Por envidia o por celos
Santiago 3.13-16 TLAD
Empecemos diciendo que los celos no tienen que ver, necesariamente, con el amor. Mucho menos, cuando se trata de los celos obsesivos, de la celotipia. Desde la perspectiva neo testamentaria, los celos son una excitación de la mente, fervor en favor de alguien o algo, o una envidiosa y contenciosa rivalidad que busca castigar a alguien. Desde luego, el fervor que favorece a alguien lleva a desear a la persona y a experimentar dolor cuando esta se distancia afectivamente o, de plano, traiciona a quien le ha entregado su amor. Tal el caso de Dios, que entre sus atributos tiene el de ser celoso con los que ama. Éxodo 20.5, esto implica que dado que nos ama él no está dispuesto a compartirnos con nadie más.
Desafortunadamente, los celos que nos agobian, insisto, poco tienen que ver con el amor. Antes que ver con el ser amado (pareja, hijos, hermanos, amigos, etc.), tiene que ver con las inseguridades y prejuicios de quien cela a otros. Los celos obsesivos poco tienen que ver con la actitud o conducta del otro, son resultado de los temores, la experiencia de vida y la necesidad de explicarse a uno mismo en función de los demás. Los relatos bíblicos que tratan de los celos como factor de relación entre las personas: Caín y Abel, Jacob y Esaú, Lea y Raquel, etc., así lo confirman. En la historia bíblica, como en la historia de muchos, quienes resultan animados por los celos son personas que llevan a sus relaciones actuales las amarguras, las heridas y los temores resultado de experiencias vitales desafortunadas.
El estudio de tales casos nos permite identificar tres constantes en quienes se dejan llevar por los celos obsesivos. Primero, interpretan al otro en función de sus propios prejuicios y guiones de vida. Como en las obras de teatro, los guiones de las mismas proveen los argumentos de los actores. Es decir, dictan lo que el actor dice. En la vida hemos aprendido a argumentar, a explicarnos y explicar a los demás en forma acorde a nuestro guion de vida. De ahí que no nos acerquemos a los otros de manera objetiva, sino interpretando a modo lo que son y hacen. De esa manera complementamos y damos sentido a nuestra vida.
La segunda constante consiste en imputar a otros de lo que es propio de quien cela. Este es un término importante porque significa tanto hacer responsable a otros de las conductas inadecuadas propias, como responsabilizar a terceros de las pérdidas o tragedias personales sufridas. De manera no objetiva, el celoso obsesivo acusa sin tener elementos concretos que sustenten su acusación. Su percepción le es suficiente y el rechazo que el acusado haga de la misma se convierte en un argumento de prueba de la veracidad y validez de tal acusación.
La tercera constante resulta casi natural, quien cela, castiga. Dado que asume su prejuicio e imputación como válidos, al mismo tiempo que se asume víctima de la perversidad del otro, se considera con el derecho para castigar a quien percibe como un defraudador, un traidor o como un enemigo de hecho. El castigo puede ser pasivo o activo. Caín mató a Abel, Lea convivió en la misma casa con Raquel, pero se ocupó de manipularla y de provocar su malestar cotidianamente. Jacob no se peleó con Esaú, pero le despojó de la primogenitura.
Alguien habrá de preguntarse sobre los celos que resultan de la traición o el desengaño como resultado de conductas reales de los que amamos y no de meras percepciones. Lo primero que debemos entender es que, en tratándose de relaciones matrimoniales, la traición rompe, termina con, dicho modelo relacional. Quien falta de hecho a los votos matrimoniales, rompe el vínculo matrimonial. Modifica la relación y quita el sustento de los presupuestos matrimoniales. Quien engaña, quita al engañado cualquier razón para que siga esperando que cumpla con sus promesas y compromisos dado que ha roto el vínculo que da sentido a las mismas.
Sería absurdo, un total contrasentido, que quien ha sido engañado siga pretendiendo que quien le ha traicionado le respete o se ocupe de mostrarle lealtad conyugal. Quien rompe el vínculo matrimonial muestra de manera fehaciente su desinterés en la misma. Puede que mantenga otros intereses que le animen a permanecer junto a su pareja, pero no serán estos los que son propios de la relación matrimonial: el amor exclusivo y excluyente, el sentido de pertenencia, la construcción de la unidad y, mucho menos, el propósito de honrar a Dios representando en la práctica el vínculo sagrado entre Cristo y la Iglesia.
En tratándose de relaciones no matrimoniales, quien ha sufrido traición o heridas de los seres amados también debe ocuparse de replantear el cómo de tales relaciones. Desde luego, en todos los casos tal replanteamiento pasa por el perdón, que no es olvido ni validación de las conductas indebidas. Pero, también requiere del análisis objetivo de las causas y consecuencias, así como de lo que conviene en tal relación.
Como podemos ver en los casos bíblicos a los que hemos hecho referencia y a muchos otros casos que conocemos directa e indirectamente, el cultivo de los celos obsesivos es progresivo y, como algunos tumores cancerosos, se alimenta tanto de quien cela como de aquellos a los que cela. Pareciera que poco puede hacerse para superar tales circunstancias. Pero, como Pablo, demos gracias a Dios por Jesucristo nuestro Señor y Salvador. Él dio testimonio de sí mismo asegurando que ha venido para destruir las obras del diablo. Juan 10.10
La fe no consiste en negar la realidad de las experiencias que nos predisponen a cuestiones tan graves como los celos obsesivos. Es verdad que nuestros padres nos menospreciaron o lastimaron, si lo hicieron. Es verdad que fuimos relegados cuando nacieron nuestros hermanos menores, si así pasó. Es verdad que aquél o aquella a quien amamos nos traicionó, si así lo hizo. Pero, también es cierto que nosotros no somos los mismos que sufrieron tales cosas. Ahora somos otros, somos nuevas criaturas y las cosas viejas -y su poder sobre nosotros-, ya no son más porque ahora estamos en Cristo. 2 Corintios 5.1ss
Quienes, estando en Cristo, seguimos explicándonos en función de lo que fuimos o de lo que nos pasó antes de Cristo, debemos, tenemos que examinar el cómo, el qué y el para qué de nuestra fe. Porque estar en Cristo es una cuestión de identidad: ya no somos los que fuimos. Somos diferentes, somos otros. Somos nuevos. Por eso mismo podemos dejar de envidiar o de temer; podemos dejar de estar tristes y amargados. Vs. 14 Podemos vivir confiados en el amor y en el poder de la obra de Dios en Cristo. Y, por lo tanto, podemos caminar cada día por los nuevos caminos de la fidelidad que trae como fruto una vida plena, bendecida y bendecidora, una vida que suma y que deja de sumar pérdidas.
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