Archivo de enero 2010

Creer Dudando

10 enero, 2010

Pastor Adoniram Gaxiola

Marcos 9.14-29

La historia que nos cuenta Marcos pone en evidencia que la mayoría de los creyentes vivimos una constante en cuestiones de fe: creemos dudando. Para algunos, asumir tal hecho les provoca sentimientos de culpa que pueden hasta llevarlos a un total alejamiento de la fe. En otros casos, creer dudando puede provocar una serie de dudas respecto de Dios y de uno mismo que, si bien no lo alejan a uno de la fe, sí hacen de la relación con Dios y de su servicio una cuestión difícil, compleja y llena de frustraciones y dudas.

En no pocos casos tal condición es fruto de un desconocimiento de las cuestiones básicas de la fe. Este desconocimiento también se refiere al hecho de ignorar que el problema no es creer dudando, sino el enfrentar nuestras dudas ignorantes de la gracia divina, su significado y su operación; así como ignorar que la duda no necesariamente invalida el valor y el poder de la fe. Es decir, que dada nuestra condición humana nuestra fe habrá de estar siempre acompañada de la duda, sin que ello impida que podamos seguir confiando en el Señor ni, mucho menos, que el poder de Dios sea limitado en nuestra vida por los momentos de vacilación de nuestro ánimo en cuestiones de fe.

Fe (pistis), es la firme persuasión que se tiene en aquello que se ha oído. Creer es, según el diccionario: Tener por cierto algo que el entendimiento no alcanza o que no está comprobado o demostrado. Nos damos cuenta que la fe tiene que ver con lo que no se ve, con las cosas que todavía no son. No en balde la clásica definición bíblica de la fe nos asegura que esta es: la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. Es decir, se trata de esperar aquello que no vemos.

La fe, por lo tanto, tiene que ver con lo que no es real todavía, pero que es posible: que puede ser o suceder. El ejercicio de la fe siempre nos coloca en una zona de incertidumbre, intermedia entre lo que es en este momento y lo que podrá ser cuando Dios responda a nuestra fe.

Dada la naturaleza y características de la fe no es raro que muchos llamen fe a lo que no es sino magia. Esta es: [el] arte o ciencia oculta con que se pretende producir, valiéndose de ciertos actos o palabras, o con la intervención de seres imaginables, resultados contrarios a las leyes naturales. No pocos creyentes creen que si hacen tales o cuales cosas, si pronuncian ciertas palabras de cierta manera, que si invocan espíritus o seres espirituales, etc., obtendrán aquello que buscan tener. No, en el terreno de la fe, el cristiano pide confiando y espera que Dios, en su misericordia y solo por su gracia, responda a su petición.

Ahora bien, nuestro pasaje también nos muestra que fe y necesidad van de la mano. Las circunstancias adversas, propias o de nuestros cercanos, nos colocan en situaciones extraordinarias que sólo pueden ser resueltas de manera extraordinaria. Sin intentar forzar la intención de Marcos al relatar la historia que nos ocupa, podemos destacar que el padre del muchacho endemoniado asume su propia incapacidad con la sencilla declaración: traje a ti mi hijo. Dado que el padre no pudo resolver la condición de su hijo, que sus recursos no fueron suficientes, se ve en la necesidad de traerlo a Jesús. Dada sus circunstancias, tiene que recurrir a lo extraordinario de Jesús. Para ello y por ello es que entra al terreno de la fe.

Jesús le confirma al padre aquel que ha hecho lo correcto al venir a él en busca de ayuda para su hijo. Y establece el contacto, inicia el proceso misterioso de la fe, no a partir de la convicción evidenciada en el hecho de que el padre haya acudido a él; sino en la duda del mismo: pero si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos. Jesús no ignora la duda, la dimensiona. Reta al padre de familia y le dice: si puedes creer, al que cree todo le es posible. Jesús recibe la declaración de fe más sincera, humilde y poderosa: creo, ayuda a mi incredulidad.

Tal declaración no significa creo, pero no creo. Más bien, lo que el hombre dice es: creo, pero mi fe no es suficiente. Jesús, entonces, tomando en cuenta a la multitud presente, reprende al espíritu inmundo y libera al muchacho del poder satánico que le atormentaba. Entonces, padre e hijo pudieron entrar a la vida abundante que Dios les provee por medio de la salvación: … lo enderezó, y se levantó.

Pero Marcos nos dice y revela algo más alrededor de lo sucedido aquel día y respecto de la fe. Cuando los discípulos se quedan a solas con Jesús le preguntan: ¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?, refiriéndose al espíritu maligno. Su confusión resultaba del hecho de que ellos creían, tenían fe en Jesús. Dado que habían recibido autoridad para echar fuera los malos espíritus. Sí, pero no pudieron.

