a la mujer y, en el cuerpo de Cristo, todos nos sujetamos unos a otros.

El término usado en el Nuevo Testamento y que se traduce como sujetar, es un término interesante. Para empezar, es un término militar. Su traducción literal podría ser: “ordenar a las tropas en un desfile bajo las órdenes de un líder”. Respecto de la familia, puede traducirse como: “una actitud voluntaria de ofrecimiento, cooperación, aceptación de responsabilidades y para llevar una carga”. No se puede, por lo tanto, traducir tal término como un acto de rendición absoluta de la mujer ante la voluntad de su marido. Debe traducirse como un principio de colaboración entre los esposos, recordando que solo quienes son iguales en calidad puede colaborar entre sí.

Un elemento ignorado tradicionalmente en la interpretación de este asunto es que, en tratándose de la pareja, la razón del sometimiento no lo es la pareja, ni el marido, ni la mujer. Es decir, que la mujer no es llamada a someterse a su marido por el marido mismo. Ella y él son llamados a someterse mutuamente, por causa de Cristo. Por lo que Cristo es para ellos y en ellos. De no someterse mutuamente no podrá cumplirse en ellos el propósito divino para sus vidas. En un desfile, el sometimiento de los soldados tiene como propósito el que las tropas puedan cumplir su tarea. Por ello deben marcar el paso al unísono y caminar al ritmo y en la dirección que su comandante en jefe les indica. El comandante en jefe de la familia no es el marido, es Cristo.

No hay, por lo tanto, una razón bíblica que sustente el principio de subordinación incondicional de la mujer al hombre en el matrimonio. Ni siquiera cuando la Biblia establece que el marido es la cabeza de la esposa. Pues, también en este caso se parte del hecho de que la cabeza del cuerpo de Cristo, la Iglesia, es Cristo mismo. Así, cualquier sometimiento y cualquier autoridad están condicionados al liderazgo de Cristo.

Hay otra razón práctica que, desafortunadamente, explica mucho de las crisis de parejas y familias cristianas. El marido no resulta un líder a seguir en su relación con Cristo. Cada vez más las iglesias se están llenando de hombres vacíos de Cristo y, por lo tanto estériles, sin frutos de fe. No viven a Cristo, han encontrado en el cumplimiento de ritos y el hacer ciertas obras piadosas, el todo de su fe. Pero ni son luz, ni son sal. Coincidentemente, son los hombres que tienen la necesidad, también compulsiva, de ser obedecidos por sus esposas. Son aquellos a quienes la individualidad de su mujer les lastima y pone en riesgo. Por ello, exigen que se les reconozca como la cabeza, sin estar ellos mismo sujetos a la cabeza que es Cristo.

Cuando nosotros necesitamos que nuestra esposa sea lo que queremos; cuando la obligamos, manipulamos, chantajeamos, etc., para que sea y haga lo que a nosotros conviene, solo estamos evidenciando nuestra propia inmadurez. Nuestra falta de sentido y dirección en la vida. ¿Cómo entonces podemos exigir, esperar, que nos sigan? ¿Cómo puede un comandante exigir que sus soldados marquen el paso, cuando él mismo no sabe si es primero el derecho o el izquierdo; cuando él mismo es inconstante en su propio caminar? ¿Cómo puede el esposo esperar y exigir a su esposa que le siga, cuando él mismo no camina en dirección a Cristo?

Por otro lado, la mujer que en razón de las heridas que ha recibido a lo largo de su vida, primero en casa de sus padres y luego al lado del marido, insiste en cobrar las facturas, aún a costa de su propia dignidad y de la estabilidad de su hogar, ¿cómo puede esperar mayor respeto, comprensión y apoyo de aquel al que persigue y lastima? ¿Cómo puede exigir que su marido confíe en ella, cuando lo menosprecia y critica frecuentemente? Más aún, ¿cómo puede esperar que sus hijos reconozcan el liderazgo familiar del padre, cuando ella boicotea la autoridad paterna?

Como en muchos otros casos, la sanidad de las relaciones matrimoniales pasa por la conversión a Cristo. No basta asumirnos creyentes, tenemos que negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz diariamente y… seguir a Cristo. Tomar la cruz significa, en algunos casos, confrontar, pactar y volver a empezar. En otros, significa ofrecer el sufrimiento, el desencanto y aún el dolor que se vive, a Jesucristo, Señor y Salvador nuestro, comprometiéndonos a seguir practicando la justicia aún cuando el otro persevere en su mal. Esta práctica de la justicia nos llevará a comprobar que, en efecto, el bien siempre triunfa sobre el mal.

Estoy convencido de que muchas relaciones de pareja podrán recuperarse cuando los esposos amemos a nuestras mujeres como Cristo ama a su Iglesia. Cuando en aras de nuestra fidelidad a Cristo los hombres nos entreguemos a nosotros mismos a nuestras esposas. A que, en fe y obediencia, podamos asumir para nosotros y comprometernos con ellas, a que así como nos hemos entregado a Cristo, así nos entregamos a ellas. Que así como somos de Cristo, así somos de ellas.

Pero, también estoy convencido de que muchas relaciones de pareja podrán recuperarse cuando las mujeres se decidan a seguir el mandato bíblico y no solo se sujeten a su marido, sino que lo respeten. Porque, estar sujeta no es sinónimo de ser respetuosa. Se respeta a quien se aprecia, a aquel a quien se le reconoce que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Sobre todo, en tratándose del esposo, se le respeta porque se reconoce que él y la esposa son una sola persona. Así, al respetar al esposo la mujer se respeta a sí misma.

Déjenme terminar recordando a hombres y mujeres que, en Cristo, nosotros y ellas somos otros, distintos a lo que fuimos sin Cristo. Somos nuevas criaturas, luz y sal, comunidad de amor; y, en particular, somos ministros de la reconciliación.