Cultivar la comunión con Dios
1 Juan 3.1; 2.27; 3.24 NTV
A las personas nos inquieta Dios. No podemos permanecer insensibles ni impasibles ante él. Aún a muchos de aquellos quienes se asumen ateos, Dios los inquieta. Philip Yancey cuenta que Heinrich Böll, escritor alemán, comentaba: No me agradan estos ateos, siempre están hablando de Dios. Aún Voltaire, quien tenía una peculiar manera de creer en Dios, no necesariamente bíblica, propuso: Si Dios no existiera, sería necesario inventarlo. El hecho es que en unos y en otros, creyentes y no creyentes, se hace cierta la experiencia del salmista cuando dijo: Mi corazón te ha oído decir: Ven y conversa conmigo. Y mi corazón responde: Aquí vengo, Señor, no me des la espalda… Salmo 27.8, 9a NTV
La cuestión es que Dios nos anima a estar en comunión con él y que nosotros necesitamos, también, de su comunión. Sin embargo, cultivar dicha comunión se nos antoja una tarea terriblemente difícil. La razón de tal dificultad está en que hemos aprendido a que la buena comunión con Dios depende de las cosas buenas que podemos hacer y de las cosas malas que podemos evitar. Es decir, hemos aprendido que la comunión con Dios depende de nuestros méritos. Ignoramos, hemos aprendido a ignorar el hecho de que estar en Dios, que es lo que significa el estar en comunión con él, depende de lo que somos y no de lo que hacemos o dejamos de hacer.
El pecado nos ha convertido en enemigos de Dios y resulta claro que entre enemigos no puede haber una relación armónica. Así que, dada nuestra incapacidad para cambiar nuestra naturaleza de enemigos, Dios, quien nos ama tanto, dio a su Hijo Jesucristo para que por medio de él hiciéramos la paz con Dios. En consecuencia, todos los que hemos hecho nuestro el sacrificio de Cristo y entregado nuestra vida a Dios, hemos dejado de ser enemigos de Dios y ahora somos sus hijos. Así lo asegura Juan: Miren con cuánto amor nos ama nuestro Padre que nos llama sus hijos, ¡y eso es lo que somos! 1 Juan 3.1 NTV
De este hermoso pasaje se desprende que el hilo conductor de nuestra relación con Dios es nuestra condición de hijos y no los aciertos o desaciertos de nuestra conducta diaria. Por sobre todas las cosas, Dios nos ama. Por ello se alegra y se entristece con nosotros. Es decir, participa activamente de nuestra experiencia cotidiana. Dado que somos sus hijos se involucra en nuestra vida. No podría ser de otra manera dado que, como sus hijos, estamos en él, formamos parte de él. Exactamente de la misma manera que, dado que somos sus padres, nuestros hijos forman parte de nuestra vida.
Y, en tratándose de los hijos, aun cuando sus padres no correspondan a sus expectativas, se reconocen a sí mismos como hijos. Por lo tanto, saben que pueden contar con sus padres porque la relación filial supera cualquier diferencia entre unos y otros. Así no resulta infrecuente que en momentos torales, tanto los padres como los hijos vuelvan sus ojos unos a los otros. Deseando, necesitando y sabiendo que no están solos y que lo que enfrentan, sea bueno o sea malo, sólo puede vivirse satisfactoriamente con el concurso de aquellos a los que aman.
Desde luego, el amor ha de cultivarse porque de no hacerlo resulta dañado, se seca, se debilita, se entorpece. La comunión con Dios la cultivan, la fortalecen y perfeccionan, quienes responden diligentemente al llamado amoroso del Señor. Quienes como el salmista, reconocen la voz de Dios y responden a ella diciendo: Aquí vengo, Señor. ¿Cómo y cuándo escuchamos esta voz? Primero, al través de su palabra, la Biblia. Dado que: La palabra de Dios es viva y poderosa. Es más cortante que cualquier espada de dos filos; penetra entre el alma y el espíritu, entre la articulación y la médula del hueso. Deja al descubierto nuestros pensamientos y deseos más íntimos. Hebreos 4.12 NTV, la lectura y el estudio de la misma nos permite conocer mejor a Dios y a nosotros mismos. Nos sintoniza. Nos hace coincidir en pensamiento y/o en sentimientos. Como los hijos orgullosos de sus padres, el conocimiento de Dios que se desprende de la lectura de su palabra nos hace desear y buscar el ser cada día más parecidos a él.
En este deseo y esta búsqueda no estamos solos. Dios ama celosamente el espíritu que ha puesto dentro de nosotros. Asegura Santiago 4.5 DHH Ese espíritu es el DNA que corresponde a nuestra identidad de hijos suyos. Y, aunque en nuestra vida dañemos la comunión con él, como dicen los Hermanos Zuleta en su ballenato:
A veces quedan doliendo heridas que están cerradas aunque estén cicatrizadas por dentro siguen ardiendo… Entonces me busca o lo busco yo a él, porque… porque la sangre llama.
No hay nada que nosotros hagamos que pueda agotar el amor de Dios por nosotros. Pero sí hay algo que nosotros podemos hacer para que tal amor le resulte grato y gratificante: nuestra obediencia. Nuestra obediencia no lo hace amarnos, así como nuestra desobediencia no le impide hacerlo. Pero, así como la desobediencia lo entristece, nuestra obediencia lo alegra y lo anima a encontrar nuevas y más especiales expresiones de su amor para nosotros.
Por nuestra parte, le obedecemos porque deseamos complacerlo. Es decir, procuramos hacer lo que él desea porque sabemos que de esa manera lo agradamos, le causamos placer, provocamos su satisfacción. Todo lo hacemos animados por el amor que nos anima a reciprocicar el suyo y hacerle saber de nuestro interés para mantenernos en comunión con él. No olvidemos nunca que al estar en Cristo, el Espíritu de Dios, el que él nos dio, vive en nosotros. Así, al obedecer sus mandamientos permanecemos en comunión con él. 1 Juan 3.27 NTV
Eso de la paternidad no es un día de campo. Muchas veces nuestros amados hijos son también hijos incómodos. Nos lastiman, nos atacan, nos decepcionan. Dificultan nuestra relación con ellos. Así como nosotros dificultamos, también, la comunión con Dios, nuestro Padre. Pero, todos los que somos padres, tarde o temprano, decepcionamos a nuestros hijos. Algunas veces, Dios nuestro Padre también nos decepciona. No hace lo que esperamos, no es quien quisiéramos. Pero, haya razón o no para nuestro descontento él sigue asumiéndose nuestro Padre y sigue llamándonos a estar en comunión con él. Lo hace aunque su corazón esté dolido por nuestras faltas. Porque nos ama nos facilita el camino de la reconciliación, siempre nos abre el camino de regreso a casa. Como nos espera, ha movido su silla de la sala a la puerta, así está al pendiente de nuestro regreso.
Si Dios inquieta a las personas, nosotros inquietamos a Dios. Él no tiene paz cuando estamos lejos, porque nos ama. Él no está tranquilo ante nuestra inconformidad y nuestra rebeldía. Él nos llama, nos provoca, nos enseña el camino a casa. Mi padre nos formó con una invitación constante: Si alguna vez tienes que correr, corre a la casa. Su casa nunca fue: su casa. Siempre fue nuestra casa. Lo aprendió de Dios, estoy seguro. Así que, cuando dos se aman, lo mejor que pueden hacer es procurar estar juntos. La inquietud de Dios lo ha acercado a nosotros, dejemos que la nuestra nos permita permanecer siento y estando en él.
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