Seguirán de pie, firmes
Efesios 6.10-13
Llama mi atención, en nuestro pasaje, que lo que Pablo llama una palabra final siga al largo tratamiento que el Apóstol ha dado al tema de las relaciones familiares. Pudiera tratarse de una mera coincidencia, de una especie de síntesis que destaca la importancia de todos los temas tratados en su carta.
Pero, dada la atención e importancia que Pablo concede al qué y el cómo de las relaciones familiares, pudiera tratarse de una indicación particular respecto de la trascendencia espiritual de dichas relaciones.
Parecería que el Apóstol llamase la atención al hecho de que el cómo de las relaciones familiares es mucho más que mera dinámica humana y que estas adquieren una dimensión espiritual tanto en su origen, como en su proceso y en aquello que es fruto de las mismas.
Apunto lo anterior porque no hay relaciones que afecten más, positiva o negativamente, nuestro ser integral (espíritu, alma y cuerpo), que las relaciones familiares. Estas nos sanan o nos enferman, nos enriquecen o nos desgastan, nos acercan a Dios o nos alejan de él.
En síntesis, las relaciones familiares tienen el poder para destruirnos o para ayudarnos a permanecer de pie una vez que han pasado las pruebas de la vida.
Este permanecer de pie, firmes es, a todas luces, el asunto más importante de la vida cristiana según la conclusión paulina a la carta a los Efesios. Fijémonos que la invitación a revestirnos de la armadura de Dios no tiene como propósito el protegernos evitando que seamos atacados por los gobernadores malignos, las autoridades del mundo invisible, las fuerzas poderosas de este mundo tenebroso y los espíritus malignos.
No, la armadura de Dios no evita tales ataques. Tampoco evita el que seamos lastimados o conmovidos por tales poderes. Lo que sí hace, de acuerdo con Pablo, es que nos permite resistir al enemigo en el tiempo del mal y, que después de la batalla, todavía sigamos de pie, firmes.
El versículo dieciocho contiene una recomendación que da una dimensión temporal a la disposición y tarea del ponernos toda la armadura de Dios. En no pocos casos, en situaciones de crisis, hemos recomendado o nos han recomendado que nos vistamos con la armadura de Dios. Pero lo cierto es que quien, cuando llega el momento de la crisis quiere protegerse, ponerse la armadura, descubre que el momento del ataque enemigo no es el mejor momento para hacerlo.
Por ello, cuando el Apóstol se refiere a la importancia de la oración lo hace en el contexto de la prevención. Nos anima a que nos mantengamos alerta y a que seamos persistentes en nuestras oraciones.
Propongo a ustedes que las crisis familiares pueden ser fracasos o tragedias. Las tragedias son sucesos, es decir, accidentes desgraciados. Situaciones impredecibles que afectan o destruyen a las personas y a las familias: enfermedades imprevistas, muertes súbitas, pérdidas inesperadas, etc. Las tragedias ponen a prueba la fortaleza y la estabilidad de las personas y de las familias.
Los fracasos son pérdidas que resultan del no haber sabido aprovechar algún tipo de recursos disponible. Más aún, son pérdidas que resultan del descuido o maltrato de lo que se ha conseguido. Son malogros, el no llegar al desarrollo pleno de algo que hemos iniciado, aun cuando en su comienzo contábamos con los recursos para hacerlo.
Con frecuencia escucho a quienes se quejan de las infidelidades, los malos tratos y la violencia que sufren a manos de sus parejas. Por lo general, no se trata de situaciones recientes, sino de formas de vida que se han extendido por años y han ido creciendo en grado y frecuencia. Quienes se quejan se lamentan por las pérdidas acumuladas: heridas, distanciamiento, daños emocionales en los hijos, caída en adicciones, etc.
Cuando pregunto el por qué se ha ocultado, tolerado y auspiciado tal dinámica familiar, las respuestas son muchas y muy comunes: Que si el amor, que si los hijos, que si la fe, que si esto o que si aquello. Lo cierto es que, lejos de mejorar, la relación se deteriora cada vez más y sus efectos colaterales alcanzan a más miembros de la familia y los dañan más profundamente.
Conozco el caso de una familia en la que la hija soltera es quien atiende de tiempo completo a sus padres. Ella ya está cansada, ha tenido que renunciar a su vida para hacerse cargo de la de sus padres. Tiene sentimientos encontrados hacia sus seis hermanos que no la apoyan pero sí la critican. Sin embargo, cuando hablo de esto con la madre, ella defiende a sus hijos ingratos argumentando que ellos sí trabajan y su hija menor no.
Por demás estar decir que esta hija está amargada y que la familia vive una profunda separación de hecho. Unos y otros de sus miembros están resentidos, distanciados y acumulando facturas por cobrar.
También recuerdo el caso del padre que asume la responsabilidad de su hijo que alcoholizado, choca por huir del alcoholímetro. Situación que se repite frecuentemente, en diferentes formas y grados, dado el carácter inmaduro del hijo mimado por el padre. Cuando le señalo a este que así sólo contribuye a la inmadurez del hijo, me responde diciendo que proteger a su hijo es su principal tarea como padre.
