Una de las cuestiones torales que evidencia el libro de los Hechos de los Apóstoles es la conjunción existente entre el quehacer del Espíritu Santo y el quehacer de la Iglesia. En efecto, en la vida de la iglesia primitiva encontramos una coordinación fundamental, de recursos y participación, en la que el quehacer de uno no limita ni sustituye al quehacer del otro. Por el contrario, es el quehacer del uno lo que perfecciona y empodera el poder del otro, logrando así una sinergia que explica el poder transformador de las personas que quedan expuestas al quehacer del Espíritu Santo y de la Iglesia.
De la lectura de los Hechos de los Apóstoles podemos concluir que son, cuando menos, tres las condiciones fundamentales[1] que distinguen el quehacer dinámico de la iglesia primitiva. Estas son: su sentido de pertenencia, su sentido de trascendencia y su sentido de complementariedad. Utilizamos la expresión sentido de, en cuanto a la capacidad que la iglesia primitiva desarrolló, inspirada y animada por el Espíritu Santo, para entender y discernir su momento y tarea. Este entendimiento resulta de una profunda comunión con el Señor de la Iglesia, Jesucristo, y un profundo compromiso con el destinatario de la obra redentora, la humanidad toda.
Ahora bien, al aproximarnos a las características antes mencionadas, conviene que lo hagamos tanto como el planteamiento de una propuesta a seguir, como elementos de evaluación a nuestro ser y quehacer como iglesia. Es decir, al establecer nuestro propósito de adoptar y adaptar el modelo de la iglesia primitiva a nuestra condición de iglesia, necesitamos preguntarnos dónde estamos, qué es lo que nos motiva y lo que hacemos como iglesia. Ello propicia el arrepentimiento y la conversión a los que somos llamados en el proceso de crecer y servir como una comunidad de creyentes que se asumen agentes de transformación en los cuales el reino de Dios se hace presente. Veamos,
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