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Amarnos a nosotros mismos

7 febrero, 2011

Hace algún tiempo, platicaba con un amigo. Este no dejada de quejarse de, y aún de maldecir a, su esposa, su propia madre, sus socios, etc. De pronto, a bocajarro le pregunté: Fulano, ¿te amas? Fue como si lo hubiera golpeado. Su rostro, antes lleno de ira y de prepotencia, pareció convertirse en el de un niño asustado y angustiado. Con voz baja me respondió: no hay nada en mí que yo pueda amar.

Amarnos a nosotros mismos resulta, en la mayoría de los casos, tarea difícil. Hemos aprendido a no amarnos; a pensar de nosotros mismos en términos peyorativos, con menosprecio; siempre sintiendo que nuestra tarea es apreciar lo mejor de los demás al mismo tiempo que enfatizamos nuestras propias limitaciones. Repito, hemos aprendido a no amarnos. No es que no nos amemos de inicio, sino que aprendemos que hacerlo es algo que no está bien, que no nos toca a nosotros hacerlo sino a los demás. Con frecuencia pregunto a los niños pequeños si están bonitos; si la mamá o alguno de sus hermanos mayores no andan por ahí, me responden que sí, que están bonitos. Cuando mamá o algún otro familiar llega a escucharlos, se burlan del niño y de su respuesta, a partir de ello es prácticamente imposible que este vuelva a aceptar que está bonito. Es decir, ha aprendido a no amarse, a no reconocerse bello, digno de ser amado y respetado.

Desde no pocos púlpitos y quizá desde estos mismos micrófonos se nos ha enseñado que amarnos a nosotros mismos resulta, cuando menos, peligroso, si no es que todo un pecado. El egoísmo, nos dicen, es el principio detonador de todos, o casi todos, los males que tienen que ver con las relaciones humanas. Pero, déjenme decirles que amarse a uno mismo no es, necesariamente, egoísmo. Este, de acuerdo con el diccionario consiste en el: inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás. El amor a uno mismo no es sino el reconocimiento de la dignidad propia y el respeto y aprecio a lo que uno es: imagen y semejanza de Dios.

Quienes enseñan en contra y previenen de los males resultantes del amor a uno mismo olvidan un hecho fundamental: que cuando nuestro Señor Jesús enseñó respecto del mandamiento del amor al prójimo, estableció como la medida de este, precisamente, el amor a uno mismo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo, prescribe un principio: el de amar al otro como nos amamos a nosotros mismos. También enuncia una verdad implícita, no puedes amar al otro más que en la medida que te amas a ti mismo.

Como hemos dicho antes, el amor consiste en el reconocimiento de la dignidad propia, así como del aprecio y el respeto consecuentes. Solo se ama quien acepta que es merecedor de aprecio y respeto. Solo quien se aprecia –reconoce que es valioso, y solo quien se respeta a si mismo puede, como fruto y expresión de su identidad, reconocer que su prójimo es merecedor de su aprecio y su respeto. El ser humano, hombres y mujeres todos, hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Esto nos da un valor peculiar, trascendente, no condicionado. Es cierto que el pecado hace del ser humano lo que Dios no hizo de él. Hace al hombre apenas una caricatura de lo que Dios creó.

Pero, Dios ama al pecador. Para Dios aún el pecador sigue teniendo valor, tanto, que ha estado dispuesto a entregar a su Hijo Jesucristo para el rescate del hombre caído. Así, aún sin Cristo, podemos amar lo que hay de Dios en nosotros. Mucho más podemos hacerlo estando en Cristo, quien ha venido a regenerarnos y ha pagado el precio más alto posible: su propia sangre. Sí, hay mucho en nosotros que podemos apreciar y respetar. Haciéndolo estamos en condiciones de apreciar y respetar al prójimo; de reconocer que también él, o ella, son merecedores de nuestro aprecio y respeto.

Alguien ha dicho que aprender es, en realidad, desaprender. Si esto es cierto, y creo que lo es, lo primero que debemos hacer es desaprender a no amarnos a nosotros mismos. Desaprender a no apreciarnos, a no usar un lenguaje de menosprecio respecto de nosotros mismos. Negarnos a nosotros mismos no es un acto de adjudicarnos un menor-precio a nosotros mismos. Al contrario, es estar dispuestos a dejar de lado lo que vale tanto para nosotros, con tal de cumplir un propósito superior, el que Dios ha dispuesto en y al través de nosotros. Pablo no considera que todo lo que él llegó a ser y logró antes de Cristo careciera de valor alguno. Solo lo considera basura, cuando lo compara con el valor y la importancia de Cristo en su vida. Dice que a nada le concede valor si lo comparo con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Fil 3.8. Nuestro valor como personas solo desmerece ante Jesucristo.

