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Cuando el Diablo Ronda

29 mayo, 2010

Pastor Adoniram Gaxiola

1 Pedro 5.6-11

En Primera de Pedro 5.6-11, encontramos uno de los pasajes más interesantes y descriptivos acerca de la manera en la que el diablo observa, acorrala y, cuando logra su propósito, daña a los creyentes. Pedro les escribía a cristianos que se encontraban en crisis, una crisis provocada por su fidelidad a Cristo. El aceptar a Jesucristo como su Señor no sólo había cambiado de religión, sino que su vida entera fue transformada y se encontraron con que su nueva forma de vida era una contracultura. Es decir, vivían no sólo de una manera diferente a la de sus conciudadanos, sino de una manera que incomodaba a estos pues ponía en evidencia su pecado y su desobediencia a Dios.  En consecuencia, los creyentes enfrentaron la enemistad de sus familiares y vecinos, así como la persecución de las autoridades.

Antes, el Apóstol Pedro ya les había explicado a los creyentes el porqué de la persecución y maltrato que sufrían (4.4). Les dice que a quienes los conocieron antes de ser cristianos, les parece extraño que ustedes ya no corran con ellos en ese mismo desbordamiento de inmoralidad, y por eso los insultan. Una vez más, nos encontramos que para quien sigue y sirve a Cristo, la vida se vuelve más y más complicada y difícil de lo que podría esperarse.

Igual que complicado y difícil resulta el comprender la recomendación petrina, en el sentido de que los creyentes que se encuentran en tal crisis, sean humildes y acepten la autoridad de Dios, en tales circunstancias. Pero, lejos de recomendar que se solamente se resignen, el Apóstol anima a los creyentes a que enfrenten y resuelvan su circunstancia a la luz del poder de Dios y en la esperanza del cumplimiento de su promesa. Por eso resulta relevante la exhortación que les hace para que pongan sus preocupaciones en manos de aquel que tiene cuidado de ellos.

Desde luego, Pedro enseña que las crisis han de resolverse con el recurso de la fe. Entendida la fe en cuanto confianza y esperanza; pero, también fe en cuanto sustento del hacer lo que es propio y oportuno. San Pablo describe de manera extraordinaria este tipo de crisis que frecuentemente enfrenta el cristiano. Dice (2Co 7.5), que el cristiano, se ve acosado por todas partes; conflictos por fuera, temores por dentro. Pues bien, tener fe haciendo lo que es propio y oportuno se caracteriza por el cultivo de la prudencia, por el mantenerse despierto y por el resistir firmes en la fe. En este contexto, la prudencia no es otra cosa sino el ejercicio del dominio propio, el mantenerse despierto consiste en permanecer alerta y resistir firmes en la fe consiste en guardar la estabilidad en medio de la crisis.

La estructura del pasaje da sustento al argumento petrino de manera ingeniosa e irrebatible. El doble llamado a ser prudentes y mantenerse despiertos, se sustenta en la figura representada por el león rugiente que anda buscando a quien devorar. Este andar buscando, rondar, se refiere a la observación cuidadosa que el diablo hace de todas y cada una de nuestras actividades cotidianas buscando la oportunidad para alejarnos de la fe. La figura se refiere, también, a la técnica de caza seguida por los leones, misma que consiste en rondar a las manadas, rugiendo para provocar terror y propiciando que los miembros más débiles e inexpertos, se alejen del grupo principal de sus semejantes quedando así más fácilmente a merced de su depredador.

Lo que Pedro enseña es que el creyente sólo está seguro y es beneficiado por la provisión divina cuando permanece en comunión estrecha con los demás creyentes. Que aislándose, manteniéndose al margen del Cuerpo de Cristo, se vuelve más vulnerable. La Biblia nos enseña que la razón para ello es sencilla: es sólo en la comunión de la Iglesia donde los dones espirituales actúan a favor de los creyentes; es la oración corporativa el espacio donde el poder de Dios se hace presente; y, es en la Palabra que se predica y enseña en la Iglesia, donde el creyente se nutre para permanecer fuerte y firme en cualquier circunstancia. La Biblia también nos enseña que el creyente debe permanecer alerta ante cualquier espacio de debilidad que lo ponga en riesgo: tanto de lo que dentro suyo (pecado, temores, concupiscencias, raíces de amargura, etc.), lo anime a separase del resto del Cuerpo de Cristo. Pero que también debe permanecer alerta ante aquellos ataques, desde fuera, que resultan en su contra como resultado de las relaciones disfuncionales, de la animadversión de sus enemigos y aun de las circunstancias de la vida misma. Ante todo ello hay que ser prudentes y mantenerse alertas, dice Pedro.

