Paz y Santidad
Procuren estar en paz con todos y llevar una vida santa; pues sin la santidad, nadie podrá ver al Señor. Hebreos 12.14
Paz y santidad es la dupla que nos ocupa esta ocasión. Como muchas otras cuestiones importantes de la Biblia, esta combinación de paz y santidad, tiene que ver con el cómo de nuestra vida en el aquí y ahora; así como el de nuestra comunión eterna con Dios, nuestro Señor. Resulta importante destacar esto pues, la fe, hemos de decirlo una vez más, alimenta nuestra esperanza, cierto, pero, sobre todo, da sentido y dirección a nuestra vida.
Prueba de ello es el sentido del término paz, en nuestro pasaje. Eirene es el término bíblico traducido como paz. Su primer significado es el de tranquilidad y sosiego. Fijémonos que ambos significados tienen como elemento común el permanecer en control. Sosiego, nos dice el diccionario, es, cuando se trata de una persona: Que se toma las cosas con tiempo, sin nerviosismos ni agobios, y que no se preocupa por quedar bien o mal ante la opinión de los demás. Los creyentes somos llamados a ser pacificadores; es decir, promotores y constructores de la paz. La expresión usada por el autor sagrado en nuestro pasaje: Procuren estar en paz con todos, resulta de por sí interesante.
Cada vez más, los conflictos relacionales tienen que ver con la incapacidad de las personas para producir sosiego con su forma de vida. Una de las razones para ello es que las personas esperan que los demás fabriquen la paz que ellas desean. Es el caso, por ejemplo, de muchos hombres que reclaman a sus esposas que ellas sean la causa de su desasosiego y que no se interesen en producirles paz. Cualquier persona que así actúa, demuestra su inmadurez emocional y espiritual. Son como niños, afectados por el ambiente emocional que les rodea e incapaces de encontrar sosiego en sí mismos, así como de producir la tranquilidad que la situación amerita.
La exhortación bíblica resulta contrastante, pide a quienes viven la realidad de las relaciones humanas que procuren estar en paz con todos. Procurar es hacer diligencias o esfuerzos para que suceda lo que se expresa. Las situaciones de conflicto, las relaciones desgastantes, son resultado del hacer lo equivocado. Alguien ha dicho que todas las empresas hacen lo debido para encontrarse en la situación en que se encuentran. Lo mismo cabe para cualquier tipo de relaciones humanas: estas son el resultado de lo que quienes las construyen han hecho y han dejado de hacer. En cierta manera, podemos decir que quienes viven situaciones de conflicto han procurado el mal que les aqueja. Es decir, han hecho aquello que les ha traído a la situación que tanto malestar les provoca.
Mantenerse procurando el mal, hace nulo cualquier esfuerzo para vivir en paz y desarrollar relaciones satisfactorias. Esto nos lleva a considerar otra acepción del término eirene: armonía. La paz no es otra cosa que armonía y esta es, en tratándose de la música, la unión y combinación de sonidos simultáneos y diferentes, pero acordes. Es decir, del arte de unir, combinar y sacar lo mejor de instrumentos y voces diferentes. Y, cuando a las relaciones humanas se refiere, la armonía es la conveniente proporción y correspondencia de unas cosas con otras.
Quien procura la paz, busca mantener una proporción conveniente en el ejercicio de sus obligaciones y derechos respecto de las otras personas. No ve sólo su propio interés; se ocupa de él, cuestión que es de por sí legítima, pero también se ocupa del interés del otro. Por ello actúa de manera convenientemente proporcional, estando dispuesto a favor del otro y de la relación misma, hace sólo y lo que resulta conveniente para la relación. Además, aprovecha todas las oportunidades para abundar en el bien de la relación y de quienes la componen.
Una persona así está en armonía consigo misma; en equilibrio y, por lo tanto, no le afecta ir adelante, o ceder cuando así conviene. El resultado es que anima y provoca la armonía con el otro, aún cuando la otredad del otro siga siendo una realidad permanente. Porque armonía no es invalidar la identidad del otro, sino aprender a convivir, adaptarse y a complementar lo que el otro es y hace. Desde luego, esta resulta una tarea difícil y es por ello que debemos considerar la segunda parte de la mancuerna paz y santidad.
Santidad es, literalmente, separación para Dios y el estado que de ella resulta. Nuestro pasaje asegura que sin santidad no podemos ver a Dios. Optomai se refiere a mirar fijamente, por lo que podemos considerar que quien no vive en santidad no puede ni entender, ni comprender, ni seguir a Dios. Vive en tinieblas y sus ojos están ciegos. Es decir, no puede saber lo que necesita para hacer la vida correctamente.
Vivir separado para Dios significa comprometerse en el propósito de honrar a Dios en todo lo que se hace. Cuando este propósito se refiere al cómo de nuestras relaciones, significa que vemos y nos relacionamos con los otros al través del filtro de Dios. Es decir, que nuestra intención de agradar y, por lo tanto, adorar a Dios, es la que permite el paso de aquello que es propio de Dios, al igual que impide lo que no corresponde.
Ello nos lleva al segundo aspecto del término santidad: Pureza. Quien es puro está libre y exento de toda mezcla de otra cosa. Porque es libre, puede mantenerse independiente ante el poder de sus propios deseos desordenados. El esposo santo no sólo no ofende a su esposa con un trato inmoral; también, el esposo santo, procura no hacer víctima a su esposa de sus complejos, necesidades existenciales y frustración. Es decir, se compromete consigo mismo y con Dios a madurar para, de esa manera, poder relacionarse en pureza con su esposa y con las demás personas. No mezcla en sus relaciones lo que no es propio de ello.
Desde luego, su carácter de santo lleva a los cristianos a ser sensibles ante cualquier expresión de impureza y a esforzarse continuamente para no contaminarse con aquello que Dios aborrece.
Paz y santidad son dos condiciones que debemos procurar en el día a día de nuestra vida. Esforzarnos para alcanzarlas nos libera del tener que esforzarnos para mantener una forma de vida que ni nos da paz, ni nos hace santos. Por ello conviene que, en toda relación, sigamos la paz y la santidad.
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