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El Espejismo de la Libertad

20 septiembre, 2010

2Pedro 3.17-22

Muchas veces, al leer los pasajes bíblicos que describen el carácter de las personas, nos encontramos con que habla de muchos a quienes conocemos, con los cuales convivimos. En no pocas ocasiones, nos descubrimos a nosotros mismos en lo que estamos leyendo. Tal el caso del pasaje que nos ocupa hoy. Cuando menos nos obliga a reconsiderar algunas de las actitudes que afectan el cómo de nuestras relaciones más primarias; tanto por lo que tiene que ver con los otros, como por aquello que de nosotros el pasaje descubre.

Es este un pasaje difícil, feo y desagradable. De acuerdo con su contexto, describe la condición del hombre que se revela a la autoridad de Dios y pretende tener el derecho y la capacidad, no sólo para decidir lo bueno y lo malo, sino para enseñar a otros de acuerdo con sus convicciones. Pedro asegura que se trata de hombres que hablan mal de cosas que no entienden. Tal expresión petrina es una clave en sí misma, tanto para identificar a aquellos que son injustos, como para entender las razones que tienen para actuar de la manera en que lo hacen.

Primero, se trata de hombres que no hacen lo que es justo. Es decir, lo que Dios ha establecido como lo bueno, lo propio de las personas y de sus circunstancias. Por lo tanto, se trata de personas que actúan mal, son llevadas por sus instintos y emociones antes que por su capacidad de juicio, de análisis. Son sensuales en el sentido de que se dejan llevar por sus sentidos, por lo que sienten. Pueden ser simultáneamente cariñosos y agresivos; estar conscientes de sus responsabilidades y dejar de cumplirlas; su patrón de comunicación se vuelve confuso pues dan caricias positivas y caricias negativas, en una mezcla que evidencia su propia confusión interior. Son rebeldes a la autoridad, aunque codependientes de sus figuras parentales; mantienen una relación culposa con Dios, resistiéndose a reconocerlo como el Señor de su vida, pero al mismo tiempo procurando no molestarlo demasiado. Por lo tanto, se trata de personas emocionalmente inestables, propiciadoras de mucho dolor para quienes los aman y para ellos mismos. En principio, como fuentes sin agua y nubes empujadas por la tormenta, sólo tienen como destino la más densa oscuridad en sus vidas.

Sin embargo, se trata de personas que dan la apariencia de ser plenamente libres. Ellas mismas presumen: a mí, nadie; a mí, nada. Sin embargo, dice el Apóstol Pedro, son ellos mismos esclavos de corrupción. Y es que, todo hombre es esclavo de aquello que lo ha dominado. DHH ¿Qué es lo que nos domina a nosotros? ¿De qué somos esclavos, aunque pretendemos ser libres? Quizá la vieja consigna, dime de qué presumes y te diré de qué careces, sea un instrumento útil para comprender qué es lo que nos domina. Quizá presumamos de libertad, de independencia; quizá lo hagamos respecto de nuestra autosuficiencia o de la abundancia de nuestros recursos; a veces, se tratará de nuestro valor o de nuestra sabiduría. Lo cierto es que, Pedro asegura que las palabras infladas y vanas, altisonantes y vacías, no son suficientes para disimular siquiera la condición de esclavos. Abusadores, explotadores, adictos, los que viven contra natura, etc., se distinguen por la abundancia y la aparente contundencia de sus argumentos. Sin embargo, como en el caso del mal aliento, quienes conviven con ellos, quienes los tratan, se dan cuenta de que tales argumentos no los hacen menos esclavos de la condición en que se encuentran.

No basta con parecer libres, se trata de ser verdaderamente libres. La Biblia no sólo describe la condición esclavizada de los hombres sin Dios y sin esperanza. El mismo Pedro asegura que Dios nos hizo renacer para una esperanza viva 1Pe 1.3 Así que, conviene que si nos ocupamos de lo que nos esclaviza, o lo que puede llegar a hacerlo, no s ocupemos principalmente de lo que nos libera verdaderamente. Que tratemos de entender cómo es que la libertad puede dejar de ser un mero espejismo, para transformarse en una realidad verdadera y relevante a nuestro aquí y ahora.