Además de desaprender a no amarnos a nosotros mismos, debemos estar dispuestos a reconsiderar los modelos relacionales que hemos desarrollado. Quien no se respeta a sí mismo, quien no se ama, busca, necesita, que los demás lo respeten. Así, o se vuelve un perseguidor necesitado de mostrar su superioridad, o se convierte en una víctima siempre buscando quien le rescate y le haga sentirse valioso.

Debemos, entonces, preguntarnos si el sustento de nuestras relaciones es el aprecio y el respeto a nosotros mismos y a los demás. Conviene que, al considerar nuestras relaciones amorosas nos preguntemos, ¿cómo me respeto a mí mismo al relacionarme contigo? ¿Cómo hago evidente que te aprecio y te respeto en mi relación contigo? Si abuso de ti o permito que me humilles, no hay respeto, ni mutuo, ni a mi mismo. Entonces, tenemos que transformar nuestros modelos de relación. Recuerdo a una mujer que, después de haber escuchado la Palabra, regresó a su casa y le dijo a su marido: o cambias tu manera de tratarme o aquí terminamos. Ahora sé quien soy en Cristo y he decidido pagar el precio necesario para respetarte y hacerme respetar. ¡Esto sí que es amarse a sí misma y amar al esposo!

Finalmente, el amor a nosotros mismo es resultado del cómo de nuestra relación con Dios. Como en el caso de Isaías cuando estuvo en el Templo, el estar en la presencia de Dios nos resulta en extremo riesgoso. Su santidad hace evidente nuestra inmundicia. Su Espíritu en nosotros, nos da testimonio de que somos sus hijos, al tiempo que nos guía a toda verdad y toda justicia. El camino a la verdad y a la justicia pasa por la denuncia de la mentira y del error. Nuestra conciencia da testimonio de nuestra condición y señala tanto nuestros aciertos, como nuestras faltas. La santidad nos hace agradables a Dios. Fortalece nuestro aprecio por nosotros mismos, nos motiva a respetarnos, a reconocernos dignos. Nuestro pecado, por lo contrario, nos rebaja ante nosotros mismos. No hay lugar para el orgullo y la satisfacción en el pecado. El pecado no da prestigio, no produce satisfacción, no fructifica en aprecio. Por el contrario, el pecado seca, el pecado vuelve el verdor en sequedales. Amarnos a nosotros mismos requiere de nuestra consagración a Dios, de nuestra lucha contra el pecado que nos asedia.

Muchas veces, el motivo de nuestro rechazo o nuestra agresión al otro es nuestro propio pecado. Odiamos lo que vemos en el otro… y que hace evidente lo que está en nosotros. No lo respetamos, no lo amamos, porque no podemos amar lo que hay en nosotros. Y es que, como mi amigo comprendió, cuando pecamos no hay nada en nosotros que podamos amar.

A este amigo, a mí mismo y a quienes nos escuchan, nos hará bien saber que el Apóstol Pedro nos recuerda que: Quien quiera amar la vida y pasar días felices, cuide su lengua de hablar mal y sus labios de decir mentiras; aléjese del mal y haga el bien, busque la paz y sígala. 1 Pe 3.10. Alejarnos del mal, buscar la paz con los que amamos, nos permitirá, no sólo amarnos a nosotros mismos, sino construir relaciones ricas y enriquecedoras en las que la paz y la justicia habrán de producir gozo en la compañía de aquellos a los que amamos.

Hablemos del compromiso con uno mismo

23 enero, 2011

Como sabemos, compromiso es una obligación contraída. Es decir, es algo que se está obligado a hacer dada la naturaleza de la persona. Persona es un individuo, así que nuestra condición de personas humanas distingue la dimensión individual de cada uno de nosotros. Somos individuos, particulares, diferentes a cualquier otra persona. Sin embargo, durante el proceso de formación de nuestra personalidad somos influidos de diferentes maneras y en distintos grados por aquellos que están a nuestro alrededor. Ellos y ello nos dan forma, generalmente una distinta a lo que somos, podemos y queremos ser. De ahí que la madurez, la emancipación de nuestras familias, la recuperación de nuestra propia identidad, sean integrantes de la obligación que tenemos con nosotros mismos de identificar y hacer evidente quiénes somos. Estamos comprometidos con nosotros a ser nosotros mismos, diferentes de los demás y otros distintos a lo que los demás quisieron hacer de nosotros.

