Sólo desde la convicción de la fe
Salmos 91
El 91 es un salmo que sólo puede ser leído desde la fe. Contiene declaraciones que sin el don de la fe resultan difíciles de aceptar puesto que en muchos de nosotros no se han cumplido, no se están cumpliendo y, con toda seguridad, nunca habrán de cumplirse. Cuestiones tales como: caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará, resultan emocionantes, esperanzadoras, pero no siempre se hacen realidad en la vida de los creyentes. Por el contrario, no pocos entre nosotros ven pasar a su derecha y a su izquierda a muchos que parecen no tener aflicciones en la vida… y los miran desde la incómoda posición de quienes han caído, de quienes están en el suelo. Que se trata de un salmo difícil pueden dar testimonio aquellos creyentes que en los últimos meses han tenido que enfrentar la enfermedad, la pérdida de seres amados, conflictos familiares y/o económicos, etc. Sí, para quienes han pasado por los valles de sombra y de muerte, resulta difícil leer el salmo 91 sin el don y la gracia de la fe. Sí, porque quien no tiene fe y se acerca a Dios desde una perspectiva exclusivamente natural, humana, encontrará muchas dificultades, no solo en leer, sino en comprender y hacer suyo este hermoso salmo.
El salmista es un hombre de fe, y tiene fe porque ha conocido a Dios y ha habitado al abrigo del Altísimo y bajo la sombra del Omnipotente. Como la suya, nuestra experiencia vivida con Dios trasciende, va más allá, de las cuestiones que no comprendemos del Señor, de nosotros y de la vida misma. Es indudable que el salmista conoció el lado oscuro de Dios: su silencio, su inacción, su alejamiento. Sin embargo, también ha conoció el lado luminoso del Omnipotente: el cuidado, la atención y el amor evidente, palpable, del Señor. Son las bendiciones recibidas, y no lo que no ha tenido ni recibido de Dios, lo que determina el cómo de la relación del salmista con su Señor. No los silencios, sino el susurro amoroso; no la pasividad divina, sino las muchas veces en las que la mano fuerte de Jehová se ha manifestado en su favor; no su alejamiento, sino los momentos plenos en los que el salmista supo que Dios estaba con él y de su lado. Todo esto es lo que construye una relación de confianza y de esperanza en el presente y para el futuro. Por, el salmista no sólo se pone al cuidado de Dios, sino que se dispone a seguir creyendo que es posible aquello que ha puesto, como petición y esperanza, delante del Señor.
Es esta una cuestión importante. Veamos por qué. La declaración contenida en el verso 8: ciertamente con tus ojos mirarás y verás la recompensa de los impíos, parece evidenciar que el salmista enfrentaba una situación similar a la de todos los que servimos a Dios. Con frecuencia enfrentamos el hecho de que a quienes no lo sirven les va mejor que a nosotros que nos sacrificamos y esforzamos por servirle. Les va mejor, o cuando menos así lo parece. El hecho es que, en no pocas ocasiones, nos preguntamos si vale la pena servir a Dios. Si, de veras, vale la pena hacer lo que él nos ordena aún a costa de nuestra paz y nuestra seguridad y al mismo tiempo seguir esperando que él sea nuestro protector, que él responda a nuestras peticiones y derrame las bendiciones que le pedimos.
Quien conoce a Dios, desde adentro, como el salmista, no deja de enfrentar tales momentos de confusión, incredulidad y aún de rebeldía. Pero, también, adquiere un conocimiento y una experiencia que resulta indispensable para salir adelante. En efecto, nuestro salmo cierra con lo que parece ser una intromisión divina. Como si Dios le quitara la pluma al salmista y se metiera en la escritura del salmo para hacer una declaración importante y aclaratoria, respecto del conflicto que el salmista insinúa:
Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré; le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre. Me invocará, y yo le responderé; lo libraré y le glorificaré. Lo saciaré de larga vida y le mostraré mi salvación.
Dios habla de cuestiones torales, no solo importantes, sino las más importantes en cuestión de la relación entre el hombre y él mismo. Primero, habla del amor. Dios dice que conocen su misericordia, su provisión y su cuidado quienes aman a Dios. Comprender a Dios, permanecer unidos a él, requiere del amor… no del enamoramiento. Se trata del compromiso amoroso de quien se relaciona con Dios desde el principio del te amo aunque no respondas a mis expectativas, te amo aunque no te comprenda. Estoy comprometido a mantener mi relación contigo, amándote. Además, Dios habla de la obediencia. Conocer su nombre, significa someterse a su voluntad y actuar según la misma. Renunciar a nosotros mismos, a lo que deseamos, a lo que nos hace falta, lo que esperamos, estando dispuestos a que él sea y haga en nosotros conforme a su propósito. El amor nos lleva a la obediencia y esta, paradójicamente, nos lleva a amar más a Dios, pues en la misma descubrimos lo profundo de su amor, de su sabiduría y de su fiel propósito para con nosotros.
Es a quienes lo aman y obedecen a quienes Dios promete responderles, estar con ellos, librarlos y glorificarlos: saciarlos de larga vida y mostrarles su salvación. Si nos fijamos, la promesa de Dios resulta trascendente, adquiere una dimensión de eternidad. Tiene que ver con el momento presente, sí, pero mucho más que con el mismo. Los impíos están atados, en su prosperidad, al momento presente. Este se acaba, no trasciende. En cambio, quienes aman y obedecen al Señor trascienden las circunstancias actuales. Estas no tienen el poder para definirlos, ni, mucho menos, para derrotarlos.
San Pablo dice que, en Cristo, y en medio de todas estas cosas (tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada), somos más que vencedores. Romanos 8.35ss La victoria consiste, según el Apóstol, en que nada podrá separarnos [jamás] del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro. Como el salmista, Pablo descubre que lo importante en la vida no es lo que nos pasa, sino lo que resulta de ello. Los impíos gozan de una prosperidad que tiene como fruto su fracaso; los creyentes encuentran que el fruto de su dolor, sus fracasos, sus angustias no es su destrucción, sino su victoria.
Abraham, Oseas, Sadrac, Mesac y Abed-nego, el mismo Señor Jesús y muchos de nosotros, hemos enfrentado momentos difíciles provocados por la voluntad divina. Unos y otros hemos descubierto que quien permanece fiel al Señor, comprueba, siempre, que el Señor es fiel con quienes lo honran y los honra, los pone en alto. Quien así sirve al Señor, descubre que, en efecto, quien se ha dispuesto a habitar al abrigo del Altísimo, está y estará siempre bajo el cuidado divino y será fortalecido, en todas las cosas, por aquel en quien ha puesto su confianza. Sí, no cabe duda que habitar al abrigo del Altísimo, el confesar que Dios es nuestra esperanza, nuestro casillo, aquél en quién confiamos, es, sobre todo, una cuestión de fe. Pero de una fe que es sostenida y recompensada por el Dios que nos ama.
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