Amor, Amar lo que Dios Ama

2 Pedro 1.3-11

Solo el amor hace comprensible a Dios. Es decir, entender las razones que Dios tiene para ser quien es con nosotros y hacer lo que hace en nuestro favor. Si no supiéramos del amor divino, y lo experimentáramos en nuestro día a día, la benignidad, la paciencia y la provisión divinas nos resultarían incomprensibles. Pero, por su gracia, somos amados y este amor nos permite encontrar justificados o naturales los actos o sentimientos de Dios.

Sí, Dios es quién es y actúa como lo hace, por amor. Que lo máximo de Dios es su amor, explica que cuando la Biblia define, describe a Dios, lo hace diciendo: Dios es amor.

Por ello no resulta raro que Pedro establezca como el colmo de la perfección cristiana, el amor. El colmo, según el diccionario, es el punto que razonablemente no se puede superar. Es decir, cuando el creyente añade a su experiencia cristiana el amor, ha llegado al punto donde nada más resulta necesario.

El amor de Dios, y el que se nos llama a añadir a nuestra experiencia cristiana, es el amor ágape. Algunos traducen esta expresión como buena voluntad activa. Son tres los elementos que hacen al amor ágape: la bondad, la voluntad y la actividad. Ama con amor ágape quien es bueno y ama lo bueno. El creyente es bueno puesto que ha sido justificado por la sangre preciosa de Cristo y regenerado por el poder del Espíritu Santo. Así, todos los creyentes en Jesucristo, quienes son animados por el Espíritu de Dios que habita en ellos son, por naturaleza, buenos y están en condiciones de amar con amor ágape.

Sin embargo, quienes son buenos por naturaleza, son llamados a decidirse a amar. El amor ágape es, siempre, un acto de voluntad. En Cristo, ama como Dios lo hace quien se decide a hacerlo. No depende de las emociones, tampoco de la atracción, ni menos en los lazos familiares. Ama con amor ágape quien toma voluntariamente la decisión de amar la clase de amor con la que ha sido amado.

Esta voluntad de amar (1) empieza con una disposición hacia él, o lo, otro. (2) Sigue con el compromiso que nace no del otro, sino de uno mismo. (3) Por lo tanto, hace evidente la naturaleza de quien ama.

El tercer elemento que hace al amor ágape es la actividad. Cuando se ama con el amor ágape se actúa, porque no hay pasividad en el ágape. Quien ama ágape, es proactivo. Es decir, hace que la persona asuma la responsabilidad e iniciativa de amar en razón de su propia naturaleza y no dependiendo de las circunstancias, ni de las características, ni de la respuesta del otro.

Así es como Dios ama. Pero, ¿qué es lo que Dios ama? ¿A quiénes ama el Señor?

Dios ama lo bueno, lo santo. Es decir, Dios ama aquello que corresponde a su propia naturaleza. La Biblia asegura que no hay comunión entre la luz y las tinieblas. Dios es luz, por lo tanto él solo ama a aquellos y aquello que concuerda consigo mismo. Los deseos de la carne, los deseos de los ojos, la vanagloria de la vida, no son congruentes con la naturaleza buena y santa de Dios. Juan asegura: “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.” (1Jn 2.16).

Luego entonces, Pedro nos llama a discernir en nuestro día a día qué es lo que Dios ama y qué lo que él aborrece, para que actuemos en consecuencia. Cada uno de nosotros enfrenta cotidianamente diversas motivaciones y es atraído hacia distintas personas y cosas. El ejercicio del amor ágape nos permite elegir aquello que es digno de nuestra voluntad y entrega.

Dios ama a los pecadores. Para San Pablo, la principal evidencia del amor de Dios es que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. (Ro 5.8). De acuerdo con Juan 3.16, el amor ágape de Dios lo ha llevado a actuar proactivamente a favor de la humanidad, para mostrar su propia bondad redimiéndola del pecado y dándole la vida eterna.

Nosotros, que somos amados con amor ágape, también somos llamados a amar de la misma manera a quienes viven sin Dios ni esperanza. La tarea evangelizadora resulta natural en aquellos que aman con amor ágape.

Además, añadir a nuestra experiencia cristiana el amor ágape, implica la necesidad de replantear las relaciones con aquellos que han pecado contra nosotros. Que nos han lastimado, defraudado o traicionado. Obviamente, su proceder nos coloca en la disyuntiva de separarnos de ellos, así como ofrece la oportunidad de que alberguemos sentimientos y actitudes en su contra. La verdad es que resulta más natural el dejar de amarlos.

Pero, si no los amamos con buena voluntad activa, negamos el, y nos negamos al, amor ágape con que nosotros mismos somos amados. Terrible tragedia será que a la pérdida provocada por el pecado de nuestros semejantes, agregáramos la pérdida del amor ágape con que somos privilegiados.

Nosotros, los creyentes redimidos por Jesucristo, podemos aportar a la sociedad en que vivimos, la riqueza y los beneficios del amor ágape. Amando el bien y lo santo, amando con buena voluntad activa a quienes nos han dañado, podemos permear la desesperanza, contrarrestar la descomposición personal, familiar y social que resulta tan evidente y trágica.

Sí, añadir a nuestra experiencia cristiana el amor ágape, nos permite ser útiles y verdadero agentes de cambio que traen la bendición y aportan el gozo santo que tanta falta hacen en nuestros medios.

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