Al pasar de los años, el hijo ha evidenciado su inmadurez. Incapaz de asumir su responsabilidad personal, va por la vida buscando quién lo rescate y echándole la culpa a los demás por las pérdidas acumuladas en su día a día.
Creo que estarás de acuerdo conmigo en que lo que este tipo de familias enfrentan hoy en día es fracaso y no tragedia.
Estaremos de acuerdo que la mayoría de las crisis familiares que enfrentamos son fracaso, y no tanto, tragedias. De ahí la importancia de que nos pongamos toda la armadura de Dios para poder mantenernos firmes contra las estrategias del diablo, antes, a lo largo del desarrollo de nuestras relaciones y cuando las dificultades han pasado y no sólo cuando las crisis hagan su aparición.
Hablar y vivir la verdad, cultivar la paz, anunciar el Evangelio, hacer lo bueno, fortalecer nuestra fe diariamente, cuidar de nuestra salvación celosamente, conocer y vivir la palabra de Dios, orar en el Espíritu, mantenernos siempre alerta –previendo las posibles consecuencias de lo que hacemos y dejamos de hacer-, ser persistentes en nuestras oraciones por los demás.
Todo ello es lo que nos prepara, fortalece y, a final de cuentas nos permite, permanecer firmes cuando la batalla ha pasado.
Este seguir de pie se refiere tanto a mantenernos firmes en nuestros propósitos relacionales, cuando así conviene; como el que las pérdidas sufridas en la batalla no nos destruyan o derriben permanentemente, ya en lo personal, ya en lo familiar.
Permanecer de pie, mantenernos firmes como cristianos, que es a ello a lo que Pablo se refiere, contribuye a detener el deterioro personal y familiar, así como a evitar la multiplicación de las pérdidas ya sufridas.
Pero, nadie que ha ido a la batalla de las relaciones familiares sin estar vestido de la armadura de Dios puede aspirar a resultar vencedor cuando la crisis le alcance. Y, debo insistir, la armadura de Dios se coloca desde antes de entrar en batalla.
Aquí debo enfatizar la importancia de la prevención, es decir de la preparación para hacer algo o para evitar un riesgo. Muchos de los fracasos que enfrentan nuestras familias se gestaron aún antes de ser familia. No pudimos prevenir, es decir, no pudimos tomar precauciones o medidas por adelantado para evitar un daño, un riesgo o un peligro. Como no buscamos la dirección del Señor, no pudimos prever. Es decir, al iniciar el camino familiar no pudimos leer las señales que nos advertían si el camino era bueno o si resultaba preferible no caminarlo.
El hecho es que ya estamos caminando el camino de las relaciones familiares. De poco nos sirve lamentarnos no haber prevenido ni previsto antes de empezar a caminarlo. Pero la gracia del Señor nos permite prevenir y prever a partir de nuestro aquí y ahora.
Por gracia es que podemos revestirnos de Cristo (Efesios 4), vestirnos del hombre nuevo y disponernos así a caminar lo que queda por delante de los caminos familiares a la luz de Cristo.
Podemos empezar orando en el Espíritu en todo momento y en toda ocasión. Es decir, podemos disponernos a ser guiados por el Espíritu Santo en el cómo enfrentamos lo que estamos viviendo y respecto de las decisiones que conviene tomar, adecuada y oportunamente, para no seguir dando lugar al diablo y así poder seguir de pie y firmes en el camino del Señor.
La oración en el Espíritu contrasta contra la oración en la carne porque en la primera decidimos que seremos guiados por el Señor y no por nuestros deseos, emociones y afectos. Es una oración de renuncia, aún es una oración sacrificial, pero es la oración que tiene por fruto la victoria y la firmeza ante las estrategias del diablo.
A ti que estás enfrentando el fracaso familiar, te recuerdo que somos cuerpo de Cristo, su iglesia. Algo que sucede entre los soldados es que se ayudan unos a otros a revestirse con la armadura que utilizan cuando salen a la batalla. Como familia de la fe tenemos mejores recursos, mejor armadura, que como meras familias consanguíneas.
Somos, podemos ser, como una fuerza de élite que apoya y acude al rescate de quienes están en riesgo de perder pie. Podemos prevenirnos mutuamente, podemos capacitarnos unos a otros, podemos ayudarnos mutuamente y, lo mejor, podemos enfrentar juntos el ataque espiritual al que estamos sujetos.
Nuestras familias están siendo lastimadas, diezmadas, derribadas. Pero no podemos darnos el lujo de ceder el terreno, de abandonar el campo, de bajar nuestra bandera. Los tiempos y las circunstancias que vivimos son oportunidad propicia para que nos unamos y nos propongamos seguir adelante, puestos los ojos en el autor y consumador de nuestra fe, Jesucristo.
Es tiempo para que quienes están mejor pertrechados les hagan casita a quienes no están vestidos adecuadamente para la batalla. Así, podremos, todos juntos, permanecer firmes cuando estos días de angustia se hayan terminado.
A esto los animo, a esto los convoco.
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