Mateo 16.21-23
Vivimos una cultura que promueve la permisividad. Es decir, de una tolerancia excesiva con las personas que se manifiesta consintiéndoles cosas que otros castigarían o reprimirían. La primera consecuencia de ello es que hemos aprendido que nadie tiene el derecho de criticar, y muchos menos juzgar, nuestras decisiones y conductas. Desde luego esto requiere que, de nuestra parte, también asumamos que no tenemos el derecho de criticar ni mucho menos juzgar a otros.
Es un hecho que los círculos cristianos hemos sido permeados por tal cultura. Cada vez es mayor el número de quienes se niegan a ser juzgados y el de que se niegan a juzgar. Como evidencia de un acercamiento individualista a las cuestiones de la fe se pretende que la conducta impropia de alguno de los miembros del cuerpo de Cristo, la Iglesia, es un asunto entre la persona y Dios. Además, se califica a quienes, contra la corriente, juzgan y confrontan a quienes han fallado en su fidelidad de carentes de amor. Puesto que, se asegura, juzgar o confrontar a quien ha caído no es un acto de amor.
Nuestro pasaje resulta incómodo pues acudimos a un Jesús que no responde a nuestras expectativas. Ante el sano deseo de Pedro de que Jesús no enfrentara los sufrimientos que el mismo estaba anunciando -por cierto, que el discípulo lo hace de manera comedida: ¡Dios nos libre, Señor! —dijo—. Eso jamás te sucederá a ti-, Jesús reacciona con lo que parece una dureza excesiva diciéndole: —¡Aléjate de mí, Satanás! Representas una trampa peligrosa para mí. Ves las cosas solamente desde el punto de vista humano, no desde el punto de vista de Dios.
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