Después de la batalla
Efesios 6.13 NTV
El reto planteado por el coronavirus ha dejado de ser un asunto chino, para convertirse en un asunto nuestro. Afecta ya nuestro aquí y nuestro ahora y altera, poco a poco, el todo de nuestra vida diaria. Así, la crisis se está personalizando, ya es un asunto en el que cada quien la enfrenta individual e interiormente, antes de hacerlo familiar y socialmente. Desde luego, son el temor, la confusión y la inseguridad los elementos más comunes ante el reto enfrentado. Y, dado que esta pandemia está haciendo iguales a todos, sin distinción de razas, niveles socioeconómicos, preparación, creencias, etc., está también revelando cuán iguales y frágiles resultamos todos ante los retos torales de la vida.
Como muchas otras crisis, la presente lleva a muchos al terreno de las cuestiones espirituales. Dios es puesto sobre el escenario tanto por creyentes como por incrédulos. Entre los primeros no faltan los que aseguran que el coronavirus es un ángel justiciero de Dios quien, harto del pecado humano, castiga a la humanidad. Eso, sí, aseguran algunos de ellos: para así provocar al arrepentimiento y a aceptar el amor de Dios. Complejo razonamiento esto. Otros no dudan en culpar al Dios en quien no creen de ser perverso, insensible y un fraude. Se preguntan dónde está ese Dios de amor, al que, en los tiempos buenos, ni le creen ni lo toman en cuenta.
Y, no cabe duda de que situaciones como la que enfrentamos nos obligan a replantearnos los principios de nuestra cosmovisión y aún de nuestra fe. Aún desde la fe resulta difícil entender lo que pasa y aceptar la razón de ello. Porque la cuestión es mucho más que enfermedad y muerte. Implica una acumulación de pérdidas tangibles e intangibles que resultan mucho más trascendentes y poderosamente letales que aún la mera pérdida de la vida. Leí un encabezado periodístico en el que una mujer declara tenerle más temor a no poder vender su mercancía en la calle, que a caer enferma del coronavirus. Su temor resulta comprensible pues el no poder vender representa enfrentar una batalla que traerá mucho más pérdidas, dolor y sufrimiento para ella y los suyos.
Las crisis como la que enfrentamos cuestionan algunos de los que podemos llamar presupuestos mercadológicos del anuncio del evangelio. Se trata de esas propuestas promotoras de un triunfalismo asociado a la fe cristiana. Si vienes a Cristo, aseguran algunos, tu vida será feliz, sin problemas, de triunfo en triunfo. Y, aún asumiendo la sinceridad de quienes lo ofrecen y de quienes lo creen, lo cierto es que tal propuesta dificulta aún más el enfrentar las batallas absurdas de la vida. Porque quienes prometen y anuncian tal mensaje, tienen que añadir a la prueba sufrida el cuestionamiento de aquello que da razón y sustento a su fe y a su experiencia religiosa.
Lo cierto es que la Biblia no ofrece un salvoconducto para quienes creen y sirven a Jesucristo. Por el contrario, la Biblia advierte que los días malos son connaturales a la existencia humana. Además, de que, advierte, la condición de creyentes hace aún más vulnerables a estos a la incomprensión, la persecución y el sufrimiento. La Historia registra testimonios abundantes de las comunidades de creyentes que, en tiempos difíciles han sido segregados, perseguidos y acusados de los males de la sociedad. En días pasados, un funcionario del gobierno español tuvo que retractarse y ofrecer disculpas públicas a la comunidad evangélica española, dado que la había acusado de ser corresponsable de la crisis del coronavirus.
Así que la crisis no sólo pone a prueba nuestra fe, sino que nos pone a prueba a nosotros mismos. Pone a prueba nuestra congruencia. Esto, porque hace evidente nuestra fragilidad ante la vida. Y, creo, este es un aporte, un beneficio, presente en las crisis de la vida. Ello porque el asumirnos débiles nos libera de la compulsión de parecer siempre fuertes, del hacer nuestra la responsabilidad de resolver todos los retos que enfrentamos. Los tiempos de crisis son tiempos de solidaridad en los que no sólo resulta importante el ayudar a otros, sino a quién y a quiénes estamos unidos.
En los tiempos de crisis toma sentido la declaración de nuestro Señor Jesús, cuando dijo: Separados de mí no pueden hacer nada. Juan 15.15 NTV Porque, la pregunta crucial al enfrentar cualquier crisis no es ni sobre su origen ni razón, la cuestión fundamental es saber a quién estamos unidos, quién es la fuente de nuestra fortaleza. Porque es de tal fuente de la que depende el cómo habremos de estar cuando la crisis haya quedado atrás.
Las batallas terminan para todos, de ello no cabe duda. La cuestión es si al acabar la batalla estaremos firmes o no. Si habremos perdido más que lo que la batalla nos quitó o si, aún habiendo perdido mucho, podemos seguir adelante. La respuesta depende, insisto, de a quién estamos unidos durante la batalla. Y, es aquí donde encontramos razón para la esperanza que resulta del evangelio. Quienes estamos unidos a Cristo somos más que vencedores, asegura Pablo. Y esto se debe a que, cuando estamos en Cristo, mientras más débiles y frágiles somos, su poder se hace más y más evidente.
Evidencia que, en no pocos casos, se muestra en el hecho de que somos libres de las dificultades que otros enfrentan. Pero, más aún, el poder de Dios en nosotros se manifiesta en el hecho de que, aún lastimados por la vida, perdedores de lo que atesorábamos y más solos que antes de entrar en batalla, podemos permanecer firmes y capaces para seguir viviendo y haciéndolo en fe y para la honra y gloria del Señor.
Decía mi madre hace poco, ante la propuesta de sus nietas para organizar una reunión familiar, que habría que esperar a ver si seguimos vivos cuando pase la pandemia. Lo cierto es que, en esto, como en muchas cosas, no sabemos lo que va a pasar. Pero, termino animando a ustedes a que enfrentemos esta crisis en la certidumbre de que esta batalla pasará. Y que nosotros seguiremos estando firmes en nuestra fe y propósito gracias al amor de Dios que se manifiesta en nuestro Señor Jesucristo.
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Etiquetas: Confianza, Coronavirus y Fe, Fragilidad, Pandemia
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