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Paz y Santidad

14 noviembre, 2010

Procuren estar en paz con todos y llevar una vida santa; pues sin la santidad, nadie podrá ver al Señor. Hebreos 12.14

Paz y santidad es la dupla que nos ocupa esta ocasión. Como muchas otras cuestiones importantes de la Biblia, esta combinación de paz y santidad, tiene que ver con el cómo de nuestra vida en el aquí y ahora; así como el de nuestra comunión eterna con Dios, nuestro Señor. Resulta importante destacar esto pues, la fe, hemos de decirlo una vez más, alimenta nuestra esperanza, cierto, pero, sobre todo, da sentido y dirección a nuestra vida.
Prueba de ello es el sentido del término paz, en nuestro pasaje. Eirene es el término bíblico traducido como paz. Su primer significado es el de tranquilidad y sosiego. Fijémonos que ambos significados tienen como elemento común el permanecer en control. Sosiego, nos dice el diccionario, es, cuando se trata de una persona: Que se toma las cosas con tiempo, sin nerviosismos ni agobios, y que no se preocupa por quedar bien o mal ante la opinión de los demás. Los creyentes somos llamados a ser pacificadores; es decir, promotores y constructores de la paz. La expresión usada por el autor sagrado en nuestro pasaje: Procuren estar en paz con todos, resulta de por sí interesante.
Cada vez más, los conflictos relacionales tienen que ver con la incapacidad de las personas para producir sosiego con su forma de vida. Una de las razones para ello es que las personas esperan que los demás fabriquen la paz que ellas desean. Es el caso, por ejemplo, de muchos hombres que reclaman a sus esposas que ellas sean la causa de su desasosiego y que no se interesen en producirles paz. Cualquier persona que así actúa, demuestra su inmadurez emocional y espiritual. Son como niños, afectados por el ambiente emocional que les rodea e incapaces de encontrar sosiego en sí mismos, así como de producir la tranquilidad que la situación amerita.
La exhortación bíblica resulta contrastante, pide a quienes viven la realidad de las relaciones humanas que procuren estar en paz con todos. Procurar es hacer diligencias o esfuerzos para que suceda lo que se expresa. Las situaciones de conflicto, las relaciones desgastantes, son resultado del hacer lo equivocado. Alguien ha dicho que todas las empresas hacen lo debido para encontrarse en la situación en que se encuentran. Lo mismo cabe para cualquier tipo de relaciones humanas: estas son el resultado de lo que quienes las construyen han hecho y han dejado de hacer. En cierta manera, podemos decir que quienes viven situaciones de conflicto han procurado el mal que les aqueja. Es decir, han hecho aquello que les ha traído a la situación que tanto malestar les provoca.
Mantenerse procurando el mal, hace nulo cualquier esfuerzo para vivir en paz y desarrollar relaciones satisfactorias. Esto nos lleva a considerar otra acepción del término eirene: armonía. La paz no es otra cosa que armonía y esta es, en tratándose de la música, la unión y combinación de sonidos simultáneos y diferentes, pero acordes. Es decir, del arte de unir, combinar y sacar lo mejor de instrumentos y voces diferentes. Y, cuando a las relaciones humanas se refiere, la armonía es la conveniente proporción y correspondencia de unas cosas con otras.
Quien procura la paz, busca mantener una proporción conveniente en el ejercicio de sus obligaciones y derechos respecto de las otras personas. No ve sólo su propio interés; se ocupa de él, cuestión que es de por sí legítima, pero también se ocupa del interés del otro. Por ello actúa de manera convenientemente proporcional, estando dispuesto a favor del otro y de la relación misma, hace sólo y lo que resulta conveniente para la relación. Además, aprovecha todas las oportunidades para abundar en el bien de la relación y de quienes la componen.
Una persona así está en armonía consigo misma; en equilibrio y, por lo tanto, no le afecta ir adelante, o ceder cuando así conviene. El resultado es que anima y provoca la armonía con el otro, aún cuando la otredad del otro siga siendo una realidad permanente. Porque armonía no es invalidar la identidad del otro, sino aprender a convivir, adaptarse y a complementar lo que el otro es y hace. Desde luego, esta resulta una tarea difícil y es por ello que debemos considerar la segunda parte de la mancuerna paz y santidad.
Santidad es, literalmente, separación para Dios y el estado que de ella resulta. Nuestro pasaje asegura que sin santidad no podemos ver a Dios. Optomai se refiere a mirar fijamente, por lo que podemos considerar que quien no vive en santidad no puede ni entender, ni comprender, ni seguir a Dios. Vive en tinieblas y sus ojos están ciegos. Es decir, no puede saber lo que necesita para hacer la vida correctamente.
Vivir separado para Dios significa comprometerse en el propósito de honrar a Dios en todo lo que se hace. Cuando este propósito se refiere al cómo de nuestras relaciones, significa que vemos y nos relacionamos con los otros al través del filtro de Dios. Es decir, que nuestra intención de agradar y, por lo tanto, adorar a Dios, es la que permite el paso de aquello que es propio de Dios, al igual que impide lo que no corresponde.
Ello nos lleva al segundo aspecto del término santidad: Pureza. Quien es puro está libre y exento de toda mezcla de otra cosa. Porque es libre, puede mantenerse independiente ante el poder de sus propios deseos desordenados. El esposo santo no sólo no ofende a su esposa con un trato inmoral; también, el esposo santo, procura no hacer víctima a su esposa de sus complejos, necesidades existenciales y frustración. Es decir, se compromete consigo mismo y con Dios a madurar para, de esa manera, poder relacionarse en pureza con su esposa y con las demás personas. No mezcla en sus relaciones lo que no es propio de ello.
Desde luego, su carácter de santo lleva a los cristianos a ser sensibles ante cualquier expresión de impureza y a esforzarse continuamente para no contaminarse con aquello que Dios aborrece.
Paz y santidad son dos condiciones que debemos procurar en el día a día de nuestra vida. Esforzarnos para alcanzarlas nos libera del tener que esforzarnos para mantener una forma de vida que ni nos da paz, ni nos hace santos. Por ello conviene que, en toda relación, sigamos la paz y la santidad.

