Sepa yo cuán frágil soy
Salmo 39.4
En 1986, como consecuencia del apoyo que prestamos a las organizaciones populares de damnificados por los sismos del 85, sufrimos de presiones, intimidaciones y de diversas amenazas desde diversos sectores gubernamentales. En algún momento, las intimidaciones se convirtieron en amenazas de muerte. Al comentar una de tales llamadas con una persona que había pasado por lo mismo en su país, esta me miró calmadamente y me dijo: No te dijeron nada que tú no sepas, te vas a morir. A casi treinta y cinco años de distancia sigo agradeciendo la sabiduría de tal declaración, misma que me ha ayudado a ver la muerte, y, sobre todo, la vida desde una perspectiva diferente.
En los últimos días he recordado esto motivado, más por las reacciones ante la pandemia que nos aqueja, que por los efectos que la enfermedad misma ha causado entre nosotros. Desde luego, es la preocupación, ese estado de desasosiego, inquietud y temor ante el problema, la reacción más evidente. Y, propongo a ustedes, que tal estado de desasosiego, de intranquilidad y ansiedad, resulta de la sorpresa que nos provoca el descubrirnos, de repente, tan débiles y frágiles ante la realidad de la vida. Ello porque la amenaza que representa el coronavirus viene a hacer presente una verdad que hemos sabido siempre, pero, que hemos aprendido a ignorar, a mantener fuera de nuestra cosmovisión personal, familiar y social: somos mortales y vamos a morir.
Estudiosos sociales, religiosos, filósofos y observadores de la conducta humana coinciden que la pandemia que enfrentamos, al hacer evidente la fragilidad humana ante la autonomía de la vida, pone de manifiesto un desorden, un acercamiento inadecuado a las cuestiones fundamentales de la vida. Quienes viven en automático, sin considerar la naturalidad de la muerte, es decir, que es natural que la vida se acabe, terminan por engañarse a sí mismos, dando mayor valor a lo que no lo tiene y desentendiéndose de lo trascendente. Asumiendo que la vida dura para siempre, no se ocupan de valorar, cultivar y privilegiar lo que da sentido a la misma. Ello porque lo secundario se vuelve lo principal, pero sin el cimiento que hace a este lo esencial del ser y del quehacer humano.
Déjenme tratar de explicarme con este ejemplo. Paradójicamente se ha utilizado la expresión aislamiento social para referirse a la toma de distancia física que previene del coronavirus. Pero, cada día se tienen más elementos para reconocer que la convivencia forzada de los familiares sólo hace evidente al aislamiento como la realidad cotidiana de muchas familias. El hecho de aislar: la soledad, la separación física y afectiva, mismas que van desde la pasividad relacional hasta las diversas manifestaciones de violencia intrafamiliar, sólo revelan el descuido que unos y otros tenemos respecto de las cosas importantes: el cuidado y cultivo de nuestras relaciones nucleares, por ejemplo. Descuido que es fruto de la prioridad que damos a cuestiones que, si bien son importantes, no lo son más que el fortalecimiento de nuestros lazos familiares, la formación integral de los hijos, el cuidado de los más vulnerables, el respeto a nuestros cónyuges, etc.
Y es que asumir que la vida dura para siempre o que podemos prolongarla con nuestros recursos, conlleva el error de considerar como propios, normales y renovables los recursos vitales. Quien considera normales las cuestiones torales de la vida deja de apreciarlas, y, por lo tanto, de cuidarlas. Además, quien considera que las cuestiones torales de la vida forman parte intrínseca de la misma, resultan incapaces de apreciar la dimensión extraordinaria de las bendiciones que enriquecen su vida. Dejan de sorprenderse por el plato de comida frente a ellos, por el beneficio de la casa donde pueden protegerse, del hecho mismo de que al abrir la llave salga el agua que necesitan. Y, qué decir de la bendición de la salvación que Dios nos ha dado en Jesucristo, de la bendición que resulta ser la familia de la fe, o la bendición que resulta de la esperanza bienaventurada que da ánimo, consuelo y fortaleza a nuestra vida.
Creo que ante el reto que representa la situación excepcional que estamos viviendo a nivel mundial se nos presenta la oportunidad de la conversión. Es decir, del volvernos y caminar la vida en sentido contrario a como lo hemos venido haciendo. Para empezar, conviene que asumamos la naturalidad de la muerte y que vivamos sabiendo y considerando que nuestra vida tiene un final. Resulta interesante que cuando el salmista le pide a Dios que le permita reconocer cuán frágil es, utilice la expresión: déjame saber que soy vacante. Es decir, que no tengo ocupación permanente. Para el cristiano, la vida física es apenas introducción a la vida eterna. Por lo tanto, puede confiar que el término de esta vida es principio y no final. Es victoria y no fracaso.
Quien vive con tal conciencia de precariedad no pierde, por el contrario, obtiene mucho más que quien vive asumiéndose fuerte, lleno y permanente. Porque quien se asume frágil aprende a tener mayor cuidado de sí mismo y de los dones de vida recibidos. Sabe que ni él mismo ni lo que tiene tienen garantía de permanencia, así que al considerarlos extraordinarios no sólo mantiene su capacidad de asombro ante los mismos, sino que los valora y administra de manera diferente. Aprecia, cuida y comparte lo recibido al saber que ni es suyo ni resulta de su esfuerzo. Y, como sabe que lo que tiene no es suyo, ni siquiera su propia vida, aprende a vivir para honra y gloria de Dios, abundando así en su comunión con él. Y, desde luego, quien valora, disfruta.
Finalmente, quien se asume frágil y agradecido encuentra el camino de la paz, la tranquilidad y la confianza. Primero, porque sabe que en estricto sentido la vida no depende de lo que él, o ella, es o hace. Comprueba que la vida es don y que nosotros somos tierra en la que la semilla de la vida es sembrada. Además, porque no somos nosotros quienes la hacemos crecer, sino Dios en nosotros quien da el crecimiento. Que, por lo tanto, así como los dones que recibimos son de Dios, también nosotros lo somos. Ello significa que lo que somos lo somos en él y que lo que vivimos lo vivimos también en él. Estamos en él, estamos seguros, entonces. Es por eso que junto con el Apóstol Pablo podemos vivir convencidos de que, si vivimos, queremos hacerlo para servir a Cristo, pero si morimos, salimos ganando. Filipenses 1.21 TLAI
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