El llamado a permanecer firmes en la fe ante el rondar del diablo, aunado a la referencia de que en todas partes del mundo los hermanos nuestros sufren las mismas cosas, nos lleva al tema de la auto-victimización. Cuando ante las crisis vitales se asume que sólo nosotros sufrimos, o que nuestro dolor es más grande que el de los otros, o que los demás no nos comprenden, tendemos a aislarnos de los demás quedando a expensas del ataque del diablo. Debemos entender que el dolor aísla, sí, pero no lo hace de manera natural. El aislamiento como fruto del dolor evidencia la fragilidad, la debilidad de los lazos de amor de quien sufre y los suyos. Y en esto hay una corresponsabilidad en unos y otros. De ahí la necesidad de, cotidiana e intencionalmente, desarrollar relaciones sanas, complementarias y sustentadas en la fe común.

Pedro asegura que a quienes se mantienen en comunión intencional, propositiva y sustentada en la fe, con su Señor y su Iglesia, Dios los hará perfectos, firmes, fuertes y seguros. Pero, aclara que ello sucederá, después de que hayan sufrido por un poco de tiempo. Aquí, Pedro se une a Pablo cuando este asegura por su lado que, en Cristo, esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria.

La desesperación de los animales que se sienten bajo el poder del león que los rodea, les lleva a asumir que su fin ha llegado y se abandonan ante quien los ataca. Lo mismo sucede con los creyentes que no han permanecido fieles en la Palabra que han recibido. Se vuelven fatalistas. Se resignan porque no ven la posibilidad de cambiar el curso de los acontecimientos. Pero los creyentes que permanecen en Cristo, saben que ningún sufrimiento permanece indefinidamente y que ningún sufrimiento tiene el control definitivo de nuestra vida. En Cristo, se sufre por un poco de tiempo y toda tribulación es momentánea. Además, el fruto del sufrimiento es la perfección, la firmeza, la fuerza y la seguridad eternas. Así como que los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que todo sufrimiento. (1 Co 4.17)

En pleno Siglo XXI, los creyentes seguimos enfrentando situaciones de crisis. El diablo sigue rondando alrededor nuestro, buscando destruirnos. Cierto. Pero, más cierto aún, porque es promesa divina, es que el Dios de toda gracia,  que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo,  después que hayamos padecido un poco de tiempo,  él mismo nos restablecerá,  afirmará,  fortalecerá y nos cimentará. Tal y como lo ha hecho una y otra vez, siempre que hemos enfrentado la prueba, cada vez que el diablo nos ha atacado… y hemos permanecido unidos a Cristo.

Por eso, quienes están enfrentado la crisis, o cuando la misma llegue a nuestra vida, debemos tener presente que el Dios quien nos ha traído hasta aquí y que ahora nos sustenta, es el mismo Dios que en su gran amor nos ha llamado a tener parte en su gloria eterna en unión con Jesucristo. Que, consecuentemente, nuestro destino no es ni el fracaso, ni el dolor eternos. Por el contrario, nuestro destino es la manifestación gloriosa del poder, de la paz, del amor y del cuidado divino por siempre.

Nada Podrá Separarnos

24 abril, 2010

Pastor Adoniram Gaxiola

Romanos 8.28ss

Alguien me preguntaba recientemente si las cosas que vivimos en nuestro país son más difíciles, más violentas, más generadoras de temores que las que vivieron nuestros antepasados. Creo que no. Si comparamos, por ejemplo, el número de muertes violencias de los últimos tres años con el de quienes murieron hace un siglo, por causa de la Revolución Mexicana, no hay punto de comparación. Tampoco lo hay, si comparamos las catástrofes naturales que enfrentan muchos mexicanos, con las que, en el pasado, han provocado miles de muertos, tal el caso de los sismos de 1985.

Así que si lo que hace tan impactantes los acontecimientos recientes, lo que provoca nuestra ansiedad y nuestros temores no es el tamaño de las tragedias que enfrentamos, o el número de víctimas con el que nos bombardean los medios noticiosos, ¿qué es lo que provoca que haya tanta zozobra, temor y desesperanza en no pocos de nosotros y de nuestros conciudadanos? Mi propuesta, o el intento de la misma, considera dos elementos: el primero consiste en el hecho de que somos nosotros los que estamos enfrentando las dificultades, los temores y aún los sufrimientos provocados por las circunstancias que nos toca vivir. El segundo tiene que ver con lo que podríamos llamar la frustración de la esperanza. Los creyentes no sólo tenemos fe, también tenemos esperanza. Es decir, no solo sabemos y creemos, sino que también tenemos expectativas que se sustentan en la confianza que tenemos en Dios: en su amor, en su interés y en su poder para cambiar las cosas que nos duelen y dañan.