Pastores Machistas

8 noviembre, 2010

Hace algunos años recibí en la iglesia que pastoreaba a una familia numerosa, procedente de otra zona de la Ciudad. Al pasar las semanas pude apreciar que la esposa se mostraba retraída, molesta e incómoda durante las actividades de la iglesia. La abordé y le pregunté la razón de su malestar. Su razón fue breve, contundente: Juan me pega para que venga a la iglesia. Cuando encaré al marido y le reclamé el que golpeara a su esposa me contestó: El pastor que me bautizó me dijo que yo debía obligar a mi esposa a que asistiera a la iglesia; que si era necesario golpearla para que entendiera, lo hiciera, porque así estaría yo ayudando para que ella fuera salva.

Fui invitado a compartir la Palabra en un desayuno de parejas. Al terminar mi participación, el Pastor de esa iglesia pidió a un hombre que estaba sentado en la misma mesa que nosotros, que tuviera una palabra de bendición para las familias ahí representadas. Pude observar el inmediato malestar reflejado en el rostro de la esposa de tal hombre; la verdad es que no oré y mejor la observé con atención. Había amargura, coraje y desesperanza en su mirada. Al terminar la reunión se acercó a mí y me pidió que habláramos. Me contó que desde el inicio de su matrimonio su marido había sido sistemáticamente infiel. Le pregunté si el Pastor estaba enterado de ello y me dijo que sí, pero que cada vez que ella buscaba el consejo y la pastoral, se le recomendaba que comprendiera a su marido, que fuera paciente y lo ayudara, pues alguna razón tenía él para actuar de la manera en que lo hacía.

Recientemente conocí del caso de una mujer quien, habiendo descubierto que su marido tiene otra familia, buscó la intervención de su Pastor. Este no solo no quiso hablar con el marido, también le prohibió a ella que le reclamara a su esposo por su conducta; le advirtió que debía seguir estando sometida a él pues, a pesar de sus errores, él seguía siendo la autoridad espiritual de ella y de su familia. La previno advirtiéndole que si ella denunciaba públicamente a su marido, o si iniciaba cualquier intento de separación, no contaría más con la bendición de Dios pues, le aseguró, al quedar fuera de la autoridad de su esposo, quedaría automáticamente fuera de la cobertura divina.

Si bien no todos los pastores reaccionan de maneras similares a las aquí mencionadas ante el abuso que sufren las mujeres a manos de sus esposos, sí tenemos que reconocer lamentablemente que muchos, quizá la mayoría de los pastores, terminan poniéndose del lado de los esposos abusadores cuando estos son denunciados por sus mujeres. En no pocos casos, son las mujeres abusadas quienes sufren el castigo pastoral y quienes resienten las presiones de la congregación que ha aprendido a no aceptar, ni a hablar de la violencia intrafamiliar que se da a su interior.

