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Escojan la Vida

5 febrero, 2012

Deuteronomio 30.11-20; Jeremías 21.8,9

Víctor Frankl, destacado sicoterapeuta, sobreviviente a los campos de concentración nazis, asegura que la libertad de elegir es la última, la más perfecta, de las libertades humanas. Al hacer tal aseveración, Frankl sólo evidencia su profundo conocimiento de la Biblia pues esta da testimonio de que la libertad que Dios nos ha dado, desde el momento mismo de la Creación del hombre y de nuestro propio nacimiento se hace evidente, precisamente, en la capacidad que tenemos para elegir ya para bien, ya para mal.

La Biblia también nos enseña que a la libertad de elegir le sigue la responsabilidad personal respecto de las decisiones tomadas. Es decir, la capacidad para reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente. Cuando el Deuteronomio nos anima a elegir el cumplir con los mandamientos del Señor nuestro Dios, anticipa que la consecuencia será una experiencia de vida plena, nuestro crecimiento integral en tanto personas y, asegura, la bendición de Dios durante nuestra estancia aquí en la tierra.

Pero, también nos advierte, que si nos rebelamos a lo establecido por Dios y desobedecemos lo que él ha determinado como lo bueno, como lo justo (adecuado) para nosotros, habremos de enfrentar otro tipo de consecuencias: enfrentaremos la destrucción, como la constante en nuestro quehacer vital y nuestra vida estará llena de insatisfacciones y quebrantos.

Fijémonos que en ambos casos, tanto al elegir la vida como al elegir la muerte, hemos realizado un ejercicio de libertad. Es decir, hemos asumido nuestro derecho y propiciado las consecuencias resultantes de nuestras decisiones. Entender esto resulta de vital importancia respecto de nuestra comprensión de Dios y de nuestra relación con él. Sobre todo, cuando se trata de enfrentar el sufrimiento en nuestra vida.

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A Todo Puedo Hacerle Frente

23 mayo, 2011

Filipenses 4.11-13

Umbral del dolor, es la expresión que se refiere a la intensidad mínima de un estímulo, misma que una persona requiere para sentir dolor. Las circunstancias, el tipo de estímulo y, sobre todo, el carácter de las personas explica el que algunas resistan más que otras la intensidad de estímulos similares.

El hecho es que todos los seres humanos experimentan dolor: físico y emocional. Uno de los estímulos que mayor dolor emocional, espiritual, producen es el fracaso. Este puede ser definido como: “Malogro, resultado adverso de una empresa o negocio. [Y como] Suceso lastimoso, inopinado y funesto.”

En nuestra cultura, que ha resaltado como un indicador del éxito personal la acumulación de bienes: sean estos físicos, intelectuales, económicos, relacionales y materiales; la carencia o pérdida de cualquiera de estos es sinónimo de fracaso. Por lo tanto, quienes fracasan al no alcanzar o retener tales bienes o logros, generalmente entran en una condición de vulnerabilidad. Su ansiedad no solo es resultado de lo que perdieron o podrían perder, sino de la pérdida de su propia estima pues, como sabemos, nuestra cultura de pecado asocia lo que se es a lo que se tiene.

Vulnerable es el que puede ser herido. La historia de la humanidad registra una verdad que no conviene ignorar: aunque todos podemos ser heridos, no todos somos heridos de la misma forma ni en el mismo grado; y no todos somos heridos por las mismas cosas.

Pablo, ha hecho en el capítulo tres de Filipenses, un inventario de lo que alcanzó en la vida y de lo que ha perdido por causa de Cristo. En términos modernos, Pablo era un rico venido a menos, un desempleado, un paria social rechazado por los suyos. Al momento de escribir el pasaje que nos ocupa, está preso, depende económicamente de sus hermanos y amigos y, desde luego, su carrera profesional ha desaparecido.

En tal condición asegura: he aprendido a contentarme con lo que tengo. Loser, sería el epíteto con que lo calificaríamos. Parecería que Pablo fuera un perdedor. De él podría decirse que no solo había perdido todo lo que tenía, sino que, peor aún, se había vuelto un conformista. ¿Cierto?, no hay tal.