Hemos orado tanto por tantas situaciones. Por tantas cosas que no solo son malas y dolorosas en sí mismas, sino que han demostrado tener el poder para afectar a muchas más personas y muchas más cosas. Ahí están las enfermedades, los conflictos familiares, los problemas de los hijos, las dificultades económicas, las soledades, etc.

Debo confesar que a veces mi fe, mi conocimiento de la Palabra, mi experiencia pastoral, no me parecen suficientes en el ánimo de servirles y apoyarles en su caminar diario. Quizá esto no sea sino el reflejo de mi propia confusión, sorpresa y tristeza ante las situaciones, ¿cada vez más extraordinarias?, a las que la vida nos enfrenta. La violencia irracional que vivimos ya de cerca, el incremento de la violencia intrafamiliar, el número creciente de divorcios –con su consecuente cauda de soledad, pobreza, amargura, etcétera, la violencia callejera contra las mujeres, el alcoholismo y otras adicciones; en fin, tantas cosas que parecen tan lejanas y, sin embargo, cada día tocan a nuestra puerta o, de plano se meten en nuestras vidas sin siquiera avisar ni, mucho menos, pedir permiso. Realidades estas que provocan preguntas tales como: ¿qué es lo que permanece en la vida? ¿Hay alguna garantía de bien? ¿Hay alguna posibilidad para la paz, para la felicidad?

En estas circunstancias la relación con Dios me resulta incómoda. Dios me resulta incómodo. Los porqués se multiplican y arrastran con ellos confusión y rebeldía. Y creo que no estoy solo en esta circunstancia. Creo que somos muchos los que, de tanto en tanto, enfrentamos la frustración de la esperanza.

Hay quienes aseguran que lo que la sociedad toda y los individuos que la formamos necesitamos es tocar fondo. Que sólo cuando llegamos a una situación en la que ya no tenemos, ni podemos, nada, estamos en condiciones de superar nuestras circunstancias. Hasta nos aseguran que lo que necesitamos para comprender a Dios y volvernos a él es que las cosas se descompongan hasta que ya no haya más esperanza. Hasta yo he llegado a pensar así y, mucho me temo, también alguna vez he enseñado en tal sentido. Bueno, pues si alguna vez les aseguré tal cosa, ahora debo decir que estaba equivocado. No es la derrota, ni el fracaso, los espacios donde podemos encontrar razón para permanecer en la esperanza y encontrar fortaleza para la misma.

Hay un canto en los Estados Unidos que en su parte medular dice: Tú eres la fuente de mi fuerza y la fortaleza de mi vida. Debo agradecer al Señor que en las últimas semanas él ha sido la fuente de mi fuerza y la fortaleza de mi vida. Dios tiene una forma particular de llevarnos a su presencia, de animarnos a entrar en su santuario. Ahí él se revela y nos muestra que, en medio de toda la confusión, él permanece en control. Tal era la convicción del salmista que explica que su forma de pensar, que la frustración de su esperanza terminó cuando “entrando en el santuario de Dios”, comprendió…”

Al ir al Señor nos encontramos con la declaración paulina: “Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, y a los cuales él ha llamado de acuerdo con su propósito”. “Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios”, sería una buena paráfrasis. Él lo ha dicho, se ha comprometido a ello, y el recuerdo de su actuar pasado así lo confirma.

Al “salir de su santuario”, donde hemos presentado a Dios nuestra confusión y nuestra desesperanza, por lo general las cosas siguen igual. Ello hace relevante la promesa paulina y, por lo tanto, hace importante que pidamos a Dios se cumpla su promesa: Que todas las cosas que estamos pasando, sufriendo, decidiendo, sean para bien. Mientras esperamos en medio de las circunstancias que nos duelen, debemos pedir que seamos fortalecidos y así podamos permanecer firmes en el Señor. También debemos orar pidiendo que el mal que originó nuestros problemas y tristezas, sea detenido en nosotros. Pero, sobre todo, nuestra oración debe pedir que aquello que Dios nos tiene preparado se manifieste plenamente.