Desde luego, el de la violencia intrafamiliar, como hemos dicho, es un asunto complejo y multifactorial. La manifestación de tal fenómeno en los ambientes fuertemente religiosos se complica más en tanto que se explica y justifica con argumentos espirituales. Una mujer me decía: Por años intenté defenderme del abuso de mi marido. Pero, cuando nos hicimos cristianos, y él me mostraba que la Biblia enseña que yo debía obedecerle en todo, tuve que aguantarme ante su maltrato, pues, ¿cómo poder ir contra lo que Dios ha establecido? — ¿De veras la Biblia enseña que los hombres tenemos el derecho y hasta la obligación de disciplinar a nuestras mueres, aún al extremo de la violencia física? ¿De veras tienen razón los pastores que se ponen del lado de los maridos abusadores y exigen que las mujeres lastimadas se sigan sometiendo incondicionalmente a sus maridos?

La respuesta para tales interrogantes y otras semejantes a estas, es una, simple y categórica: No, ni la Biblia enseña que los hombres tienen el derecho de abusar de sus mujeres; ni tienen razón los pastores, ni otros líderes espirituales, que justifican a los abusadores y lastiman aún más a las mujeres lastimadas.

La Biblia enseña, en efecto, que las esposas deben estar sujetas a sus maridos. Tal es la enseñanza paulina en Efesios 5.22ss, por ejemplo. Pero, cualquier estudioso de la Biblia, sabe que tal admonición bíblica empieza en el verso 21 del mismo capítulo, cuando la Palabra de Dios ordena: Someteos unos a otros en el temor de Dios. Es decir, la mujer se somete a su marido, cierto; pero, también el marido debe someterse a su mujer. Desde luego, quienes leen la Biblia con anteojos machistas sólo destacan lo que conviene a su condición de machos. Terminan haciendo lecturas parcializadas y descontextualizadas; ejercicio que termina en una temeraria manipulación del texto bíblico a favor de sus propios intereses.

¿Qué es lo que las mujeres abusadas o en riesgo de serlo, deben hacer ante tal aproximación machista a los textos bíblicos? Primero, y aunque parezca una contradictoria ofensa a las mujeres que me escuchan o leen, debo pedirles que aprendan y se decidan a pensar por sí mismas. Que no compren lo que los hombres, sus esposos y pastores, les dicen, sin asegurarse que tales enseñanzas tienen un real sustento bíblico. Para ello, las mujeres deben convertirse en cuidadosas lectoras de la Biblia y en dedicadas estudiantes de la misma. Para tal tarea, cuentan con la inspiración del mismo Espíritu Santo que guía a los hombres sinceros y obedientes a la Palabra.

En segundo lugar, conviene que las mujeres hagan un inventario de los recursos con los que cuentan para enfrentar las situaciones de abuso que las oprimen. Espirituales, intelectuales, económicos, familiares y, aún, los recursos legales a su disposición. Y, siguiendo la instrucción de nuestro Señor, antes de tomar cualquier decisión, antes de empezar a construir su torre o de salir a la guerra, deben considerar si están dispuestas a perseverar hasta la victoria en el proceso de su liberación integral. De su propio éxodo, que no sólo consistió en salir de Egipto, sino en llegar a la Tierra Prometida. No empiecen lo que no están dispuestas a hacer hasta el final, y de la manera correcta. Porque, quienes empiezan y luego vuelven atrás, terminan fortaleciendo aún más las ataduras en manos de sus maridos.

Y, finalmente, ante la actitud de los líderes espirituales que actúan bajo prejuicios machistas, conviene, primero, que las mujeres distingan entre ellos y Dios. Cosa difícil, pero necesaria. La decepción que sientan ante los errores de sus pastores no tiene que llevarlas a alejarse, ni a decepcionarse, de Dios mismo. Deben saber que Dios está del lado de quienes sufren opresión y violencia, se trate de los pobres, de los huérfanos… y de las mujeres que no son tratadas como vasos frágiles por sus maridos. Además, como lo hiciera nuestro Señor ante el alguacil que lo golpeaba injustamente, las mujeres que sufren de la incomprensión pastoral deben estar dispuestas a encarar a sus pastores y pedirles que actúen con fidelidad y lealtad a la Palabra de Dios. Con caridad y firmeza, las mujeres que sufren abuso pueden convertirse en agentes de cambio que contribuyan a la sanación del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, que por ahora está siendo dañado por tanta violencia en contra de las mujeres que forman parte de la misma.

