Obediencia, fruto de la libertad
Romanos 16.19 NTV
Una de los mentiras que más seguidores tiene es que la libertad y la obediencia se contraponen es decir, que se estorban entre sí. Quienes creen y defienden tal cosa entienden la obediencia como una limitante para su libertad. Por lo tanto, en su anhelo de ser libres rehúyen a todo aquello que pueda atraparlos.
En tal afán hacen suyo el engaño de Eva, quien creyó la promesa del diablo cuando este le aseguró, que al desobedecer al Señor, podrán saber lo que es bueno y lo que es malo, y que entonces serán como Dios. Génesis 3.5 DHHK Este podrá saber debe entenderse como ustedes podrán decir lo que es bueno y es malo. Mentira, sí, pero una mentira sumamente atractiva y deseable.
Desde siempre, nuestro enemigo nos ofrece una falsa proposición: la verdadera libertad consiste en no tener que obedecer, o en desobedecer aquello que nos limita, que coarta nuestro derecho a decidir por nosotros mismos. Lo peor del caso es que muchos de nosotros, como Eva y Adán lo hicieran, hemos creído tal mentira. Hemos aprendido que la obediencia es una limitante que ofende nuestra identidad y que, en tanto que somos libres no tenemos por qué obedecer a nadie o a nada. Y, cuando tenemos que hacerlo, sufrimos pensando y sintiendo que nuestra valía se ve disminuida y nuestra dignidad amenazada.
La perspectiva bíblica es, desde luego, diametralmente diferente. En el contexto bíblico sólo pueden obedecer las personas que son verdaderamente libres. Es decir, la obediencia es un atributo de quienes han sido liberadas por Jesucristo. Quien no es libre no obedece, sólo se somete, es decir, es sujetado y humillado sin tomar en cuenta su voluntad.
Al respecto, en el interesante pasaje que hemos leído, Pablo declara que uno es esclavo de todo lo que decide obedecer. Por ello, quien es esclavo del pecado, ni puede elegir lo que cree y hace, ni, lo que es más importante, tiene conciencia, no se da cuenta, de su condición esclavizada. Dado que el diablo ha cegado su entendimiento, su mente, no es capaz de tomar consciencia de su condición. Como no son capaces de ver la gloriosa luz de la Buena Noticia (2 Corintios 4.4), tampoco pueden darse cuenta de que viven en la oscuridad, Por lo tanto, no eligen, simplemente obedecen aquello que Satanás anima en ellos. Su vida es dirigida por los deseos desordenados que los animan.
La libertad de elección, propia de quienes están en Cristo, es el presupuesto de la obediencia por cuanto esta consiste en el dar oído, saber escuchar, comprender lo que se escucha decir, a alguien o algo. Quien tiene la capacidad para comprender lo que escucha y reconoce la pertinencia de ello y la autoridad de quien lo dice, elige. Entonces, actúa en consecuencia con su elección. Es de esta forma: escuchando – comprendiendo – eligiendo, que se está obedeciendo.
La obediencia va de la mano de la confianza. Aquí consideramos el término confianza en su doble sentido: tener total fe y fidelidad. Quien obedece, lo hace porque cree en aquel a quien escucha y piensa que lo que dice es cierto para él. Por eso decimos que la obediencia sigue a la fe. Al respecto, el autor de la carta a los Hebreos explica que la desobediencia de los judíos, misma que les llevó a ser desechados por Dios, fue resultado de su propia incredulidad. Hebreos 3.18,19
Creer es, siempre, una cuestión excluyente. Quien cree al diablo, deja de creer en Dios. No se puede tener fe en Dios y fe en el diablo al mismo tiempo. Una fe excluye a la otra. Una confianza excluye a la otra. Por eso conviene preguntarnos: ¿En quién creemos, quién es el depositario de nuestra fe? ¿A quién le otorgamos nuestra confianza? Esta, que es una cuestión íntima, del corazón, se hace evidente de forma práctica y pública, precisamente, en la obediencia.
W.E. Vine, dice al respecto: “La obediencia pertenece a la esfera de la conducta, y puede ser observada. Cuando una persona obedece a Dios da con ello la única evidencia posible de que en su corazón cree a Dios”.
Obedece quien confía, confía quien conoce y conoce quien está en relación.
He venido animándolos para que nos propongamos abundar en el cultivo de nuestra santidad (en tanto pureza y consagración), así como en el reforzamiento de nuestro compromiso personal y congregacional en nuestro servicio a Dios y en el fortalecimiento de nuestro testimonio, siendo luz y sal del mundo, al mismo tiempo que anunciamos el evangelio y hacemos discípulos. Pero, debo hacer hincapié en ello, vivir así, siendo santos, comprometidos y dando testimonio, sólo tiene sentido, razón de ser, si efectivamente creemos en el Dios de Jesucristo y nos proponemos esforzarnos en la obediencia a su Palabra.
Mantener y profundizar nuestra relación personal con Dios es el presupuesto básico de nuestra obediencia. Primero, porque al abundar en nuestra comunión con él es que conocemos su carácter y su propósito. Es decir, comprendemos mejor quién es él y cuál es su voluntad, para el mundo entero y para nosotros en lo particular. Además, mientras más íntima es nuestra relación con él, mayores evidencias tendremos de la veracidad y actualidad de su Palabra.
Esto lo logramos no porque le veamos hacer más cosas, más milagros, sino porque lo conocemos mejor. Nuestra confianza no es fruto sólo de lo que Dios hace, sino de lo que él es y significa para nosotros. Es su ser lo que nos convence sobre la justicia y conveniencia de lo que nos ordena.
Tal el caso de Pedro. Lucas (5,5ss), nos cuenta que Jesús, el carpintero, ordena a Pedro, el pescador, que entre al mar y eche las redes. El discípulo le contesta: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando y nada hemos pescado; pero en tu palabra echaré la red. Pedro nunca había visto pescar a Jesús. Pedro sabía más de pesca que el carpintero Jesús. Pero, Pedro confiaba en Jesús y echó las redes, Cuando lo hicieron, recogieron tal cantidad de peces que su red se rompía, relata Lucas.
Algunos de entre nosotros han estado trabajando toda la noche y no han pescado nada. Es decir, lo que son y tienen en la vida no compensa el esfuerzo, el sacrificio y aún el dolor invertidos. Quizá, y es este un buen momento en nuestra vida para considerarlo, se debe a que, a veces, somos más hijos de Eva, que de Dios mismo: hemos querido decidir por nosotros mismos lo que es mejor, qué es aquello que vale la pena hacer y en qué nos conviene invertir. El resultado: redes vacías.
Quien obedece es quien se deja ganar por aquel que le llama.
Conociendo las luchas a las que muchos de ustedes están enfrentados, siendo testigo del cansancio, la frustración y la desesperanza que no pocos están viviendo, les invito a que nos dejemos persuadir por Dios. A que nos pongamos bajo la autoridad de su Palabra. A que obedezcamos ese llamado que, por más que hemos hecho por ignorarlo, sigue haciéndose presente en el todo de nuestra vida.
Les animo para que, como Pedro, seamos obedientes aún cuando nos parezca que el que nos ordena, poco o nada sabe o comprende de nuestra vida. Les animo también para que seamos humildes y estemos dispuestos a correr el riesgo de obedecer aquello que Dios anima en nuestros corazones por medio de su Espíritu y de su palabra. Pero, desde luego, les invito a que abundemos en el cultivo de nuestra relación personal e íntima con Dios. Porque sólo en su comunión encontraremos razón para obedecerle.
A esto los animo, a esto los convoco.
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