Hay una razón para tal confianza en medio de tanta confusión y debilidad: la certeza del amor de Dios. -En su santuario y fuera de él este siempre se manifiesta-. Dios nos ama y su amor lo mantiene unido a nosotros. Por eso nada podrá separarnos del amor que Dios ha mostrado en Cristo. La primera consecuencia de tal amor es su adicción a nosotros, su anhelo de nosotros. Sufrimiento, dificultades, persecución (violencia), hambre, falta de ropa, peligro o muerte violenta. Son solo circunstancias, difíciles y dolorosas, pero circunstancias al fin al cabo, es decir: “Aspectos no esenciales que influyen o aparecen en un fenómeno, acontecimiento, etc.”.

Los días que vivimos son difíciles y no hay razón para esperar que los inmediatos resulten mejores. Creo, y les invito a ello, que debemos prepararnos para enfrentar más dificultades, más violencia, más peligros, más… Como Jeremías en su tiempo, contra lo que falsos profetas aseguraban y mucha gente deseaba oír, no podemos anunciar tiempos de paz y de abundancia. Esperábamos paz, pero no llegó nada bueno. Esperábamos un tiempo de salud, pero sólo nos llegó el terror, tuvieron que aceptar quienes vivían la tragedia de sus días. Alguien dijo esta semana, al referirse a los múltiples asesinatos en la periferia de la Ciudad, que el cerco se está cerrando alrededor de nuestra ciudad y creo que tiene razón. Pero no creo que debamos aceptar que será en la aceptación fatalista de un destino indeseable, donde podamos encontrar razón para la esperanza. Mi invitación a ustedes que, quizá como yo, resultan confundidos, desanimados y lastimados por las circunstancias de la vida, consiste en animarles a que entren en el santuario de Dios. A que sea en su presencia que descubran el qué y el cómo del bien que tanto dolor habrá de tener como consecuencia. La presencia del Señor trae paz a nuestras circunstancias. Él gobierna las lluvias, asegura el Salmista. Todavía puede ordenar al viento y a las aguas que se calmen. El Señor es nuestro santuario y por ello podemos alzar nuestros ojos en esperanza.

Así, animados por lo que en el santuario descubrimos de Dios, podemos asumirnos a nosotros mismos como agentes de cambio, portadores de la esperanza y ministros de la reconciliación. Podemos hacerlo porque conocemos y somos sustentados por el amor de Dios que es en Cristo Jesús, nuestro Señor y Salvador.

Creer Dudando

10 enero, 2010

Pastor Adoniram Gaxiola

Marcos 9.14-29

La historia que nos cuenta Marcos pone en evidencia que la mayoría de los creyentes vivimos una constante en cuestiones de fe: creemos dudando. Para algunos, asumir tal hecho les provoca sentimientos de culpa que pueden hasta llevarlos a un total alejamiento de la fe. En otros casos, creer dudando puede provocar una serie de dudas respecto de Dios y de uno mismo que, si bien no lo alejan a uno de la fe, sí hacen de la relación con Dios y de su servicio una cuestión difícil, compleja y llena de frustraciones y dudas.

En no pocos casos tal condición es fruto de un desconocimiento de las cuestiones básicas de la fe. Este desconocimiento también se refiere al hecho de ignorar que el problema no es creer dudando, sino el enfrentar nuestras dudas ignorantes de la gracia divina, su significado y su operación; así como ignorar que la duda no necesariamente invalida el valor y el poder de la fe. Es decir, que dada nuestra condición humana nuestra fe habrá de estar siempre acompañada de la duda, sin que ello impida que podamos seguir confiando en el Señor ni, mucho menos, que el poder de Dios sea limitado en nuestra vida por los momentos de vacilación de nuestro ánimo en cuestiones de fe.

Fe (pistis), es la firme persuasión que se tiene en aquello que se ha oído. Creer es, según el diccionario: Tener por cierto algo que el entendimiento no alcanza o que no está comprobado o demostrado. Nos damos cuenta que la fe tiene que ver con lo que no se ve, con las cosas que todavía no son. No en balde la clásica definición bíblica de la fe nos asegura que esta es: la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. Es decir, se trata de esperar aquello que no vemos.

La fe, por lo tanto, tiene que ver con lo que no es real todavía, pero que es posible: que puede ser o suceder. El ejercicio de la fe siempre nos coloca en una zona de incertidumbre, intermedia entre lo que es en este momento y lo que podrá ser cuando Dios responda a nuestra fe.

Dada la naturaleza y características de la fe no es raro que muchos llamen fe a lo que no es sino magia. Esta es: [el] arte o ciencia oculta con que se pretende producir, valiéndose de ciertos actos o palabras, o con la intervención de seres imaginables, resultados contrarios a las leyes naturales. No pocos creyentes creen que si hacen tales o cuales cosas, si pronuncian ciertas palabras de cierta manera, que si invocan espíritus o seres espirituales, etc., obtendrán aquello que buscan tener. No, en el terreno de la fe, el cristiano pide confiando y espera que Dios, en su misericordia y solo por su gracia, responda a su petición.