Es tiempo de que la Iglesia de Cristo se detenga para que, en oración y con un espíritu humilde, se dedique al estudio de la Palabra de Dios a la luz de tantos males que le aquejan, entre ellos el del estado deplorable de muchos de sus matrimonios. De ahí mi invitación a mis compañeros pastores y demás líderes espirituales para que corramos el riesgo de acercarnos, desde una perspectiva diferente, a los pasajes bíblicos que habiendo siendo tan mal entendidos y tan mal enseñados, causan tanto dolor a aquellos por quienes Cristo se entregó, para que tuvieran vida en abundancia y gozaran la paz que es fruto de la justicia.

Los Ciclos de la Violencia Intrafamiliar

11 octubre, 2010

No poca sorpresa e incomodidad causa el que nos ocupemos del tema de la violencia intrafamiliar y que aseguremos que el mismo es asunto de las familias cristianas. De hecho, es este un tema que las iglesias se resisten a considerar con amplitud y objetividad. Apenas el viernes pasado, una mujer que ha sufrido el maltrato verbal y sexual de su esposo me contaba cómo su Pastora, le había recomendado paciencia y resignación ante el riesgo de que, si se revelaba o denunciaba a su marido, pudiera quedarse sola. La mujer me dijo, mejor sola que constantemente lastimada. Duele, el porcentaje tan alto de personas que animadas por las reflexiones aquí propuestas, identifican y reconocen el estar viviendo situaciones de violencia. Duele porque, como alguna persona me dijera entre semana, también se trata de cristianos que cumplen con tareas de liderazgo a interior de sus respectivas congregaciones. Hoy abundaremos un poco más en el tema en el ánimo de comprender mejor el asunto y estar en condiciones de, con la ayuda de Dios, superarlo.

Como ya hemos dicho, debemos entender es que cuando hablamos de violencia intrafamiliar o doméstica no nos referimos sólo a desafortunados hechos aislados en los que alguno de los miembros de la familia arremete o lastima contra otro u otros. La violencia intrafamiliar consiste en un patrón de abuso que se repite una y otra vez. Un patrón, una forma de ser familia, que tiene sus propias etapas y tiempos. Que, además, requiere como en un juego u obra de teatro, que los miembros de la familia jueguen o representen distintos papeles o roles. En efecto, la violencia intrafamiliar no es generada solo por el miembro violento de la familia, sino que requiere también de un ambiente particular, así como de la participación de los otros en complemento a las actitudes y conductas del o de los agresores.

Desafortunadamente, quienes sufren la violencia intrafamiliar desarrollan una gran capacidad de adaptación y aguante ante la misma, pues, conforme la violencia intrafamiliar aumenta, los ciclos o etapas de la misma se vuelven cada vez más cortos y dañinos. Por lo tanto, confunden lo frecuente con lo normal, asumiendo que lo que viven es lo que está bien, que así les tocó vivir. Por ello es necesario poder identificar las etapas y características del ciclo de la violencia:

La etapa de la acumulación de tensión. En esta todavía no hay agresión física, pero existe un clima de tensión en la que las víctimas perciben, saben, que en cualquier momento pueden ser agredidos. La violencia por llegar se anuncia con gritos, las amenazas abiertas o veladas, los insultos, menosprecio o insinuaciones sobre lo que le espera a la víctima.

La etapa o fase violenta. Es cuando la agresión estalla, ya sea físicamente: con golpes, apretones, pellizcos, empujones, etc.; o en su modalidad sexual, particular, aunque no exclusivamente de las relaciones de pareja. En estos casos se da el agravio, la violación, la imposición de prácticas sexuales ofensivas para el otro o hasta el negarse a sostener relaciones sexuales con la pareja.

Generalmente, después de la agresión la persona violenta experimenta sentimientos de culpa, lo cual no necesariamente significa que se arrepienta, en el sentido bíblico de la expresión. Más bien, se trata del temor a las consecuencias, a ser descubierto o a la posible reacción de la víctima, denunciando o respondiendo al maltrato recibido. Por lo tanto, para mantenerse seguros, los agresores acostumbran mantener bajo amenaza a sus víctimas: “si dices algo te mato, o te quito a tus hijos”, por ejemplo; también procuran convencerlas de su poca o nula credibilidad, al asegurarles: “nadie te va a creer”; o chantajean revirtiendo la culpa en contra de la víctima: “te lo ganaste”, “si fueras más responsable esto no sucedería”, etc.

Además, el agresor tratará de justificarse a sí mismo, y a su conducta, haciendo alarde de sus propias debilidades. Culpando a las circunstancias, a su pasado o al otro. Acto seguido, pedirá perdón y desarrollará toda una estrategia complaciente para ganarse el perdón, la comprensión y la confianza de su víctima. Esto nos lleva a la tercera etapa del ciclo de la violencia intrafamiliar.

