A los hijos, como a extraños

Salmo 127

Después de la relación de pareja, no hay otra que resulte más profunda y compleja que la relación filial. Esta tiene, aún, el poder de separar, distanciar, a las parejas. Por los hijos, el esposo -más frecuentemente-, pero, también la esposa, pasan a un segundo plano respecto de la lealtad, el sentido de pertenencia y la preferencia (entendiendo esta como la ventaja concedida a los hijos por sobre la pareja). Debemos decir que, generalmente, esta disposición materna y paterna, lejos de traducirse en un beneficio real en favor de los hijos, erosiona el todo de la estructura familiar. Ello porque la relación de la pareja viene a ser el cimiento de dicha estructura y del sistema familiar todo. Cuando la razón de los esposos se convierte en la razón de los padres, estamos ante una inevitable e integral crisis familiar.

Tres son los fenómenos típicos que expresan tal desviación de los principios y quehaceres familiares:

Alianzas disruptivas. La preferencia por los hijos o por alguno de ellos se traduce, invariablemente, en la ruptura o interrupción inesperada de la alianza matrimonial. Las relaciones que privilegian a los hijos convierten a estos en sustitutos de roles propios de la relación matrimonial. Confidentes, referentes, depositarios de la intimidad de los pensamientos y sentimientos, etc. Ello, desde luego, altera el equilibrio de la pareja y de la familia toda.

Prostitución maternal. No son pocas las mujeres que, en aras del cuidado y la provisión para sus hijos, terminan prostituyéndose con su propio marido. Han dejado de amarlo, de apreciarlo, de confiar en él. Desearían no seguir a su lado, pero sus limitaciones (de cualquier tipo), les obligan a permanecer junto al esposo cumpliendo con el deber conyugal. Esto no anima su propio sentido de valía personal, las apena, les provoca auto menosprecio. Se ponen límites: cuando los hijos se valgan por sí mismos, cuando cumplan tantos años, etc. El hecho es que sacrifican su dignidad a cambio de los recursos económicos y materiales que obtienen a cambio de la renuncia a sí mismas.

Relaciones utilitaristas. Utilitarismo es la: Actitud que valora exageradamente la utilidad y antepone a todo su consecución. Por su lado, actitud es la: Disposición de ánimo manifestada de algún modo. Los hijos aprenden a leer a sus padres. Lo que leen en ellos determina la razón y la manera de la relación con sus padres. He escuchado a no pocos padres quejarse de que tanto su mujer como sus hijos sólo los miran -y los buscan-, cuando tienen necesidad de dinero o cosa que lo represente. Generalmente acusan a su mujer de inducir tal actitud en los hijos. Pero, esta sólo es parte de la verdad. Porque también ellos, consciente e inconscientemente animan a sus hijos en tal modelo de relación filial. Desarrollan relaciones Quid pro quo, es decir, algo por algo. Desde luego, estas son viables y satisfactorias sólo cuando unos u otros pueden conseguir algo significativo a cambio de lo que ellos mismos ofrecen.

Las parejas, y las familias, se mantienen estables cuando, además de privilegiar la relación conyugal por sobre cualquier otra -esto es lo que significa la fidelidad matrimonial-, se relacionan con los hijos desde una perspectiva bíblica, sana y en constante evolución: pasando de un estado a otro. Esto sólo resulta posible cuando la pareja entiende y asume que su condición paterna sólo es uno más de los elementos constitutivos de su relación matrimonial. Que ni es la principal razón de su relación y que tampoco es la fuente primaria de su identidad como personas y como pareja. Es decir, cuando padre y madre aprenden y asumen que los hijos son otros, diferentes a ellos. Que son distintos, es decir: Que no son lo mismo, que tienen realidad o existencia diferente de sus padres.

Gibran Jalil Gibran, recuerda a los padres: Vuestros hijos no son vuestros hijos. Son los hijos y las hijas del anhelo de la Vida, ansiosa por perpetuarse. Por medio de vosotros se conciben, mas no de vosotros. Y aunque estén a vuestro lado, no os pertenecen. Y destaca: Podéis darles vuestro amor; no vuestros pensamientos: porque ellos tienen sus propios pensamientos.

Nuestro salmo da sustento al pensamiento de Jalil Gibran, cuando asegura: Los hijos que le nacen a un hombre joven son como flechas en manos de un guerrero. Distingue entre el padre (y la madre, por omisión), y el producto de su amor: los hijos, a los cuales llama: saetas, flechas: armas arrojadizas. Los hijos nos son dados, como regalo de Dios, para que los arrojemos, los lancemos a la vida. No para que los conservemos atados a nosotros ni, mucho menos, para que hagamos la vida en función de ellos. Otra vez, Jalil Gibran nos ayuda a comprender mejor esto cuando dice: Sois el arco desde el que vuestros hijos son disparados como flechas vivientes hacia lo lejos.

De todo lo hasta aquí dicho, la propuesta implícita en el título de esta reflexión: Debemos aprender a amar a nuestros hijos como a extraños. Salidos de nosotros, sí, pero ajenos a nuestra condición, a nuestra naturaleza en tanto individuos, en tanto personas otras. Y, no, no pretendo proponer que rompamos lo que nos une con ellos, sino que aprendamos a amarlos como quienes son. Es decir, asumiendo su identidad, su ser otros: individuos, diferentes, autónomos, etc. Y no considerándolos como mera extensión nuestra en la que nuestros anhelos y temores han de cumplirse.

Obviamente, la tarea de la paternidad resulta desafiante y por encima de nuestras fuerzas y capacidades. Sonaría a risa decir que impotente es sinónimo de padre y madre. Por ello es que el ejercicio sabio, integral y productivo de nuestra paternidad-maternidad requiere de una estrecha relación nuestra con Dios y aún de nuestra fidelidad sacrificial. Jalil Gibran equipara a Dios con el Arquero (nosotros el arco, nuestros hijos las flechas, Dios el arquero), y asegura que es: El Arquero es quien ve el blanco en el camino del infinito, y quien os doblega con su poder para que su flecha vaya rauda y lejos. Dejad que vuestra tensión en manos del Arquero se moldee alegremente. Porque, así como él ama la flecha que vuela, así ama también el arco que se tensa.

Me encanta la invitación que nos hace: Dejad que vuestra tensión en manos del Arquero se moldee alegremente. Al leerla imagino los brazos de Dios rodeándome y sus manos tomando las mías para asegurarse que tenso el arco y dirijo la flecha con la fuerza y en la dirección en la que él ha puesto el blanco. Pienso, también, que el mismo Dios que cuida de la flecha y la dirige con el soplo de su Espíritu hasta que esta da en el blanco, es el mismo que permanece conmigo, el arco. En mi lugar, en mis circunstancias, en mi soledad paterna, sí, pero gozando de su amor y compañía permanentemente.

Cuando la flecha es disparada, el arco sigue siendo él mismo. Cuando nuestros hijos son ellos, nosotros seguimos siendo nosotros. Pero si permanecen en nuestras manos, simplemente no viajarán por la vida y nunca darán en el blanco.  Así que, amémoslos sabiendo que son ellos y dejemos que lo sean. Acertarán, se equivocarán, pero el Arquero seguirá soplando para que tengan buen viento y buena mar, hasta llegar a puerto.

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