Pablo asegura que ha aprendido a ser suficiente en sí mismo. Tal expresión contiene dos declaraciones contundentes e importantes:

Pablo ha aprendido. Ha llegado a saber mediante la observación y mediante la práctica. Es decir ha desarrollado su capacidad de evaluación de sí mismo en comparación con lo que ve en otros modelos (Cristo mismo, en el caso de Pablo y de los creyentes); así como lo que ha ido practicando de manera diferente, y a veces en contra, de lo aprendido. Al aprender, Pablo ha desaprendido a pensar, juzgar y valorar como lo hacía en tanto no había madurado.

Pablo es suficiente en sí mismo. Se asume apto e idóneo, además de que encuentra en sí mismo lo bastante para lo que se necesita. En resumen, lo que Pablo ha aprendido es a no depender de los demás, ni de lo que tiene para asumir que lo que es, como persona, y lo que tiene a su disposición es suficiente para resolver la circunstancia que enfrenta, cualquiera que esta sea.

¿De dónde tal pretensión? Quizá primero, de su propia experiencia. Ha superado lo que parecía poder detenerlo y hasta destruirlo. Es un hecho que, vistas en perspectiva, las luchas del pasado resultan menos importantes, definitorias y poderosas que lo que nos pareció cuando las estábamos enfrentando.

Pero, no especulemos, fijémonos que Pablo declara de manera contundente: todo lo puedo en Cristo que me fortalece, o, como dice DHH, a todo puedo hacerle frente, gracias a Cristo que me fortalece.

Todo: cualquier cosa, en cualquier lugar, en cualquier tiempo. El término que usa Pablo se refiere, simplemente, a la totalidad de la vida. No hay nada que quede fuera de esta expresión, ni relaciones, ni conflictos, ni bendiciones… nada queda fuera del área de influencia de Cristo.

Cristo que me fortalece, que me hace fuerte, asegura Pablo. Una mejor traducción: Cristo me da las fuerzas (fortaleza y consistencia), para enfrentar todas las cosas.

Nuestro umbral del dolor personal, nuestra capacidad de resistencia al dolor y al fracaso se da en proporción directa con nuestra comunión con Cristo. Este abundar en Cristo produce una renovación espiritual en nuestra manera de juzgar las cosas, como lo asegura Pablo en Efesios 4.23: En cuanto a la pasada manera de vivir,  despojaos del viejo hombre,  que está viciado conforme a los deseos engañosos,  y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre. Vivir en tal comunión nos permite dimensionar las cosas adecuadamente y tomar conciencia de nuestra valía personal, así como de los recursos propios y los de quienes nos aman; mismos que están a nuestra disposición y nos ayudan a enfrentar la situación de que se trate.

Como Pablo, de manera decidida y confiada, tomemos la decisión de permanecer en Cristo. Al hacerlo podremos hacer frente a todo y se cumplirá la promesa que nos declara más que vencedores en todas las cosas. Romanos 8.37

En Valles de Sombra y de Muerte

25 abril, 2011

Los últimos días han estado llenos de conflictos y situaciones especialmente difíciles para muchas familias que conocemos. Enfermedades graves, dolorosos y complejos conflictos familiares, tensiones económicas, etc., son los diferentes rostros de la problemática que nuestras familias enfrentan. Ello significa, desde luego, que muchos de los miembros de la Iglesia de Cristo han sido alcanzados por los días malos.

Los días malos forman parte de la vida. Nadie escapa a ellos, son prácticamente connaturales a nuestra condición de seres humanos. Por ello, por más difíciles que resulten no pueden llamarnos a sorpresa. El hombre nacido de mujer, corto de días y harto de sinsabores, decía el justo Job. Sería, ocioso, entonces, ocuparnos de tratar de descubrir los porqués de tales días. Así como los hechos son, también los días malos son. Nada los cambia, nada los evita.

Sin embargo, el hecho de que sean muchas las familias que estamos enfrentando días malos, algunos excepcionalmente malos, nos obliga a la reflexión. Indudablemente hay algo más, un elemento extraordinario, un doloroso aporte a nuestra vida personal, familiar y congregacional en tales circunstancias de conflicto. Conviene recordar que en la dimensión espiritual simplemente no hay coincidencias. Debemos asumir que las cosas extraordinarias, como las que estamos viviendo, responden a un propósito y tienen un origen. En no pocos casos, este origen se encuentra en el enemigo de nuestras almas. En otros muchos, las cosas extraordinarias, aún las situaciones conflictivas, tienen su origen en Dios o son aprovechadas por el Señor para nuestro perfeccionamiento  y para el cumplimiento de su propósito en y al través de nosotros.