La etapa de la luna de miel. A la pérdida, y el otorgamiento, del perdón sigue la etapa de la luna de miel. En esta, las relaciones se normalizan, la conducta del agresor se modera y hasta cambia diametralmente. La víctima asume su papel como tal y procura mostrarse conforme, sumisa y paciente para no acelerar el inminente nuevo estallido de violencia. Es decir, víctima y victimario juegan a que “ya todo está bien”, favoreciendo un estado de cosas que, simplemente generará más y más violencia.

Como podemos ver, se trata de un círculo viciado que incluye tanto el carácter de cada uno de los miembros de la familia, como diversos factores externos a la misma. En no pocos casos, las víctimas encuentran en aquellos en quienes buscan apoyo, orientación y ayuda, un rechazo a su deseo de cambiar las cosas. “Aguántate, quisiste casarte con él, ¿o no?”; “piensa en tus hijos, ¿quieres dejarlos sin su padre o sin madre?; “piensa en el testimonio, ¿qué va a decir la gente de ti, de nosotros, de la iglesia”? Muchas de ustedes han oído frases similares, y, entonces, se sienten más solas y menos capaces de superar la situación que les degrada y lastima.

Quienes padecen la violencia de personas amadas por ellos, deben asumir que la violencia intrafamiliar es una calle de doble sentido. Que si bien, la víctima no es culpable de la violencia que se ejerce en contra suyo, sí es responsable de permitir y permanecer en una situación que propicia la violencia. Quienes padecen violencia deben procurar no solo entender por qué su agresor actúa como lo hace; sino, entender también, cuales son aquellas características propias que les llevan, como víctimas, a permanecer en una forma de relación que favorece y propicia la manifestación del ciclo de la violencia intrafamiliar.

El ser humano ha sido creado con Valores Fundamentales. Dios nos ha creado dignos, íntegros y libres del poder de nuestras emociones. Sin embargo, por el pecado, la persona deja de actuar animada por sus Valores Fundamentales y lo hace empujada por sus miedos, sus temores. Estos temores son la razón de las relaciones de codependencia. El agresor necesita de víctimas para reafirmar su identidad. Necesita sentirse poderoso para saber que vale. Pero, desafortunadamente, la víctima también necesita sentirse indefensa o comprensiva con su agresor para creer que vale. No pocas víctimas asumen que su tarea en la vida es cambiar, rescatar, a su agresor y por ello es que soportan y perdonan infructuosamente la violencia que sufren.

Así, nos volvemos idólatras y hechiceros. Idólatras porque aprendemos a creer que los otros tienen el poder de decidir sobre nosotros. Cedemos el control de nuestra vida a los otros. “No puedo, él me buscaría si lo dejara”; “es que no podría vivir sin él/sin ella”; “si no le amara tanto, no lo necesitaría”, etc. Hechiceros, cuando pretendemos que lo que la otra persona haga será nuestra responsabilidad dado que nosotros, “le obligamos a que lo hiciera”. “Sí, yo sé que es malo, pero, si lo dejo ¿qué va a hacer con su vida?”; “si se mata o hace alguna locura, yo no podría vivir sabiendo que lo hizo por mi culpa”; “es que si me voy, se va a volver más malo y eso será mi culpa”, son algunos de los argumentos de los hechiceros.

Quienes sufren violencia, deben asumir su realidad. Deben dejar de disculpar al otro, deben correr el riesgo de asumirse pacificadores. Los pacificadores son los que hacen, los que construyen, la paz. La construcción de la paz a veces genera lo que podemos clasificar como la violencia justa. A veces tenemos que violentar situaciones: ya sea deteniendo la mano del agresor o denunciándolo públicamente; recurriendo a las instancias judiciales que sea necesario o exhibiéndolo ante la iglesia, etc. Rebelarse ante el agresor es el primer paso, el más importante, para que las víctimas dejen de serlo y contribuyan a una nueva dimensión de paz, de respeto y de dignidad familiar.

Las relaciones nunca se terminan, simplemente se modifican. Por ello, los tiempos de violencia son también tiempos de perdón. Pero, perdonar no es simplemente comprender al agresor y seguir permitiendo que lo sea. Perdonar es asumir que la conducta propia y la del otro no son dignas, y disponernos, por lo tanto, a vivir de tal manera que ya no permitamos que tal conducta siga siendo nuestra norma.

El perdón no exime del castigo al agresor. El perdón tampoco nos obliga a permanecer en una relación de violencia. El perdón es la recuperación de nuestra identidad y el vivir plenamente íntegros, es decir, viviendo y haciendo de acuerdo a lo que somos: seres humanos, creados a imagen y semejanza del Señor.