Ahora bien, nuestro pasaje también nos muestra que fe y necesidad van de la mano. Las circunstancias adversas, propias o de nuestros cercanos, nos colocan en situaciones extraordinarias que sólo pueden ser resueltas de manera extraordinaria. Sin intentar forzar la intención de Marcos al relatar la historia que nos ocupa, podemos destacar que el padre del muchacho endemoniado asume su propia incapacidad con la sencilla declaración: traje a ti mi hijo. Dado que el padre no pudo resolver la condición de su hijo, que sus recursos no fueron suficientes, se ve en la necesidad de traerlo a Jesús. Dada sus circunstancias, tiene que recurrir a lo extraordinario de Jesús. Para ello y por ello es que entra al terreno de la fe.

Jesús le confirma al padre aquel que ha hecho lo correcto al venir a él en busca de ayuda para su hijo. Y establece el contacto, inicia el proceso misterioso de la fe, no a partir de la convicción evidenciada en el hecho de que el padre haya acudido a él; sino en la duda del mismo: pero si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos. Jesús no ignora la duda, la dimensiona. Reta al padre de familia y le dice: si puedes creer, al que cree todo le es posible. Jesús recibe la declaración de fe más sincera, humilde y poderosa: creo, ayuda a mi incredulidad.

Tal declaración no significa creo, pero no creo. Más bien, lo que el hombre dice es: creo, pero mi fe no es suficiente. Jesús, entonces, tomando en cuenta a la multitud presente, reprende al espíritu inmundo y libera al muchacho del poder satánico que le atormentaba. Entonces, padre e hijo pudieron entrar a la vida abundante que Dios les provee por medio de la salvación: … lo enderezó, y se levantó.

Pero Marcos nos dice y revela algo más alrededor de lo sucedido aquel día y respecto de la fe. Cuando los discípulos se quedan a solas con Jesús le preguntan: ¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?, refiriéndose al espíritu maligno. Su confusión resultaba del hecho de que ellos creían, tenían fe en Jesús. Dado que habían recibido autoridad para echar fuera los malos espíritus. Sí, pero no pudieron.

Enfrentaban un momento crítico. No haber logrado expulsar al espíritu que estaba en el muchacho podía llevarlos a dudar aún de lo que ya sabían, tenían y podían. Jesús no entra en controversia, simplemente les explica que ese género (clase) de espíritus, sólo puede ser echado fuera con oración y ayuno.

La oración y el ayuno no debilitan a los espíritus, ni a las enfermedades, ni a los conflictos. La oración y el ayuno, así como el conocimiento de la Palabra de Dios, fortalecen a quienes enfrentan tales retos y circunstancias. Lo que Jesús les revela a sus discípulos es que aunque tenían fe, esta no era suficiente para enfrentar el reto representado por el muchacho y su padre. Que el grado de confianza, de convencimiento que tenían no era suficiente para aquel momento.

Y ello nos lleva, de nueva cuenta, a la cuestión del creer dudando. Si bien la duda habrá de acompañar a nuestra fe toda la vida, esta puede verse disminuida en la medida que nuestra fe crezca y se fortalezca. La fe, ese don que Dios nos ha dado, es como una semilla que debe ser cultivada adecuadamente si es que se espera que de fruto abundante. La Biblia dice al respecto que son básicamente dos los elementos que hacen crecer la fe: el primero, como hemos oído a Jesús decirle a sus discípulos, es la oración y el ayuno. El segundo elemento, que quizá es el primero, es la Palabra de Dios. En efecto, Pablo asegura que la fe nace al oír el mensaje, y el mensaje viene de la palabra de Cristo.

Fe que no se sustenta en la Palabra es magia, es engaño, es falsa esperanza. No importa qué tan sinceramente se crea algo o en alguien, si no tiene sustento bíblico es estéril. No solo ello, abre la puerta para el engaño del diablo.

Más que ocuparnos de nuestras dudas, los creyentes somos llamados a fortalecer nuestra fe, lo que ya creemos. Así, sin importar la clase y/o el grado de nuestras dudas, podemos estar confiados que el poder de Dios habrá de manifestarse en y a favor de nosotros y de aquellos por los que intercedamos. Antepongamos a nuestras dudas nuestro propósito de abundar en la oración y el estudio de la Palabra. Así, podemos confiar en ello, podremos ser propiciadores y testigos de los milagros y señales que el Señor ha prometido a todos aquellos que ponen en él su confianza.