La importancia de tal compromiso reside en el hecho de que sólo quien se asume un individuo, uno distinto a los otros, puede tomar el control de su vida y realizar lo que es propio de su identidad e interés. Quien no se obliga consigo mismo sigue estando a expensas de otros, siendo y actuando de acuerdo a lo que los demás han hecho de él: con unos sumiso, con otros valiente; con unos fuerte, con otros débil; con unos triunfador, con otros un mero perdedor. Dejan de ser ellos para ser con cada cual lo que éste espera que sean. Terminan viviendo vidas esquizoides, sin control ni satisfacción. Y, lo que es peor, sin sentido ni esperanza.

Asumir el compromiso de ser nosotros y no lo que otros hacen de nosotros, requiere del cumplimiento de tres condiciones o, mejor aún, del desarrollo de tres características fundamentales:

Un nuevo orden interno. Proverbios 16.32. Resulta interesante el símil de nuestro pasaje, pues tanto el que conquista una ciudad como el que domina su espíritu, se ven en la necesidad de establecer un nuevo orden. El conquistador de ciudades hace lo que se tiene que hacer con aquello con lo que cuenta, con lo que ha encontrado en la ciudad que ahora está bajo su dominio. Altera el viejo orden, desecha lo que no está de acuerdo con su interés y establece lo que resulta necesario para el cumplimiento de su propósito. Así, asume la responsabilidad de que la ciudad sea lo que él quiere y puede hacer de ella. Entierra a los muertos, derriba lo que no sirve o conviene, destierra o encierra a sus enemigos y hace de la ciudad, su ciudad.

De manera similar, cuando se llega a la edad adulta la persona ya está bajo un orden establecido. Sometida o influenciada por fuerzas ajenas y siendo lo que, en buena medida, otros han hecho de ella. La madurez requiere de la emancipación respecto del poder y la trascendencia de tal orden. Requiere, por lo tanto, que la persona asuma la responsabilidad de sí misma y se ocupe de establecer el orden que le es propio. Las personas maduras s asumen obligadas a responder por sí mismas. Es decir, se obligan a dejar de explicarse a sí mismas en función de lo que los demás hicieron de y con ellas. Como el que conquista una ciudad, alteran el viejo orden, desechando lo que no está de acuerdo con su interés y estableciendo lo que resulte necesario para ser lo que son.

La Biblia llama a este proceso, conversión. Se sale de un orden que es según la carne, el pensamiento humano limitado y deformado, para pasar a un nuevo orden, el que es según el Espíritu y que produce vida plena, vida abundante.

Determinación. Lucas 9.51. La vida está llena de puntos de inflexión, de momentos y circunstancias que determinan el curso de la misma. En el caso de Jesús, se llegó el momento en que había de ser recibido arriba; es decir, el momento clave de su razón de ser, de su para qué había venido al mundo. Y llegado ese momento, Jesús, afirmó su rostro. Jesús fijó los términos de su identidad y misión, es decir, tomó la determinación de ser y hacer lo que le era propio. Muchas personas siguen siendo la misma ciudad de siempre, atrapadas en lo que no les es propio, porque les falta determinación. Porque no se deciden a afirmar, a establecer, lo que se requiere para su propio crecimiento e independencia respecto de personas y hechos que les impiden madurar. No se trata de falta de conocimiento, ni de la aceptación como propia de la circunstancia que se vive. Se trata de falta de determinación, de falta de osadía y valor para el establecimiento del orden que conviene a sus vidas. Esta falta de osadía les mantiene como extranjeros en su propia vida; mientras que el valor y arrojo les liberan y permiten construirse a sí mismos.