Enfrentaban un momento crítico. No haber logrado expulsar al espíritu que estaba en el muchacho podía llevarlos a dudar aún de lo que ya sabían, tenían y podían. Jesús no entra en controversia, simplemente les explica que ese género (clase) de espíritus, sólo puede ser echado fuera con oración y ayuno.

La oración y el ayuno no debilitan a los espíritus, ni a las enfermedades, ni a los conflictos. La oración y el ayuno, así como el conocimiento de la Palabra de Dios, fortalecen a quienes enfrentan tales retos y circunstancias. Lo que Jesús les revela a sus discípulos es que aunque tenían fe, esta no era suficiente para enfrentar el reto representado por el muchacho y su padre. Que el grado de confianza, de convencimiento que tenían no era suficiente para aquel momento.

Y ello nos lleva, de nueva cuenta, a la cuestión del creer dudando. Si bien la duda habrá de acompañar a nuestra fe toda la vida, esta puede verse disminuida en la medida que nuestra fe crezca y se fortalezca. La fe, ese don que Dios nos ha dado, es como una semilla que debe ser cultivada adecuadamente si es que se espera que de fruto abundante. La Biblia dice al respecto que son básicamente dos los elementos que hacen crecer la fe: el primero, como hemos oído a Jesús decirle a sus discípulos, es la oración y el ayuno. El segundo elemento, que quizá es el primero, es la Palabra de Dios. En efecto, Pablo asegura que la fe nace al oír el mensaje, y el mensaje viene de la palabra de Cristo.

Fe que no se sustenta en la Palabra es magia, es engaño, es falsa esperanza. No importa qué tan sinceramente se crea algo o en alguien, si no tiene sustento bíblico es estéril. No solo ello, abre la puerta para el engaño del diablo.

Más que ocuparnos de nuestras dudas, los creyentes somos llamados a fortalecer nuestra fe, lo que ya creemos. Así, sin importar la clase y/o el grado de nuestras dudas, podemos estar confiados que el poder de Dios habrá de manifestarse en y a favor de nosotros y de aquellos por los que intercedamos. Antepongamos a nuestras dudas nuestro propósito de abundar en la oración y el estudio de la Palabra. Así, podemos confiar en ello, podremos ser propiciadores y testigos de los milagros y señales que el Señor ha prometido a todos aquellos que ponen en él su confianza.

El Salmo 91, una Cuestión de Fe

4 enero, 2010

El Salmo 91 sólo puede ser leído desde la fe. Contiene declaraciones que, sin el don de la fe, resultan difíciles de aceptar puesto que en muchos no se han cumplido, no se están cumpliendo y, con toda seguridad, nunca habrán de cumplirse. Cuestiones tales como caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará, resultan emocionantes, esperanzadoras, pero no siempre se hacen realidad en la vida de los creyentes. Dígalo, si no, la familia de Melquisedec Angulo Córdova, quien fue el único que cayó ante las balas de Beltrán Leyva y sus secuaces; y cuya madre y hermanos fueron asesinados en su propia casa, en venganza por la muerte del narcotraficante. Melquisedec y los suyos, fieles creyentes y seguidores de nuestro Dios. O díganlo aquellos creyentes que en los últimos meses hubieron de enfrentar la enfermedad, la pérdida de seres amados, conflictos familiares y/o económicos, etc. Sí, para quienes han pasado por los valles de sombra y de muerte, resulta difícil leer el Salmo 91, sin el don y la gracia de la fe.

Sí, quien no tiene fe y se acerca a Dios desde una perspectiva exclusivamente natural, humana, encontrará muchas dificultades, no solo en leer, sino en comprender y hacer suyo este hermoso salmo.

El salmista es un hombre de fe y tiene fe porque ha conocido a Dios y ha habitado al abrigo del Altísimo y bajo la sombra del Omnipotente. Como la suya, nuestra experiencia vivida con Dios trasciende, va más allá, de las cuestiones que no comprendemos del Señor, de nosotros y de la vida misma. Es indudable que el salmista conoció el lado oscuro de Dios: su silencio, su inacción, su alejamiento. Sin embargo, también ha conoció el lado luminoso del Omnipotente: el cuidado, la atención y el amor evidente, palpable, del Señor. Es ello y no lo que no ha tenido ni recibido de Dios, lo que determina el cómo de la relación del salmista con su Señor. No los silencios, sino el susurro amoroso; no la inacción, sino las veces que la mano fuerte de Jehová se ha manifestado en su favor; no su alejamiento, sino los momentos plenos en los que el salmista supo que Dios estaba con él y de su lado. Todo esto es lo que construye una relación de confianza y de esperanza en el presente y para el futuro. Es decir, el salmista no sólo se pone al cuidado de Dios, sino que se dispone a seguir creyendo como posible aquello que ha puesto delante del Señor.