Es mi convicción que los días malos que estamos atravesando contienen un triple propósito:

§  Concienciarnos acerca de nuestra fragilidad.

§  Fomentar nuestra dependencia de Dios.

§  Provocar nuestro compromiso con Dios y su Iglesia.

Uno de los más grandes engaños es el de nuestra autosuficiencia. Vivimos una era en la que uno de los principios gobernantes es: si se descompone, arréglalo. Se nos anima a asumirnos fuertes, autosuficientes, permanentes. La verdad es que no lo somos. En pleno Siglo XXI, seguimos siendo frágiles.

Nuestra cultura nos hace menospreciar la fragilidad. No queremos ser débiles, resulta penoso serlo. Nos obligamos a ser fuertes. La cultura del reino de Dios, por su lado, nos recuerda que nuestra debilidad es un espacio de oportunidad para Dios. Que mientras más débiles somos, más se perfecciona el poder de Dios en nosotros. Así, nuestra debilidad no se traduce, necesariamente, en derrota o pérdida. Por el contrario, es la puerta por la que entramos al territorio de la victoria divina.

Asumir nuestra fragilidad, aceptarla, nos coloca en las manos del Señor. Pretender que somos fuertes, ignorar nuestras debilidades, nos coloca fuera del señorío de Dios quien, no debemos olvidarlo, gobierna en medio de la tormenta.

Mientras más delgado el hilo del que colgamos, mayor valor le reconocemos y mayor cuidado le dedicamos. Sin Dios no podemos hacer nada. Fuera de él nada somos. Si no fuera por su gracia no estaríamos aquí, ni podríamos superar los días malos que nos desgastan.

En los días malos tenemos que confiar, depender de Dios. Ello nos obliga a replantear el cómo de nuestra vida. A identificar aquellas actitudes, conductas y omisiones que nos ponen en riesgo de apartarnos de Dios y, por lo tanto, quedar fuera de su cuidado y amoroso cuidado.

Sabernos dependientes de Dios nos obliga a confesar nuestros pecados para quedar libres de su peso, al mismo tiempo que recomponemos nuestro caminar en la fe. Quien depende de Dios, como teme provocar su ira o incomodidad, se esfuerza por agradarlo en todo.

Los días malos hacen evidente aquello que, en nuestra vida, debe hacernos transitar la dura senda del arrepentimiento, la confesión y el arrepentimiento.

Los días malos son días de compromiso. Son días en los que las obligaciones contraídas, por nosotros con Dios, deben ser renovadas y redimensionadas. La razón es sencilla, no podemos pedir a Dios que intervenga en nuestro favor sin asumir, por nuestro lado, el que Dios tiene derecho de que nosotros cumplamos con lo que le hemos ofrecido y prometido.

Desde luego, Dios no espera de nosotros más de lo que podemos hacer. Así que no le resulta tan importante el monto de nuestra ofrenda, sino la condición de nuestro corazón. Se ha comprometido a no menospreciar al corazón contrito y humillado. Al corazón que se encoge y humilla buscando agradarlo en todo.

Todos nosotros hicimos muchas de nuestras promesas cuando nuestros días eran brillantes. Pero, algunas de las promesas más significativas, más trascendentes, las hemos hecho, precisamente, en medio de muchos días malos. Generalmente, cuando estos pasan, nos olvidamos de ellas y renunciamos a su cumplimiento.

Nuestras enfermedades, los conflictos familiares, las dificultades económicas, etc., reclaman que cumplamos lo que hemos prometido. Que seamos fieles, que renovemos nuestro compromiso y vayamos más allá de lo que hemos alcanzado.

Terminemos diciendo que los días malos no tienen el poder para definir el todo de nuestra vida. Nuestra vida es más que nuestros conflictos y aún que nuestros fracasos. Estos nos derriban, pero no nos destruyen. La razón para ello es que los transitamos, como todos los valles de sombra y de muerte, siempre bajo la guía y con el apoyo de la vara y del cayado de nuestro Dios, quien, no debemos olvidar, es nuestro Pastor.