Compasión. 1 Pedro 3.1,8. Compasión es, también, sentir con el otro. Comprender, entender al otro. Uno podría preguntarse qué tiene que ver la compasión con el comprometerse con uno mismo. La verdad es que tiene que ver mucho. De acuerdo con nuestro pasaje, la compasión tiene un efecto liberador, liberalizante, respecto de las acciones del otro y que nos han afectado, particularmente de manera negativa. Quien entiende las razones, y aun las sinrazones, que sustentan las actitudes y conductas de los demás puede liberarse de la compulsión de devolver mal por mal. Quienes permanecen bajo la influencia y el poder de la ciudad en la que son extranjeros, cultivan la necesidad de la venganza. No les importa si esta la obtienen al castigar a quienes les dañaron, o si la obtienen al castigar a quienes pueden hacerlo. Lo que les importa es sentirse satisfechos de poder castigar a alguien, aunque ello signifique mayor miseria para sus propias vidas.

El que cultiva la compasión se mantiene libre y, por lo tanto, puede responder con el bien a quienes le han hecho mal. Puede bendecir a quienes le han maldecido. Puede, por lo tanto, ser señor de su ciudad, enterrando a los muertos, derribando las casas de mal, al mismo tiempo que cultiva la vida y edifica casas en las que el bien y la justicia propician la paz y el crecimiento de todos.

Pero, dirá alguno, con qué puedo hacer todo esto. ¿Dónde mis soldados, cuál mi armamento, en la conquista de mi propio espíritu? Como en ningún otro, es en este terreno que cobran relevancia las palabras de Pablo cuando nos asegura que Dios, no nos ha dado espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio. 2 Timoteo 1.7. No hay conquista de uno mismo que sea posible, fuera de Dios. Sólo nuestro Señor Jesucristo tiene poder para deshacer las obras del diablo. 1 Juan 3.8.

Por ello es que debemos volvernos a Dios buscando no solo su mano, sino su rostro. Es decir, debemos convertirnos a él y reconocerlo como el Señor de nuestra vida. Debemos estar dispuestos a que el orden de Dios altere nuestro propio orden. A hacer y dejar de hacer, a vivir de tal manera que seamos el espacio en el que la voluntad de Dios se cumpla día a día. Si lo hacemos así, y esta es mi invitación a que lo hagamos, podremos comprobar que quien vive en el orden de Dios, vive en la libertad que él nos provee al través de Jesucristo y disfruta de la vida plena, la vida abundante, en la ciudad, nosotros mismos, que hemos conquistado por el poder de su Espíritu Santo.

Mientras más él, más nosotros

3 enero, 2011

Hace algunas semanas conversaba con una mujer a la que no había visto en los dos últimos años. Mientras la escuchaba observé su rostro: triste, un tanto deformado por la edad y la enfermedad, su mirada apagada; también presté atención al tono de su voz: apenas audible, apesadumbrado. Le pregunté sobre su salud y su respuesta me sorprendió. Todo estaba bien, cada día con más fuerzas, los medicamentos estaban dando resultados extraordinarios. Sin embargo, la expresión de su rostro y el tono de su voz desmentían la convicción de sus palabras.

Por varias semanas el recuerdo de este encuentro me ha ocupado y preocupado. Desde luego, oro por esta persona. Además, pienso en tantas otras que enfrentan la vejez no solo con los problemas y limitaciones propias de la misma, sino con el dolor de la nostalgia y la pena de todo lo que se ha perdido. Desafortunadamente, en no pocos casos, se recurre al principio de la negación respecto de la realidad que se enfrenta y se obliga a pensar que las cosas siguen igual, que las fuerzas siguen siendo las mismas, que la debilidad desaparece si aparentamos fortaleza y desarrollamos una mayor presencia de ánimo.

La vejez no es una etapa fácil ni sencilla. Después de todo fue un viejo, Moisés, quien dijo aquello de que los muchos años resultan “molestia y trabajo”. No hace mucho tiempo un buen amigo me decía: “Los viejos nos volvemos invisibles y estorbosos, no nos ven, no se dan cuenta que estamos ahí; y, cuando lo hacen, les incomodamos al grado de estorbarles”. Desde luego, no todos los ancianos pueden decir esto, pero, cada vez son los menos los que pueden no hacerlo. Un número creciente enfrenta la soledad, el aislamiento, la incomprensión y hasta el abandono de los suyos. Al mismo tiempo, crecen en su mente preguntas, dudas, miedos y complejos. Ello me recuerda una expresión del Apóstol Pablo: “de fuera, conflictos; de dentro, temores”. 2 Co 7.5

Alguien ha dicho que la soledad no consiste en estar a solas, sino en sentirse incomprendido. Creo que es, precisamente, la incomprensión una de las principales causas de los conflictos inherentes a la vejez. ¿Cómo comprender que no podamos seguir siendo los mismos? ¿Cómo entender que el cuerpo no nos responda? ¿Cómo concebir que “ya no podemos”? Además, ¿cómo comprender que dejemos de ser para los demás lo que antes fuimos?