La Biblia nos enseña que el camino de la libertad empieza por el arrepentimiento y la conversión. Dos cuestiones que aunque nos referimos a ellas como separadas, no son sino una sola desde la perspectiva bíblica. El mismo Pedro respondió a quienes, conscientes de su esclavitud y apesadumbrados por el peso de su pecado se preguntaban qué hacer para encontrar la libertad de Cristo, que era necesario que se arrepintieran de su pecado y se bautizaran en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados y así recibirían el don del Espíritu Santo. Hch 2.38

Con su llamado a arrepentirse, Pedro invita a sus oyentes a cambiar de opinión y/o de propósito. Que se involucren en un cambio a mejor. Pablo llama también a que cambiemos nuestra manera de pensar, para que cambie nuestra manera de vivir. Ro 12.2 Es este un paso difícil para quienes se asumen libres y presumen de tal condición, siendo esclavos. La razón es que se requiere humildad. Esta consiste en no levantar mucho de la tierra, no presumir de sabios, diría Pablo. Rom 12.16 La humildad requiere y propicia el que reconozcamos nuestra verdadera condición y nuestra incapacidad inicial para liberarnos de aquello que nos posee, nos controla. Es decir, que reconozcamos nuestros temores, nuestras heridas, nuestras necesidades existenciales. Y, una vez habiéndolas reconocido, asumamos que no está en nosotros lo que puede hacernos libres y que, por lo tanto, necesitamos llevar nuestros trabajos y nuestras cargas a Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.

Juan el evangelista asegura: Si el Hijos los hace libres, [los libertare] ustedes serán verdaderamente libres. Jn 8.36  Es esta nuestra confianza y es, al mismo tiempo, esta nuestra invitación. Dejemos de creer en los espejismos de nuestra libertad y asumamos en humildad la realidad de aquello que nos posee, domina y está destruyendo (lo que somos, a los que amamos, lo que tenemos).

Arrepintámonos y volvamos nuestro corazón a Jesucristo, nuestro liberador. En su presencia, quizá dolorosa pero confiadamente, abramos nuestro corazón y permitamos que él descubra y limpie de raíz lo que tanto dolor nos provoca. Comprometámonos a vivir en la luz y para honra y gloria del Señor. Así, caminaremos en libertad porque seremos plenamente libres.

La Vejez y las Emociones

19 octubre, 2009

Pastor Adoniram Gaxiola

Cuando las emociones gobiernan a la mente, difícil situación es la que enfrentamos. El término emoción, en su raíz, también significa mover. Así, si las emociones gobiernan nuestra mente, son ellas las que nos mueven, las que marcan nuestro camino, las que definen nuestra vida. Esto resulta todavía más interesante cuando descubrimos que el Diccionario de la Real Academia Española, define emoción como: [la] alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática. Es decir, el dominio de las emociones se traduce en una situación inestable, en la que de pronto estamos contentos y de pronto estamos tristes y que tiene como consecuencia ineludible un mayor deterioro de nuestra salud física.

Es la vejez una etapa en la que fácilmente caemos bajo el dominio de las emociones. Hay muchas razones para ello: nuestro propio deterioro físico, la soledad resultante del abandono –real o supuesto- de nuestros seres amados; sobre todo, razón fundamental de nuestra vulnerabilidad ante las emociones es, precisamente, el temor. Sí, la vejez se caracteriza, en no pocos casos, por ser una etapa llena de temores. Tememos aquello que nos resulta cotidiano. A veces no nos damos cuenta que tememos lo que será estar viejos, cuando ya lo estamos; o que tememos lo que será vivir enfermos, cuando ya lo estamos; o, vivir solos, cuando cada vez estamos más a solas con nosotros mismos. En no pocos casos, es el temor a enfrentar lo que ya es nuestra realidad, nos lleva a ese sube y baja de la alegría y de la tristeza, del sentirnos plenos, al sentirnos, literalmente, despojados por la vida.