Es esta una cuestión importante. Veamos por qué. La declaración contenida en el verso 8: ciertamente con tus ojos mirarás y verás la recompensa de los impíos, parece evidenciar que el salmista enfrentaba una situación similar a la de todos los que servimos a Dios. Con frecuencia enfrentamos el hecho de que a quienes no lo sirven les va mejor que a nosotros que nos sacrificamos y esforzamos por servirle. Les va mejor, o cuando menos así lo parece. El hecho es que, en no pocas ocasiones, nos preguntamos si vale la pena servir a Dios; si, de veras, vale la pena hacer lo que él nos ordena aún a costa de nuestra paz y nuestra seguridad, y seguir esperando que él sea nuestro protector, que él responda a nuestras peticiones y derrame las bendiciones que le pedimos.

Quien conoce a Dios, desde adentro, como el salmista, no deja de enfrentar tales momentos de confusión, incredulidad y aún, de rebeldía. Pero, también, adquiere un conocimiento y una experiencia que resulta indispensable para salir adelante. En efecto, el salmista cierra su salmo con lo que parece ser una intromisión divina. Como si Dios le quitara la pluma y se metiera en la escritura del salmo para hacer una declaración importante y aclaratoria, respecto del conflicto que el salmista insinúa:

Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré; le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre.

Me invocará, y yo le responderé; lo libraré y le glorificaré. Lo saciaré de larga vida y le mostraré mi salvación.

Y, Dios habla de cuestiones torales, no solo importantes, sino las más importantes en cuestión de la relación entre el hombre y él mismo. Primero, habla del amor. Dios dice que conocen su misericordia, su provisión y su cuidado quienes aman a Dios. Comprender a Dios, permanecer unidos a él, requiere del amor… no del enamoramiento. Es el compromiso amoroso de quien se relaciona con Dios desde el principio del te amo aunque no respondas a mis expectativas, te amo aunque no te comprenda. Estoy comprometido a mantener mi relación contigo, amándote. Además, Dios habla de la obediencia. Conocer su nombre, significa someterse a su voluntad y actuar según la misma. Renunciar a nosotros mismos: a lo que deseamos, a lo que nos hace falta, lo que esperamos, estando dispuestos a que él sea y haga en nosotros conforme a su propósito. El amor nos lleva a la obediencia y esta, paradójicamente, nos lleva a amar más a Dios, pues en la misma descubrimos lo profundo de su amor, de su sabiduría y de su fiel propósito para con nosotros.

Es a quienes lo aman y obedecen a quienes Dios promete responderles, estar con ellos, librarlos y glorificarlos; saciarlos de larga vida y mostrarles su salvación. Si nos fijamos, la promesa de Dios resulta trascendente, adquiere una dimensión de eternidad. Tiene que ver con el momento presente, sí, pero mucho más que con el mismo. Los impíos están atados, en su prosperidad, al momento presente. Este se acaba, no trasciende. En cambio, quienes aman y obedecen al Señor trascienden las circunstancias actuales. Estas no tienen el poder para definirlos, ni, mucho menos, para derrotarlos.

San Pablo dice que, en Cristo, y en medio de todas estas cosas (tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada), somos más que vencedores. La victoria consiste, según el Apóstol, en que nada podrá separarnos [jamás] del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro. Como el salmista, Pablo descubre que lo importante en la vida no es lo que nos pasa, sino lo que resulta de ello. Los impíos gozan de una prosperidad que tiene como fruto su fracaso; los creyentes encuentran que el fruto de su dolor, sus fracasos, sus angustias no es su destrucción, sino su victoria.

Abraham, Oseas, Sadrac, Mesac y Abed-nego, el mismo Señor Jesús enfrentaron momentos difíciles provocados por la voluntad divina. Todos ellos y muchos han descubierto que quien permanece fiel al Señor, comprueba siempre, que el Señor es fiel con quienes lo honran y los honra, los pone en alto. Quien así sirve al Señor, descubre que, en efecto, quien se ha dispuesto a habitar al abrigo del Altísimo está y estará siempre bajo el cuidado divino y será fortalecido, en todas las cosas, por aquel en quien ha puesto su confianza.

Sí, no cabe duda que habitar al abrigo del Altísimo, el confesar que Dios es nuestra esperanza, nuestro casillo, aquél en quién confiamos, es, sobre todo, una cuestión de fe.