El salmista David, en un momento de confusión y lucha en su vida, se asume incapaz de comprender el porqué de la actitud de “los malvados”. De manera significativa exclama: “En mi meditación se encendió fuego, y así proferí con mi lengua: hazme saber, Jehová, mi fin, y cuánta sea la medida de mis días; sepa yo cuán frágil soy”. Salmos 39 Curioso, para traer entendimiento a su vida y poder para comprender lo que le pasa, el salmista no pide ni fuerzas ni fortaleza, pide tener conciencia de su propia fragilidad.

Fragilidad, ¿a quién le gusta esta palabra y lo que representa? Más aún, ¿a quién le gusta reconocerse frágil? Nuestra cultura rinde culto a la fortaleza, al éxito, a la abundancia. Aún en los terrenos de la fe, se nos anima, una y otra vez, a sabernos fuertes, a asumirnos poderosos, a quitar de nuestros labios cualquier referencia a nuestra propia fragilidad y pérdida. Por eso pocos quieren y pueden asumir que vejez y fragilidad van de la mano. En consecuencia, recurren a todos los medios posibles para lograr una apariencia de fortaleza, de juventud y de capacidad. Exactamente como la mujer de la que les hablé al inicio de esta reflexión.

Siempre resulta interesante entender que la Biblia nos anima a asumir nuestra fragilidad y nuestras debilidades no como una cuestión fatalista, sino como el principio, la razón fundamental, de nuestra fortaleza y la clave de nuestra victoria sobre la adversidad. En la Biblia, reconocernos débiles y frágiles no es una cuestión ni pesimista, ni claudicante. Es, por el contrario, la oportunidad para reconocer y descubrir la dimensión del poder que actúa en nosotros, el poder de Dios que es animado por el amor y la compasión divinos. Estar dispuestos a asumir nuestra fragilidad y nuestras limitaciones nos permite poner nuestra confianza en el lugar debido, en Dios mismo. El mismo David declara convencido: “mi esperanza está en ti”. Salmos 39.7

Tal convicción no resulta solo de la fe, de las meras ganas de creer. Es animada por el quehacer de Dios en lo cotidiano de nuestra vida. A los corintios, el Apóstol Pablo, les comparte que en la experiencia de su comunión con Dios ha aprendido a “gozarse en su debilidad”. Es esta una expresión interesante; desde luego, no se trata de Pablo sea un masoquista que encuentra placer en su debilidad. Tampoco se trata de una invitación a creer irracionalmente en Dios. No, Pablo ha descubierto que sus debilidades abren la puerta para que el amor de Dios se manifieste de maneras nuevas, adecuadas y oportunas para el creyente. Las debilidades facilitan que el amor de Dios se manifieste “a la medida” de nuestra realidad. En nuestras debilidades, el amor de Dios se ajusta a nuestra condición. Añade lo que hace falta y elimina lo que está de más.

Somos lo que somos gracias a lo que Dios es en nosotros. Mientras más él, más nosotros. Pero, mientras más nosotros, menos él en nosotros. De ahí que, especialmente quienes enfrentamos el reto de la vejez, debamos abundar en el cultivo de nuestra comunión diaria con Cristo, en la búsqueda de la plenitud de su Espíritu Santo en nuestra vida. La solución a nuestra fragilidad no es el desarrollo de una apariencia de fortaleza. Más bien, lo es el ser llenos del Espíritu de Dios.

Nuestro Señor Jesucristo dijo que su Espíritu nos guiará a la verdad y a lo justo, además nos consolará y nos llenará del poder de Dios para enfrentar la vida siendo testigos de la realidad de Cristo en nosotros, y en el mundo. Por eso, quiero animar a quienes me escuchan a que pongan su confianza en el Señor. A que traigan a él sus trabajos y sus cargas. Al hacerlo así, podrán encontrar el descanso que solo Cristo puede otorgar. Obtendrán la paz que necesitan y que permanece para siempre. Y, como nos asegurara el Apóstol Pablo: … Dios les dará su paz, que es más grande de lo que el hombre puede entender; y esta paz cuidará sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús. Filipenses 4.7