Las emociones, ¿quién puede librarse del poder de ellas? Si toda la vida hemos estado bajo el dominio de nuestras emociones, ¿será posible que en la vejez podamos liberarnos del poder de las mismas? Lo primero que debemos decir es que nuestras emociones no son ni buenas, ni malas en sí mismas. Que no es bueno o malo tener tales o cuales emociones. Estas son, como la fiebre, meros indicadores de nuestro estado de ánimo y, sobre todo, de nuestro carácter. Es decir, de la manera en que hemos aprendido a enfrentar las diferentes circunstancias de nuestra vida. Diversos factores, tanto internos como externos a nosotros, determinan el tipo de emociones que experimentamos. No es lo mismo perder una moneda de cinco pesos, que cinco mil pesos. Tampoco nos emocionamos de manera igual cuando llegan nuestros hijos a vernos, la presencia de algunos nos alegra más que la de otros; en algunos casos, al verlos experimentamos tanto alegría como pesar. Sobre todo cuando en su rostro podemos adivinar pesares que no han sido superados.

Al repensar en la pregunta ¿quién puede librarse del poder de las emociones?, recuerdo a San Pablo. Como sabemos, el Apóstol tenía un conflicto que le hacía sentirse miserable. Sabía y quería hacer lo bueno, aunque terminaba haciendo lo malo. Alguna vez, pensando en tal situación, Pablo se dice: “miserable de mí, ¿quién podrá librarme de este cuerpo de muerte? Él mismo se responde: “gracias doy a Dios por Jesucristo Señor nuestro”. En las últimas dos palabras, el Apóstol nos da una clave sumamente interesante, primero, para comprender nuestra propia naturaleza y, después, para recuperar el hecho de que nosotros no somos siervos ni del pecado, ni del poder de las emociones, sino de Jesucristo. Es decir, que a nosotros, aún a nosotros los viejos, no nos domina nadie más sino nuestro Señor Jesucristo.

¿Qué significa esto? Primero, significa que los ancianos pueden vivir libres de la culpa de la vejez. Sí, a los muchos sinsabores de la vejez, no pocos agregan el sentirse culpables por estar viejos. Se sienten culpables las mujeres que no tienen fuerzas para limpiar la casa, cocinar o remendar la ropa como lo hacían antes. Se sienten culpables los hombres que ya no tienen fuerzas para trabajar, que ya no pueden aportar dinero, que ya no pueden sostener a la esposa cuando esta, débil, llega a caerse. Se sienten culpables, hombres y mujeres, de estar en enfermos y tener que obligar a sus hijos a que les cuiden y atiendan. En no pocos casos, prefieren silenciar sus dolores físicos, ignorar sus necesidades, poner en riesgo su propia integridad física, porque no quieren dar molestias.

Que a los viejos que creen en él como Señor y Salvador, los domine Cristo, significa que pueden vivir libres de la necesidad de ser complacientes. En no pocas ocasiones he sido testigo y partícipe de la renuncia de no pocos ancianos a lo que les es propio, a lo que tienen derecho. He visto, literalmente, a ancianos privarse de un bocado apetitoso y que estaban disfrutando, cuando un hijo, un nieto, cualquiera, se los pide… con palabras o con los ojos. Conozco a ancianos que entregan los recursos que les resultan indispensables a otros: hijos, hijas, parientes, amistades, que llegan a reclamar en nombre del amor y los lazos que los unen. Sé de ancianos que renuncian a su paz, a la conservación de sus fuerzas, a su propia seguridad, cuando acceden a las exigencias que otros les imponen: el cuidado de los nietos; la realización de trabajos penosos y no acordes a su dignidad y condición; la vivienda misma, por la que trabajaron toda su vida y ahora les es arrebatada bajo el pretexto de que “la casa es muy grande para que vivas sola”. En no pocos casos, me consta, los ancianos entregan lo que se les pide porque piensan que a menos que se muestren complacientes serán menos apreciados, menos amados y menos apoyados.

