Perdona, Señor, mis Faltas Ocultas

Salmos 19

Es este un hermoso salmo. En cierta manera es un salmo integrador. Une el todo de la Creación, con la hermosura y el poder de la Palabra, teniendo la comunión del hombre con su Señor como el propósito sustentador de todo lo que existe. En este salmo podemos ver el amor de Dios y la necesidad ansiosa del hombre que lo ama por gozar de su aceptación y comunión.

Una vez más nos encontramos ante un salmista sensible. El testimonio de la grandeza de Dios y de su incomparable poder, lleva al escritor sagrado a preguntarse respecto de su propia condición. El carácter de Dios siempre resulta contrastante del carácter del hombre. Sea que el primero se manifieste en las obras de su Creación, o en la riqueza y el poder de su Palabra, siempre contrasta, hace evidente, la naturaleza y condición del ser humano.

Sin embargo, para cada persona en particular, el elemento clave para tal contraste es, precisamente, la sensibilidad de la misma. Sólo quienes como resultado de su búsqueda amorosa de Dios ansían su presencia, pueden darse cuenta de lo que les une y de lo que les separa de Dios.

Tal el caso del salmista. Es una persona temerosa de Dios. Goza de su comunión con el Señor. La Palabra ha cumplido su propósito en él: le ha dado nueva vida, le ha hecho sabio, ha traído alegría a su corazón, ha dado luz a sus ojos, ha generado un temor limpio que permanece para siempre. ¿Qué más puede necesitar el salmista para estar en comunión perfecta con su Señor?

De lo que se ve, de lo que se tiene conciencia, no parece faltar nada. Una experiencia conocida por nosotros. Leemos nuestra lista, analizamos nuestra conducta y llegamos a la conclusión de que estamos bien. Pero la sensibilidad del salmista –que conlleva el temor de perder la comunión, de ser alejado de la presencia-, le hace ir más allá. Se pregunta: ¿Cómo puedo tener conciencia de todos mis errores? ¿Y qué de lo que no veo? Y entonces pide: “Perdona, Señor, mis faltas ocultas”.

Esta sencilla oración, es profunda y reveladora del carácter humilde del salmista. Acepta que hay cosas que le son propias, que son suyas, pero que permanecen ocultas para él mismo. Es presuntuoso suponer que tenemos conciencia de todos nuestros errores. Además, resulta peligroso. Pensar así, estar convencidos de nuestra propia justicia, es fruto del orgullo. Lo malo de este es que se disfraza de piedad, de justicia, de indignación. Pero sigue siendo orgullo.

“Quítale el orgullo a tu siervo; no permitas que el orgullo me domine”. Señor, pide el salmista, no dejes que sea presuntuoso, arrogante. En otras palabras, “no permitas que sea engañado por mi propia pretensión de justicia”. “No me dejes creer que no hay error en mi corazón”. Esta presunción, este convicción arrogante, nos lleva a rechazar el consejo, la reprensión, el que se nos pida que demos cuentas. Nos sentimos heridos, ofendidos, agredidos, porque pretendemos que no hay falta en nosotros. Al cerrarnos así, impedimos, obstaculizamos el propósito y la tarea purificadores de Dios a favor nuestro.

El salmista, ansioso de la presencia y comunión divinas, no quiere que haya nada que lo separe de su Señor, ni palabra ni pensamientos. Su oración es que estos sean aceptables, gratos. No le basta con que sus palabras –lo evidente-, sean aceptables; necesita que sus pensamientos también lo sean. Es el deseo de un hombre sensible, es el deseo de un hombre en comunión con Dios, para quien conservarse así resulta lo más importante de su vida. Que sea este nuestro propósito, que sea esta nuestra búsqueda; que Su comunión sea la razón de ser de nuestra vida.

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