Que Jesucristo sea el Señor de los ancianos, también significa que estos pueden vivir libres del temor. Primero, del temor a la muerte. La muerte es nuestro enemigo, vencido, sí, pero igualmente nuestro enemigo. Nadie aprende a morir, y aunque la vida y la muerte siempre van de la mano, esta siempre nos resulta extraña, desconocida, atemorizante. Para los creyentes, en particular para los ancianos creyentes en Cristo Jesús, la vejez es anuncio de la cercanía del momento glorioso del encuentro con su Señor y Salvador. No obstante ello, saber que hemos de morir no resulta menos difícil. La tensión entre estar con el Señor y seguir vivos, estando con los que amamos, es en no pocas ocasiones, desgastante y generadora de emociones encontradas.

¿Cómo es que Jesucristo obra en nuestro favor, liberándonos del poder de las emociones que nos llenan de culpa, nos tornan complacientes y generan tantos temores? Otra vez, la respuesta es simple. Dios, en Jesucristo ha desplazado el dominio de las emociones y nos ha dado un nuevo espíritu. Es decir, nos ha dado una nueva manera de pensar, una nueva manera de juzgar: a Dios mismo, a nosotros mismos, a los nuestros, a nuestras circunstancias. Este nuevo espíritu es uno de poder, de amor y de dominio propio. Aún en la vejez, podemos experimentar esta realidad de poder, de amor y de dominio propio. Ello porque tal espíritu nuevo no tiene que ver con nuestra condición o edad, sino con nuestra relación con el Señor de la vida: Jesucristo.

Quien está en relación con Jesucristo pronto descubre que es más que su propio cuerpo. Y que el que el cuerpo se acabe, que los años lo desgasten, no significa necesariamente que la persona misma se acaba, ni se desgasta. Pablo dice: “aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior se renueva de día en día”. No, en Cristo no estamos cada vez más viejos, estamos siendo renovados día a día. En Cristo. Por Cristo. Para Cristo.

Hay quienes quieren enseñarnos a morir, sobre todo si nos ven viejos, pero el secreto para vencer la muerte no está ni en aceptarla, ni en desearla, ni siquiera, en esperarla resignadamente. El secreto es simple: lo único que vence a la muerte es la vida. La muerte solo es vencida por la vida. Por Jesucristo que es camino, verdad y vida. Si la vejez es sinónimo de pérdida, si es camino a la muerte, la vejez con sus emociones, desgastes y pérdidas, también ha sido vencida. Es, pero no tiene el poder de determinar nuestro ser, ni nuestra esperanza, ni nuestra realidad eterna.

Tenemos que aprender a despojarnos para ir al encuentro de Cristo. Podemos dejar en él todo lo que nos hace ser, para ser, finalmente quienes él nos ha hecho: criaturas nuevas, imagen de Dios, sus hermanos, su Cuerpo. Esta noche, antes de dormir, nos quitaremos la ropa, los lentes y los dientes, algunos, una que otra prótesis. Conservar tales cosas nos priva del descanso. Este día, esta noche, siempre en el tiempo que nos queda en este mundo, debemos irnos despojando de aquello que ya no nos es propio, que no nos pertenece, que no nos hace. Podemos renunciar al embrujo de la salud, podemos enfrentar el peso de la soledad, podemos vivir con nuestras pérdidas.

¿Por qué podemos hacerlo? Porque la gracia divina nos es suficiente. Y esta permanece para siempre. A diferencia de nuestras emociones, que van y vienen, la paz de Dios gobierna nuestros corazones cuando renunciamos a todo, para ser llenos de Cristo. Hermanas, hermanos, la vejez solo es anticipo de eternidad. En ella, que es el anticipo del sueño del que despertaremos en la presencia del Señor, podemos decir, como niños confiados: “en paz me acostaré y asimismo dormiré, porque solo tú, Jehová, me haces vivir confiado”. Amén.